CAPÍTULO CVIII: Razones que, al parecer, prueban que en los demonios no puede haber pecado

CAPÍTULO CVIII

Razones que, al parecer, prueban que en los demonios no puede haber pecado

Si en los demonios no hay malicia natural, y antes se demostró (c. 160) pie son malos, síguese necesariamente que sean malos por voluntad. Luego es preciso averiguar cómo pueda 3er esto, porque, al parecer, es absolutamente imposible.

Se demostró en el libro segundo (c. 90) que la única substancia espiritual que está naturalmente unida a un cuerpo es el alma humana, o, según algunos, las almas de los cuerpos celestes (cf, ib., c. 70); y hay un inconveniente para suponer que éstas sean malas, puesto que el movimiento de los cuerpos celestes es ordenadísimo y, en cierto modo, principio de todo el orden natural. Pero toda potencia cognoscitiva, excepto el entendimiento, se vale de órganos corpóreos animados. Luego no es posible que en tales substancias haya otra potencia cognoscitiva que el entendimiento. Y, así, todo cuanto conocen lo entienden. Ahora bien, el error no cabe en lo que uno entiende, porque el error obedece a la falta de entender. En consecuencia, en el conocimiento de tales substancias no cabe error alguno. Y como en la voluntad no puede haber pecado si no hay error, porque la voluntad tiende siempre al bien aprehendido -por eso, no errando en la aprehensión del bien, no puede haber pecado en la voluntad-, síguese que, al parecer, en tales substancias no puede haber pecado voluntario.

En nosotros se da el pecado acerca de aquello sobre lo que tenemos un conocimiento general verdadero cuando el juicio de la razón es impedido en un caso particular por alguna pasión que la esclaviza. Pero semejantes pasiones no se dan en los demonios, porque pertenecen a la parte sensitiva, que nada ejecuta sin órgano corpóreo. Si, pues, dichas substancias separadas tienen un conocimiento general recto, es imposible que su voluntad tienda al mal por falta de conocimiento sobre algo particular.

Ninguna potencia cognoscitiva se engaña con respecto a su objeto propio, sino sólo con respecto a un extraño. Por ejemplo, la vista no se engaña en la apreciación de los colores; pero, cuando el hombre juzga por la vista del sabor o de la especie de una cosa, sobreviene la decepción. Mas el objeto del entendimiento es la esencia de las cosas. Luego, si el entendimiento aprehende las esencias puras de las cosas, no puede engañarse, porque parece que todo engaño del entendimiento se da cuando aprehende las formas de las cosas mezcladas con representaciones sensibles, como acontece en nosotros. Sin embargo, tal modo de conocer no cabe en las substancias intelectuales separadas de los cuerpos, ya que las representaciones sensibles no pueden existir sin el cuerpo. No es posible, pues, que haya error en el conocimiento de las substancias separadas, ni tampoco pecado voluntario.

En nosotros se da la falsedad porque el entendimiento, al componer y dividir, no aprehende la esencia de la cosa totalmente, sino parcialmente. Mas en la operación con que el entendimiento aprehende la esencia sólo cabe la falsedad accidentalmente, o sea, cuando en dicha operación se mezcla algo de la operación intelectual de componer y dividir. Y esto suele suceder cuando nuestro entendimiento llega al conocimiento de la esencia de una cosa no inmediatamente, sino por inquisición gradual. Por ejemplo, primero aprehendemos el “animal”; después, dividiéndolo por las diferencias opuestas, dejamos una y añadimos la otra al género, hasta que lleguemos a la definición de la especie. Y en este proceso puede haber efectivamente falsedad si tomamos como diferencia del género lo que en realidad no es. Pero tal proceso para conocer la esencia de algo es propio de aquel entendimiento que, al razonar, pasa de una cosa a otra. Y esto no compete a las substancias intelectuales separadas, según se demostró (l. 2, c. 101). Por tanto, parece que en el conocimiento de dichas substancias no tiene cabida el error. Luego tampoco puede darse el pecado en su voluntad.

Como no hay cosa cuyo apetito no tienda al propio bien, parece imposible que aquello que singularmente tiene un solo bien yerre en su apetito. Y por esto, cuando se da el pecado en las cosas naturales, es por un defecto contingente en la ejecución del apetito; pero nunca se da el pecado en el apetito natural. La piedra, por ejemplo, siempre tiende hacia abajo, se la impida o no. Sin embargo, en nosotros se da el pecado al apetecer, porque, como nuestra naturaleza está compuesta de espíritu y cuerpo, hay en nosotros muchos bienes; porque uno es el bien del entendimiento, otro el del sentido y otro también el del cuerpo. Y estos diversos bienes del hombre tienen cierto orden, según que lo menos principal se ha de referir a lo más principal. Luego en nosotros se da el pecado de la voluntad cuando, no guardando dicho orden, apetecemos lo que es para nosotros un bien en cierto sentido, pero no en absoluto. Mas esta composición y diversidad de bienes no se da en las substancias separadas; al contrario, todo su bien es del entendimiento. Por consiguiente, según vemos, no es posible que haya en ellas pecado de voluntad.

En nosotros se da el pecado de voluntad por exceso o por defecto, en cuyo medio consiste la virtud. Por eso, en quienes no puede darse el exceso o el defecto, sino solamente el medio, la voluntad no puede pecar. Por ejemplo, nadie puede pecar apeteciendo la justicia, pues ella es cierto medio. Ahora bien, las substancias intelectuales separadas sólo pueden apetecer los bienes intelectuales, pues sería ridículo decir que apetecen los bienes corporales, no siendo corpóreas, o los bienes sensibles, careciendo de sentidos. Y en los bienes intelectuales no se da el exceso, porque de sí son medios entre el exceso y el defecto. Por ejemplo, lo verdadero es un medio entre dos errores, uno de los cuales lo es por más y el otro por menos; por esto los bienes sensibles y corporales están en el justo medio cuando son según razón. No parece, pues, que las substancias intelectuales separadas puedan pecar por voluntad.

Más lejos parece estar de los defectos la substancia incorpórea que la corporal. Ahora bien, en las substancias corpóreas que están más lejos de la contrariedad, es decir, los cuerpos celestes, no puede darse defecto alguno. Mucho menos, pues, se dará en las substancias separadas y libres de contrariedad y de materia y movimiento -cosas que, al parecer, ocasionan los defectos- pecado alguno.

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