CAPÍTULO CLIV: Los dones de la gracia gratis dada. En el cual se trata también de las adivinaciones de los demonios

CAPÍTULO CLIV

Los dones de la gracia gratis dada. En el cual se trata también de las adivinaciones de los demonios

Como el hombre no puede conocer lo que no ve por sí mismo si no lo recibe de quien lo ve, y la fe trata de lo que no se ve, es menester que el conocimiento de aquello que pertenece a la fe se derive de aquel que lo ve por sí mismo. Y éste es Dios, que se comprehende a sí mismo perfectamente y ve naturalmente su esencia (l. 1, c. 47), pues de Dios tenemos la fe. Por consiguiente, es menester que lo que poseemos por la fe provenga de Dios. Y como, por otra parte, las cosas que proceden de Dios son hechas con cierto orden, según se demostró (c. 77), fue conveniente que al manifestar las cosas que son de fe se guardara cierto orden, a saber, que unos las recibieran inmediatamente de Dios y otros de éstos, y así ordenadamente hasta los últimos.

Doquier existe un orden de cosas es preciso que lo más próximo al primer principio sea lo más virtuoso. Como se ve claramente en este orden de la manifestación divina. En efecto, las cosas invisibles, cuya visión hace bienaventurados, sobre las cuales versa la fe, son primeramente reveladas por Dios a los ángeles bienaventurados mediante una visión clara, como consta por lo dicho (c. 79).

A continuación, interviniendo el ministerio de los ángeles, son manifestadas a algunos hombres, no ciertamente por una visión clara, sino con una certidumbre que proviene de la divina revelación. Y esta revelación se hace realmente por cierta luz inteligible e interior, que eleva la mente a percibir aquellas cosas que el entendimiento no puede obtener por la luz natural. Pues así como por la luz natural el entendimiento se cerciora de las cosas que conoce con tal luz, como de los primeros principios, así también tiene certidumbre de las cosas que conoce con la luz sobrenatural. Mas esta certidumbre es necesaria para poder proponer a otros lo que se conoce por revelación divina, pues no enseñamos a otros con seguridad aquellas cosas de las que no tenemos certidumbre. Y con dicha luz, que ilumina interiormente al entendimiento, hay alguna vez en la divina revelación otros auxilios interiores o exteriores de conocimiento; por ejemplo, una palabra oída exterior y sensiblemente, que es formada por virtud divina o percibida interiormente por la imaginación, por las cuales el hombre adquiere el conocimiento de las cosas divinas mediante la luz impresa interiormente en el entendimiento. Por consiguiente, tales auxilios no bastan, sin la luz interior, para el conocimiento de las cosas divinas; mientras que la luz interior es suficiente sin ellos.

Esta revelación de las cosas invisibles de Dios pertenece a la sabiduría, que es propiamente el conocimiento de las cosas divinas. Por esto se dice que la Sabiduría de Dios “a través de las edades se derrama, en las almas santas… Dios a nadie ama sino al que mora en la Sabiduría”. Y en el Eclesiástico: “Le llenó el Señor del espíritu de sabiduría y de entendimiento”.

Mas como “las cosas invisibles de Dios son conocidas mediante las criaturas”, por la gracia divina no sólo se revelan a los hombres cosas divinas, sino también cosas humanas; lo cual parece pertenecer a la “ciencia”. Por eso se dice: “Él nos da la ciencia verdadera de las cosas y el conocer la constitución del universo y la fuerza de los elementos”. Y el Señor dijo a Salomón: “La sabiduría y la ciencia te doy”.

Lo que el hombre conoce no puede darlo a conocer convenientemente a otros sino por medio de la palabra. Por consiguiente, como quiera que los que reciben de Dios la revelación, según el orden establecido por Dios, deben instruir a los demás, fue necesario que se les diese el don de “palabra”, según lo exigiera la utilidad de aquellos que habían de ser instruidos. Por eso se dice en Isaías: “El Señor me ha dado lengua erudita para saber sostener con mi palabra al abatido”. Y el Señor dice a sus discípulos: “Yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios”. -Y por esto también, cuando fue necesario que unos pocos predicaran la verdad de la fe a las distintas razas, fueron algunos instruidos por virtud divina para que hablaran “varias lenguas”, como se dice en los Hechos: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas extrañas según que el Espíritu les daba”.

