CAPÍTULO CLIII
La gracia divina causa en nosotros la esperanza
Puede demostrarse también por estas mismas razones que la esperanza de la bienaventuranza futura es causada en nosotros por la gracia.
En efecto, el amor al prójimo proviene del amor que el hombre se tiene a sí mismo, pues uno se comporta con relación al amigo como con relación a sí mismo. Pero uno se ama a sí mismo al querer el bien para sí, como ama a otro cuando quiere el bien para él. Luego es preciso que, si el hombre se siente afectado por su propio bien, se le impulse para que se afecte por el bien del prójimo. Por consiguiente, por el hecho de esperar un bien de otro, se le proporciona al hombre un camino para amar como a sí mismo a aquel de quien espera el bien; pues se ama a otro como a sí mismo cuando el que ama quiere su bien, aunque no le reporte nada. Según esto, como la gracia santificante causa en el hombre el amor de Dios por sí mismo (c. 151), resulta que el hombre alcanza también por la gracia la esperanza en Dios. Mas la amistad por la cual uno ama a otro como a sí mismo, aunque no sea por propia utilidad, reporta, sin embargo, muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro como a sí mismo. Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido, tenga esperanza en él. Ahora bien, mediante la gracia el hombre se convierte de tal manera en amador de Dios, por el afecto de la caridad, que incluso es instruido por la fe de que es amado por Dios con anterioridad, según aquello de San Juan: “En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.” Síguese, pues, que, por el don de la gracia, el hombre tiene esperanza en Dios. Y esto demuestra a la vez que, así como la esperanza es la preparación del hombre para el verdadero amor de Dios, así también, por el contrario, el hombre se consolida en la esperanza mediante la caridad.
En todo amante nace un deseo de unirse a su amado tanto cuanto sea posible; y por eso la convivencia es agradabilísima para los amigos. Luego, si mediante la gracia el hombre se convierte en amador de Dios, es preciso que nazca en él un deseo de unión con Dios tanto cuanto le fuese posible. Ahora bien, la fe nacida de la gracia declara que es posible la unión del hombre con Dios según la fruición perfecta, en la cual consiste la bienaventuranza. Luego el deseo de esta fruición en el hombre es efecto del amor de Dios. Pero el deseo de una cosa molesta al alma del que desea, a no ser que haya esperanza de conseguirla. En consecuencia, fue conveniente que en los hombres en quienes la gracia produjo el amor de Dios y la fe, también se produjera la esperanza de la bienaventuranza futura.
Si apareciese alguna dificultad en lo que se ordena a un fin deseado, ofrece consuelo la esperanza de conseguir el fin, como en el caso de quien soporta con facilidad el amargo de la medicina por la esperanza de la salud. Mas en el camino que recorremos para alcanzar la bienaventuranza, que es el fin de todos nuestros deseos, amenazan muchas cosas difíciles, que se han de soportar, puesto que la virtud, mediante la cual se camina hacia la bienaventuranza, “versa sobre las cosas difíciles”. Por consiguiente, para que el hombre tendiese más ligera y prontamente a la bienaventuranza, fue necesario que se le diese la esperanza de obtenerla.
Nadie se mueve hacia un fin al cual juzga que es imposible llegar. Por lo tanto, para que uno se dirija a un fin es preciso que tienda hacia tal fin como posible de alcanzar; y éste es el afecto de la esperanza. En consecuencia, como quiera que mediante la gracia el hombre se dirige hacia el fin último de la bienaventuranza, fue necesario que mediante la gracia se imprimiese en el afecto humano la esperanza de alcanzarla.
De aquí que se diga; “Nos rengendró a una viva esperanza para una herencia inmarcesible, que os está reservada en los cielos.” Y se dice: “En la esperanza estamos salvos.”
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