CAPÍTULO CL: Este auxilio divino se llama gracia. Y qué es la gracia santificante

CAPÍTULO CL

Este auxilio divino se llama gracia. Y qué es la gracia santificante

Como lo que a uno se le da sin que precedan sus propios méritos se dice que lo recibe “gratuitamente”, y el auxilio divino que se le da al hombre precede a todo mérito humano, según se demostró (c. prec.), síguese que tal auxilio es dado al hombre gratuitamente; por lo cual recibe oportunísimamente el nombre de “gracia”. Por eso dice el Apóstol: “Pero si por gracia, ya no es por las obras, porque entonces la gracia ya no sería gracia.”

Sin embargo, hay también otra razón por la que este auxilio recibe el nombre de “gracia”. En efecto, se dice que uno es “grato” a otro porque es amado por él; de aquí que se diga también que el amado por otro tiene su “gracia”. Ahora bien, es esencial al amor que quien ama quiera y obre el bien para aquel a quien ama. Y Dios, realmente, quiere y obra el bien para todas las criaturas; pues el mismo ser de la criatura y toda su perfección proceden de Dios, que lo quiere y lo produce, según se demostró (l. 2, c. 15). Por eso se dice: “Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho”. Pero hay que considerar una razón especial del amor divino para con aquellos a quienes auxilia en la consecución del bien que supera el orden de su naturaleza, a saber, la fruición perfecta, no de un bien creado, sino del mismo Dios. En consecuencia, este auxilio se llama oportunísimamente “gracia”, no sólo porque se da gratuitamente, según se demostró, sino también porque el hombre, por cierta prerrogativa especial, se hace grato a Dios con dicho auxilio. Y por esta razón dice el Apóstol: “Y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su amado Hijo”.

Pero es preciso que esta gracia sea en el hombre gratificado algo positivo, como cierta forma y perfección del mismo. Pues lo que se dirige a un fin es menester que esté continuamente ordenado al mismo, pues el motor mueve continuamente hasta que el móvil, mediante el movimiento, ha conseguido el fin. Por consiguiente, como el hombre se dirige al último fin mediante el auxilio de la gracia divina, según se ha demostrado (c. 147), es necesario que el hombre sea favorecido con dicho auxilio hasta que llegue al último fin. Y esto no sucedería si el hombre participase de este auxilio a modo de cierto movimiento o pasión, y no como una forma permanente y afincada en él mismo; pues tal movimiento y tal pasión sólo estarían en el hombre cuando actualmente se dirigiese al fin. Cosa que el hombre no hace siempre, como vemos en los durmientes. En consecuencia, la gracia santificante es cierta forma y perfección que permanece en el hombre, incluso cuando no obra.

Además, el amor de Dios es causa del bien existente en nosotros, como el amor del hombre es provocado y causado por algún bien existente en el amado. Pero el hombre es provocado a amar especialmente a uno por algún bien especial preexistente en el amado. Según esto, donde se supone un amor especial de Dios al hombre es necesario suponer también un bien especial dado al hombre por Dios. Por tanto, como la gracia santificante indica, según se ha dicho, un amor especial de Dios al hombre, es preciso, por esa misma razón, que esto demuestre la existencia en el hombre de una bondad y una perfección especiales.

Cada cosa se ordena al fin que le conviene según la naturaleza de su forma, porque entre especies diversas los fines son distintos. Pero el fin a que se dirige el hombre mediante el auxilio de la gracia divina está sobre la naturaleza humana. Por tanto, es necesario añadir al hombre alguna forma y perfección sobrenaturales, mediante las cuales se disponga a dicho fin.

Además, es preciso que el hambre llegue al último fin mediante sus propias operaciones. Sin embargo, cada cual obra en conformidad con su propia naturaleza. Por consiguiente, para que el hombre llegue al último fin mediante sus propias operaciones, es preciso añadirle alguna forma por la cual reciban sus operaciones cierta eficacia para merecer el último fin.

Por último, la divina providencia provee a cada cual según su modo de ser, como consta por lo dicho (c. 71). Mas el propio modo de ser de los hombres requiere que, para perfeccionamiento de sus operaciones, haya en ellos, además de las potencias naturales, ciertas perfecciones y hábitos mediante los cuales obren el bien de modo connatural, fácil y deleitablemente, y procedan con rectitud. Por consiguiente, el auxilio de la gracia que el hombre recibe de Dios designa cierta forma y perfección existentes en el hombre.

De aquí que en la Sagrada Escritura se designe la gracia de Dios como cierta luz. Pues dice el Apóstol: “Fuisteis en algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor”. Y la perfección que impulsa al hombre hacia el último fin, consistente en la visión de Dios, se llama “luz”, la cual es principio del ver.

Con esto se refuta la opinión de quienes dijeron que la gracia divina no añade nada en el hombre, como tampoco se le añade nada a uno porque se diga que tiene la gracia del rey, sino sólo en el rey que ama. Pues es evidente que erraron por no tener en cuenta la diferencia entre el amor divino y el humano; porque el amor divino es causa del bien que ama en alguno, mientras que el humano no siempre lo es.

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