Mas como la palabra propuesta, si no es evidente en sí misma, necesita confirmación para que sea aceptada, y como lo que es de fe no es evidente para la razón humana, fue necesario emplear algo que confirmase la palabra de los predicadores de la fe. Ahora bien, no podía ser confirmada por principios de razón a modo de demostración, puesto que lo que pertenece a la fe excede a la razón. Luego fue necesario que la palabra de los predicadores fuese confirmada con algunos indicios mediante los cuales se demostrara evidentemente que tal palabra había procedido de Dios cuando los predicadores obraban tales cosas “sanando enfermos y haciendo otros milagros”, que sólo Dios puede hacer. Por eso el Señor, cuando envió a los discípulos a predicar, dijo: “Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios”. Y en Marcos se dice: “Ellos se fueron predicando por todas partes, cooperando con ellos el Señor y confirmando su palabra con las señales consiguientes”.

Hubo también otro modo de confirmación, para que, cuando los predicadores de la verdad dijeren verdades respecto de cosas ocultas que podían manifestarse después, se les creyere como que decían cosas verdaderas que los hombres no podían comprobar; por lo cual fue necesario “el don de profecía”, con el cual pudiesen conocer e indicar a los demás, revelándoselo Dios, las cosas futuras y aquellas otras que ordinariamente se ocultan a los hombres; para que así, cuando se comprobase que en tales cosas habían dicho la verdad, se les creyese en las cosas que pertenecían a la fe. Por eso dice el Apóstol: “Si profetizando todos entrase algún infiel o no iniciado, se sentirá argüido de todos, juzgado por todos; los secretos de su corazón quedarán de manifiesto y, cayendo de hinojos, adorará a Dios, confesando que realmente está Dios en medio de vosotros”.

Mas por este don de profecía no se prestaría un testimonio suficiente a la fe, a no ser que tratase sobre cosas que sólo pueden ser conocidas por Dios, como sucede con los milagros, que son exclusivos de Dios. Y tales son principalmente, entre las cosas inferiores, los secretos del corazón, que solamente Dios puede conocer, según se demostró (l. 1, capítulo 68); y los futuros contingentes, que están sometidos exclusivamente al conocimiento de Dios, quien los ve en sí mismo, puesto que le son presentes por razón de su eternidad, como se demostró antes (ib., c. 67).

Sin embargo, algunos futuros contingentes pueden ser previstos por los hombres no ciertamente en cuanto futuros, sino en cuanto que preexisten en sus causas, conocidas las cuales en sí mismas o bien en algunos de sus efectos manifiestos, llamados signos, el hombre puede tener un conocimiento previo de algunos efectos futuros; como el médico prevé la muerte o la salud futuras por el estado del vigor natural, que conoce mediante el pulso, la orina y otras señales parecidas. Mas este conocimiento de los futuros es en parte cierto y en parte incierto, pues hay ciertas causas prexistentes de las cuales se siguen necesariamente efectos futuros, como prexistiendo la composición de contrarios en el animal se sigue necesariamente la muerte. Mas, prexistiendo otras causas, los efectos futuros no se siguen necesariamente, sino frecuentemente, como del semen humano arrojado en la matriz se sigue frecuentemente un hombre perfecto, pero en ciertos casos se engendran monstruos, por algún impedimento que sobreviene a la operación de la virtud natural. Por lo tanto, el conocimiento previo de los efectos primeros es cierto, pero el de los mencionados después no es un conocimiento previo infaliblemente cierto. Sin embargo, el conocimiento previo que se tiene de los futuros por revelación divina, según el clon de profecía, es absolutamente cierto, lo mismo que es cierto el conocimiento previo divino. Pues Dios no prevé los futuros únicamente según están en sus causas, sino que los conoce infaliblemente, tal como son en sí, según se demostró antes (l. 1, c. 1). Por eso el conocimiento profético de los futuros que se lo da al hombre de esta manera es absolutamente cierto. No obstante, esta certidumbre no se opone a la contingencia de los futuros, como tampoco se opone a la certidumbre de la ciencia divina, según demostramos (ib.).

Sin embargo, ciertos efectos futuros son revelados alguna vez a los profetas no conforme son en sí mismos, sino conforme están en sus causas. Y entonces nada obsta, si se impide que sus causas lleguen a sus efectos, que la predicción del profeta cambie también; como Isaías predijo a Ezequías, enfermo: “Dispón de tu casa, porque vas a morir y no curarás”, y, no obstante, éste sanó; y Jonás profeta predijo que “de aquí a cuarenta días Nínive sería destruida”, y, sin embargo, no fue destruida. Luego Isaías profetizó la muerte futura de Ezequías según la disposición del cuerpo y de las otras causas inferiores a tal efecto, y Jonás predijo la destrucción de Nínive según lo exigían sus merecimientos; y, no obstante, en ambos casos sucedió de distinto modo, según la disposición de Dios, que libra y sana.

