CAPÍTULO CLV
El hombre necesita del auxilio de la gracia, para perseverar en el bien
El hombre necesita también del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien.
En efecto, todo lo que de suyo es variable necesita del auxilio de un motor inmóvil para afianzarse en una sola cosa. Ahora bien, el hombre varía tanto del mal al bien como del bien al mal. Luego para que permanezca inmóvil en el bien, que es lo que se llama “perseverar”, necesita del auxilio divino.
Además, el hombre necesita del auxilio de la gracia divina para aquello que supera las fuerzas del libre albedrío. Mas el poder del libre albedrío no se extiende al afecto que consiste en perseverar hasta el fin en el bien. Lo cual se demuestra de este modo: el poder del libre albedrío es acerca de las cosas que caen bajo la elección. Y lo que se elige es algo particular ejecutable. Pero lo particular ejecutable es lo que existe en circunstancias determinadas de tiempo y lugar. Luego lo que cae bajo el poder del libre albedrío es algo que ha de ejecutarse en este momento. Mas el perseverar no significa algo como ejecutable en un momento dado, sino la continuación de la operación durante todo el tiempo. Luego el afecto que consiste en perseverar en el bien está sobre el poder del libre albedrío. En consecuencia, el hombre necesita del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien.
Aunque el hombre sea dueño de sus propios actos por la voluntad y el libre albedrío, sin embargo, no es dueño de sus potencias naturales. Y por esto, aunque sea libre para querer o no querer algo, sin embargo, al querer no puede hacer que la voluntad se mantenga inmóvil con respecto a lo que quiere o elige. Mas para la perseverancia se requiere que la voluntad permanezca inmóvil en el bien. Por lo tanto, la perseverancia no está al alcance del libre albedrío. En consecuencia, es necesario que haya en el hombre un auxilio de la gracia divina para que persevere.
Si hay muchos agentes sucesivos, uno de los cuales obra después de la acción del otro, la continuidad de su acción no puede ser causada por uno solo de ellos, porque ninguno de ellos obra siempre; ni tampoco por todos, puesto que no obran a la vez; por lo cual es menester que sea causada por un agente superior que obre siempre; como prueba el Filósofo, en el libro VIII de los “Físicos”, “que la continuidad de la generación en los animales es causada por algún superior sempiterno”. Supongamos, pues, a uno que persevera en el bien. En él hay, por lo tanto, muchos movimientos del libre albedrío que tienden hacia el bien, sucediéndose unos a otros hasta el fin. Luego ninguno de estos movimientos puede ser causa de la continuación del bien, que es la perseverancia, porque ninguno de ellos dura siempre; tampoco pueden ser todos juntos, porque, no existiendo todos simultáneamente, tampoco pueden causar algo simultáneamente. Resulta, pues, que esta continuación es causada por un agente superior. En consecuencia, el hombre necesita del auxilio de una gracia superior para perseverar en el bien.
Asimismo, si hay muchos seres ordenados a un mismo fin, todo el orden existente entre ellos depende hasta que hayan llegado al fin del primer agente que dirige hacia el fin Mas en quien persevera en el bien hay muchos movimientos y muchas acciones que se ordenan a un solo fin. Luego es menester que el orden total de estos movimientos y acciones sea causado por el primero que dirige hacia tal fin. Ahora bien, se demostró ya (c. 147) que los hombres se dirigen al fin último mediante el auxilio de la gracia divina. Luego todo el orden y continuación de las buenas obras de quien persevera en el bien obedece al auxilio de la gracia divina.
De aquí que se diga: “El que comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús”. Y en la primera de Pedro: “El Dios de toda gracia, que os llamó en Cristo a su gloria eterna, después de un breve padecer, os perfeccionará y afirmará, os fortalecerá y consolidará”.
Hay también en la Sagrada Escritura muchas oraciones en las cuales se pide a Dios la perseverancia; por ejemplo, en el Salmo: “Asegura mis pasos en tus senderos para que mis pisadas no resbalen”. Y en la Epístola segunda a los Tesalonicenses: “Dios nuestro Padre consuele nuestros corazones y los confirme en toda obra y palabra buena”. Esto mismo se pide en la oración dominical, principalmente cuando se dice: “Venga a nos el tu reino”, pues no vendrá a nosotros el reino de Dios si no perseverásemos en el bien. Pero sería ridículo pedir a Dios de lo que no fuere El dador. Luego la perseverancia del hombre procede de Dios.
Y con esto se rechaza el error de los pelagianos, quienes dijeron que al hombre le basta el libre albedrío para perseverar en el bien y que no necesita para esto del auxilio de la gracia divina.
No obstante, ha de tenerse en cuenta que, como incluso el que tiene la gracia pide a Dios perseverar 3n el bien, así como no basta para perseverar en el bien el libre albedrío sin el auxilio externo de Dios, así tampoco es suficiente en nos otros un hábito infuso para perseverar. Pues los hábitos que Dios nos infunde, mientras dura la vida presente, no quitan totalmente del libre albedrío la propensión al mal, aunque por ellos se establezca en cierto modo el libre albedrío en el bien. Luego, cuando decimos que el hombre necesita de la gracia divina para perseverar hasta el fin, no entendemos que sobre la gracia habitual infundida primeramente para obrar bien se le infunda después otra para perseverar; por el contrario, entendemos que, poseídos todos los hábitos gratuitos, todavía necesita el hombre el auxilio de la divina providencia que le gobierne exteriormente.
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