CAPÍTULO CLXII
Dios no es para nadie causa de pecado
Mas, aunque Dios no convierta a sí a algunos pecadores, sino que los abandone en los pecados, según su merecido, sin embargo, no los induce a pecar.
En efecto, los hombres pecan porque se apartan de Él, que es el fin último, como consta por lo anterior (cc. 139, 143). Ahora bien, como quiera que todo agente obra por un fin propio y que le conviene, es imposible que, obrando Dios, algunos se aparten del fin último, que es Dios. Por lo tanto, es imposible que Dios haga pecar a algunos.
El bien no puede ser causa del mal. Mas el pecado es un mal del hombre, pues contraría al bien propio del hombre, que es vivir según la razón. Luego es imposible que Dios sea para alguno causa de pecado.
Toda la sabiduría y bondad del hombre se derivan de la sabiduría y bondad divinas, como cierta semejanza de Él. Si repugna, pues, a la sabiduría y bondad humanas hacer pecar a uno, mucho más a la divina.
Todo pecado proviene de algún defecto del agente próximo y no de la influencia del agente primero, del mismo modo que el defecto de cojera proviene de la disposición de la tibia y no de la facultad motriz, aunque proceda de ella todo cuanto de perfección del movimiento pueda aparecer en la cojera. Pero el agente próximo del pecado humano es la voluntad. Luego el defecto del pecado procede de la voluntad del hombre y no de Dios, del cual depende, no obstante, toda la perfección de la acción en el acto pecaminoso.
De aquí que se diga en el Eclesiástico: “No digas que El te empujó al pecado, pues no necesita de gente mala”. Y más abajo: “A ninguno manda obrar impíamente, a ninguno da permiso para pecar”. Y se dice: “Nadie diga en la tentación: ‘Soy tentado por Dios’. Porque Dios no puede tentar al pecador”.
Hay, sin embargo, ciertos textos en las Escrituras por los cuales parece que Dios es para algunos causa de pecado. En efecto, se dice en el Éxodo: “Yo he endurecido el corazón del Faraón y el de sus servidores”. Y en Isaías: “Endurece el corazón de su pueblo, tapa sus oídos, para que no vean con sus ojos ni oigan con sus oídos, y no se conviertan y no sean curados de nuevo”. Y en Isaías se dice también: “Nos dejas errar fuera de tus caminos y endureces nuestro corazón contra tu temor”. Y en la Epístola a los Romanos se dice: “Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas”. Todos estos textos hay que entenderlos en el sentido de que Dios no concede a algunos un auxilio para evitar el pecado, que, sin embargo, concede a otros. Y este auxilio es no sólo la infusión de la gracia, sino también la custodia exterior, por la cual la divina providencia quita al hombre todas las ocasiones de pecar y frena todos los estímulos del pecado. Dios ayuda también al hombre contra el pecado mediante la luz natural de la razón y otros bienes naturales que da al hombre. En consecuencia, cuando quita a algunos estos auxilios en mérito a sus acciones, cual lo exige su justicia, se dice que los “endurece” o “ciega”, o alguna de las otras cosas que hemos dicho.
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