Así, pues, la declaración profética acerca de los futuros es un argumento suficiente de fe, porque, aunque los hombres prevean algo de los futuros, sin embargo, no hay un conocimiento previo cierto de los futuros contingentes, como es el conocimiento de la profecía. Pues, aunque alguna vez se le haga al profeta la revelación según relación de las causas con un efecto determinado, sin embargo, al mismo tiempo o después se le revela el proceso de inmutación del efecto futuro, como le fue revelada a Isaías la curación de Ezequías y a Jonás la liberación de los ninivitas. Pero los espíritus malignos, esforzándose por corromper la verdad de la fe, del mismo modo que abusan de las obras milagrosas para inducir a error y debilitar el valor de la fe (aunque no hacen verdaderos milagros, sino cosas que parecen milagrosas a los hombres, como se demostró antes (c. 103), así también abusan de la predicción profética, no ciertamente profetizando, sino prediciendo ciertas cosas según el orden de las causas ocultas al hombre, para que parezca que prevén los futuros en sí mismos. Y aunque los efectos contingentes provengan de las causas naturales, dichos espíritus malignos pueden conocer mejor que los hombres, por la sutileza de su entendimiento, cómo y cuándo pueden impedirse los efectos de las causas naturales; y así, al predecir los futuros, parecen más maravillosos y veraces que los hombres más sabios. Pero, entre las causas naturales, las supremas y más distantes de nuestro conocimiento son las virtudes de los cuerpos celestes, que son conocidas de estos espíritus en sus propias naturalezas, como consta por lo dicho (l. 2, c. 99 ss.). Por lo tanto, como todos los cuerpos inferiores están regidos por las fuerzas y el movimiento de los cuerpos superiores, estos espíritus pueden profetizar mucho mejor que un astrólogo los vientos y tempestades futuras, las corrupciones del aire y otras cosas semejantes que suceden en los cambios de los cuerpos inferiores, causados por el movimiento de los cuerpos superiores. Y aunque los cuerpos celestes no pueden influir directamente sobre la parte intelectiva del alma, según se demostró (c. 84 ss.), sin embargo, muchos siguen los impulsos de las pasiones y las inclinaciones corporales, sobre los cuales es evidente que los cuerpos celestes tienen eficacia; pues sólo pertenece a los sabios, cuyo número es pequeño, resistir con la razón a tales pasiones. Y de aquí se sigue que incluso puedan predecir muchas cosas acerca de los actos de los hombres, aunque alguna vez se equivoquen al predecir, a causa del libre albedrío.

Mas las cosas que prevén las predicen no ciertamente para ilustración de la mente, como se hace en la revelación divina; pues no es su intención perfeccionar la mente humana para conocer la verdad, sino más bien desviarla de ella. Y ciertamente profetizan alguna vez inmutando la imaginación, ya sea durmiendo, como cuando por los sueños muestran indicios de ciertos futuros; ya sea velando, como vemos en los posesos y frenéticos, que predicen lo futuro; y en ocasiones profetizan ciertos indicios externos, por ejemplo, por el movimiento y el graznido de las aves y por lo que aparece en las entrañas de los animales y con la distribución de ciertos puntos, y en otras cosas por el estilo, que parece son hechas al azar; y otras veces apareciendo visiblemente y profetizando sensiblemente cosas futuras.

Y aunque sea evidente que los espíritus malignos hacen todo esto, sin embargo, algunos intentan atribuir otras cosas a las causas naturales. Pues dicen que, como el cuerpo celeste mueve a los inferiores para producir ciertos efectos por el influjo de dicho cuerpo, aparecen en algunos casos ciertos signos de su influencia: diferentes seres reciben de diverso modo la impresión del cuerpo celeste. Y por esto dicen que el cambio que el cuerpo celeste produce en un ser puede tomarse como indicio del cambio de otro. Y, en consecuencia, afirman que los movimientos que se hacen sin la deliberación de la razón, como las visiones de los soñadores y de los locos, y el 1 movimiento y el graznido de las aves, y la interpretación de los puntos cuando uno no delibera cuántos puntos debe describir, responden a la influencia del cuerpo celeste. Y así dicen también que tales cosas pueden ser indicios de efectos futuros causados por el movimiento celeste.

Mas, como esto tiene escaso fundamento, es mejor juzgar que las predicciones basadas en estos signos proceden de alguna substancia intelectual, por cuya virtud se disponen los citados movimientos, que se dan sin deliberación alguna, según conviene para la observación de las cosas futuras. Y aunque alguna vez la divina voluntad disponga estas cosas mediante el ministerio de los espíritus buenos, pues Dios revela muchas cosas en sueños, como a Faraón y a Nabucodonosor, y “en el seno se echan las suertes, pero es Yavé quien da la decisión”, como dice Salomón; sin embargo, ordinariamente suceden por obra de los espíritu malignos, como dicen también los santos doctores y estimaron incluso los mismos gentiles, pues dice Valerio que la observación de los agüeros y de los sueños y de otras cosas por el estilo pertenecen a la religión mediante la cual se adoraba a los ídolos. Y por esta razón, en la Ley Antigua, junto con la idolatría, se prohibían todas estas cosas; en efecto, se dice: “No imites las abominaciones de esas naciones”, a saber, las que servían a los ídolos; “Y no haya en medio de ti quien haga pasar por el fuego a su hijo o a su hija, ni quien se dé a la adivinación, ni a la magia, ni a hechicería y encantamientos, ni a espíritus, ni a adivinos, ni pregunte a los muertos”.

