CAPÍTULO CIII: De qué manera las substancias espirituales obran algunas cosas admirables, pero que no son verdaderamente milagros

CAPÍTULO CIII

De qué manera las substancias espirituales obran algunas cosas admirables, pero que no son verdaderamente milagros

Sostiene Avicena que la materia, en la producción de algún efecto, obedece mucho más a las substancias separadas que a los agentes contrarios que actúan en ella. Y de ello deduce que por la influencia de dichas substancias se producen a veces determinados efectos en las cosas inferiores, tales como lluvias, curación de algún enfermo, sin que intervenga ningún agente corpóreo.

Y le sirve para demostrarlo nuestra alma, la cual, cuando goza de poderosa imaginación, es capaz de alterar al cuerpo con la sola aprehensión. Por ejemplo, cuando alguien anda sobre una viga que está en alto, cae fácilmente porque imagina el hecho por temor; porque si la viga estuviera en el suelo, donde no puede temer la caída, no caería de ella. Y es también evidente que el cuerpo se calienta por la sola aprehensión del alma, como les sucede a los sensuales o a los irascibles; o se enfría, como se da en los tímidos. Otras veces se altera el cuerpo por aprehensión a cierta enfermedad, por ejemplo, la fiebre o la lepra. Y, conforme a esto, dice que, si el alma es pura, libre de pasiones corporales y fuerte en su aprehensión, no sólo obedece a su aprehensión el propio cuerpo, sino también los demás; de modo que por su aprehensión sana enfermos o hace cosas semejantes. Y en esto pone la causa de la fascinación que se da cuando el alma de uno, afectada vehementemente de malevolencia, tiene impresión de algo malo hacia otro, principalmente hacia el niño, el cual recibe más fácilmente las impresiones a causa de la delicadeza de su cuerpo. Y de esto quiere deducir que, como las substancias separadas son las almas o motores de los orbes, tendrán mayor influencia para producir con su aprehensión ciertos efectos en las cosas inferiores sin que intervenga ningún agente corporal.

Pero esta suposición está en buena armonía con otras de sus opiniones. Porque afirma que todas las formas substanciales se comunican a las cosas inferiores mediante la substancia separada, y que los agentes corporales únicamente disponen la materia para que reciba la impresión del agente separado. Lo cual, efectivamente, no es cierto según la doctrina de Aristóteles, quien prueba en el VII de la “Metafísica” que las formas existentes en la materia no proceden de las formas separadas, sino de las formas que hay en la materia; de ahí la semejanza entre el que hace y lo hecho.

Incluso el ejemplo que toma de la impresión del alma en el cuerpo favorece muy poco su intento. Porque de la aprehensión no se sigue cambio alguno corporal si no va unida a ella alguna afección de gozo o de temor, de concupiscencia o de otra pasión cualquiera. Pues tales pasiones se dan con un determinado movimiento del corazón, cuya consecuencia ulterior es el cambio de todo el cuerpo según el movimiento local u otra alteración. Luego queda en pie que la aprehensión de la substancia espiritual no altera el cuerpo sino mediante el movimiento local.

Y lo que trae sobre la fascinación no sucede porque la aprehensión de uno cambie inmediatamente el cuerpo de otro, sino porque, mediante el movimiento del corazón, cambia al cuerpo unido; cambio que llega al ojo, por el cual puede inficionarse algo externo, sobre todo si el sujeto es fácilmente impresionable. Tal como el ojo de la mujer con menstruo inficiona el espejo.

Luego la substancia espiritual creada no puede por propia virtud introducir forma alguna en la materia corporal -como si la materia obedeciese para pasar al acto de cierta forma-, si no es mediante el movimiento local de algún cuerpo. Pues la substancia espiritual creada tiene poder para que el cuerpo le obedezca en cuanto a moverse localmente. Y moviendo localmente a algún cuerpo, le da ciertas actividades naturales para producir determinados efectos, tal como el herrero añade el fuego para ablandar el hierro. Y esto, hablando con propiedad, no es milagroso. Dedúcese, pues, que las substancias espirituales creadas no pueden hacer milagros por propia virtud.

Y digo “por propia virtud”, porque nada impide que tales substancias, obrando por virtud divina, hagan milagros. Como lo prueba el hecho de que hay, según dice San Gregorio, una jerarquía de ángeles especialmente deputada para hacer milagros (véase c. 80). Y dice también -en los “Diálogos”- que algunos santos “hacen algunas veces milagros por potestad” y no sólo por intercesión.

Se ha de tener en cuenta, sin embargo, que, cuando los ángeles o los demonios se valen de algunas cosas naturales para determinados efectos, úsanlos como ciertos instrumentos, tal como el médico se sirve de ciertas hierbas como de instrumentos para sanar. Pero del instrumento procede no sólo el efecto correspondiente a su virtud, sino también el que es superior a ella, puesto que obra en virtud de su agente principal. Porque la sierra o el hacha no podrían hacer un lecho si no obraran como movidas por el arte para tal efecto: y tampoco podría el calor natural engendrar la carne si no fuera por virtud del alma vegetativa, que se sirve de él como de un instrumento. Luego es conveniente que ciertos efectos más altos procedan de las mismas cosas naturales cuando las substancias espirituales se sirven de ellas como de ciertos instrumentos.

Así, pues, aunque dichos efectos no puedan llamarse realmente milagros -pues proceden de causas naturales-, sin embargo, respecto a nosotros son admirables por dos motivos. El primero, en cuanto que tales causas son aplicadas a sus propios efectos por las substancias espirituales de un modo desacostumbrado para nosotros; tal como resultan admirables para algunos las obras de artífices ingeniosos, porque desconocen su mecanismo. -El segundo, en cuanto que las causas naturales aplicadas a producir ciertos efectos reciben algo del poder de las substancias espirituales cuyos instrumentos son. Y esto ya está más próximo a la razón de milagro.

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