CAPÍTULO CLIX: Razonablemente se le imputa al hombre el no convertirse a Dios, aunque esto no pueda ocurrir sin la gracia

CAPÍTULO CLIX

Razonablemente se le imputa al hombre el no convertirse a Dios, aunque esto no pueda ocurrir sin la gracia

Mas como, según se deduce de lo dicho (c. 147 ss.), uno no puede dirigirse al último fin sin contar con el auxilio de la gracia divina, sin la cual tampoco puede nadie poseer lo que es necesario para tender al fin último, como son la fe, esperanza, caridad y perseverancia, puede parecer a alguno que no se puede imputar al hombre la carencia de estas cosas, máxime no pudiendo merecer el auxilio de la gracia divina ni convertirse a Dios sin que Él le convierta, porque a nadie se le imputa lo que depende de otro. Pero, suponiendo que esto fuera verdad, se seguirían muchos inconvenientes. Pues resultaría que quien no tiene fe, ni esperanza, ni amor de Dios, ni perseverancia en el bien, no merecería castigo, cuando precisamente se dice en el Evangelio: “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios”. Y como quiera que nadie llega sin las cosas mencionadas al fin de la bienaventuranza, resultaría además que habría algunos hombres que ni alcanzarían la bienaventuranza ni sufrirían la pena impuesta por Dios. Contrariamente a lo que aparece en San Mateo, donde se dirá a todos los que asistan al juicio divino: “Venid, tomad posesión del reino preparado para vosotros”; o: “Apartaos de mí al fuego eterno”.

Para solucionar esta duda hay que tener en cuenta que, aunque uno no pueda merecer ni obtener la gracia divina por impulso de su libre albedrío, puede, no obstante, impedirse a sí mismo de recibirla; pues en Job se dice de algunos: “Decían a Dios: Apártate lejos de nosotros; no queremos saber de tus caminos”. Y: “Hay quienes aborrecen la luz”. Y como quiera que está al alcance del libre albedrío el impedir o no impedir la recepción de la gracia, no sin razón se le imputa como culpa a quien obstaculiza la recepción de la gracia. Pues Dios, en lo que de Él depende, está dispuesto a dar la gracia a todos, como se dice en la primera a Timoteo, pues “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan conocimiento de la verdad”. Y sólo son privados de la gracia quienes ofrecen en sí mismos obstáculos a la gracia; tal como se culpa al que cierra los ojos, cuando el sol ilumina al mundo, si de cerrar los ojos se sigue algún mal, aunque él no pueda ver sin cortar con la luz del sol.

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