La profecía confirma también la predicación de la fe de otro modo, a saber, en cuanto que se predican para ser creídas ciertas cosas ocurridas en el transcurso del tiempo, como la natividad de Cristo, la pasión, la resurrección y otras cosas parecidas; y para que no se crea que tales cosas fueron inventadas por los predicadores o que ocurrieron al azar, se demuestra que fueron profetizadas mucho tiempo antes por los profetas; por lo cual dice el Apóstol: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios, que por sus profetas había prometido en las santas Escrituras acerca de su Hijo, nacido de la descendencia de David según la carne”.

Además, después del grado de los que reciben la revelación inmediatamente de Dios, es necesario otro grado de gracia. Porque como los hombres reciben de Dios la revelación, no sólo para el tiempo presente, sino también para instrucción de todos los tiempos venideros, fue necesario que no solamente narrasen de palabra a los presentes las cosas que les fueron reveladas, sino también que las escribiesen para instrucción de los hombres futuros; por lo cual fue necesario asimismo que hubiese algunos que “interpretasen” tales escritos; lo cual es un efecto necesario de la gracia divina, como lo fue también 1 la misma revelación. Por eso se dice en el Génesis: “)No es de Dios la interpretación?”

Y hay todavía un último grado, a saber, el de los que creen fielmente lo que fue revelado a unos e interpretado por otros. Ya se demostró antes (c. 152) que esto es un don de Dios.

Mas como los espíritus malignos hacen cosas parecidas a las que sirven para confirmar la fe, tanto produciendo señales como revelando futuros, según demostramos en este mismo capítulo, fue necesario, para que los hombres no creyesen la mentira engañados por tales cosas, que con el auxilio de la gracia divina fuesen instruidos para discernir tales espíritus, según lo que se dice en la primera de San Juan: “No creáis a cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios”.

Y estos efectos de la gracia, destinados a la instrucción y confirmación de la fe, los examina el Apóstol en su primera a los Corintios, diciendo: “A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro, don de curaciones en el mismo Espíritu; a otro, operaciones de milagros; a otro, profecía; a otro, discreción de espíritus; a otro, gene ro de lenguas; a otro, interpretación de lenguas”.

Y con esto se rechaza el error de algunos maniqueos, que dicen que los milagros corporales no son hechos por Dios. -Al mismo tiempo se refuta también su error en cuanto a lo que dicen de que los profetas no hablaron por espíritu de Dios. -Y también el error de Priscila y Montano, quienes decían que los profetas, como los posesos, no entendían lo que hablaban, cosa que no está de acuerdo con la divina revelación, según la cual lo que más principalmente se ilumina es el entendimiento.

Por otra parte, entre los citados efectos de la gracia (c. 151 ss.) ha de considerarse una diferencia. Pues aunque a todos ellos competa el nombre de “gracia”, porque se comunican “gratuitamente”, sin mérito precedente, sin embargo, solamente el efecto del amor merece además el nombre de gracia, porque “hace grato a Dios”; en efecto, se dice en los Proverbios: “Amo a los que me aman”. Por eso la fe y la esperanza y otras cosas que se ordenan a la fe pueden existir en los pecadores, que no son gratos a Dios; y solamente el amor es el don propio de los justos, porque, como dice San Juan en su Epístola primera, “el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él”.

Hay que considerar también otra diferencia en dichos efectos de la gracia. Pues algunos de ellos son necesarios para toda la vida del hombre, ya que sin ellos no puede haber salvación, como creer, esperar, amar y obedecer a los preceptos de Dios; y es necesario que haya en el hombre ciertas perfecciones habituales ordenadas a estos efectos para que a su debido tiempo puedan obrar en conformidad con ellas; en cambio, otros efectos son necesarios no para toda la vida, sino para ciertos tiempos y lugares, como hacer milagros, profetizar lo futuro y similares; y para estos efectos no se dan perfecciones habituales, sino que Dios produce ciertas impresiones que cesan al cesar el acto, del mismo modo que el entendimiento del profeta es ilustrado en cada revelación con una nueva luz; y en la ejecución de cada milagro es menester que haya una nueva eficacia de la virtud divina.

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