CAPÍTULO 9: Segunda vía de perfección: renuncia a los afectos sensibles y al matrimonio

CAPÍTULO 9

Segunda vía de perfección: renuncia a los afectos sensibles y al matrimonio

El modo más adecuado de exponer la segunda vía de perfección se encuentra en unas palabras de Agustín que dice en el XII De Trinitate: Tanto uno está más inserto en Dios cuanto menos amado es lo propio. Por consiguiente, el orden existente entre los bienes propios a que uno renuncia por amor de Dios determina el orden de aquellos por los que se llega a la perfecta inserción en Dios. La renuncia ha de comenzar por las cosas que nos están menos unidas. Por tanto, quienes aspiran a la perfección han de comenzar abandonando los bienes exteriores, que están separados de nuestra naturaleza.

En segundo término, hay que abandonar aquellas cosas en que estamos unidos por la comunión de naturaleza, por el parentesco y por cualquier forma de cercanía. Es lo que dice el Señor: Si alguien quiere venir en pos de mí y no aborrece a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y hermanas, no puede ser discípulo mío (Lc 14,26). A este propósito, dice Gregorio: Hay que averiguar cómo es que a nosotros a quienes nos es impuesto el mandamiento de amar a los enemigos, se nos manda aborrecer a los parientes y a los amigos según la naturaleza. Pero si prestamos atención a las palabras del precepto y actuamos con discernimiento, podemos cumplir ambas cosas. Es amado bajo forma de un cierto aborrecimiento aquel de quien no hacemos caso, porque él, pensando a lo humano, nos hace propuestas que contienen algún mal. Para con nuestros allegados, el discernimiento nos pide un tanto de odio, de modo que en ellos amemos lo que son y les tengamos aborrecimiento, porque nos hacen resistencia en el camino hacia Dios. Quien tiene ya ansia de lo eterno, para emprender la obra de Dios, debe situarse fuera del padre, fuera de la madre, fuera de la mujer, fuera de los hijos, fuera de los allegados, fuera de sí mismo. De este modo conocerá con mayor verdad a Dios mediante aquello mismo con lo que, por amor a él, no conoce a nadie. Es manifiesto que los afectos de la naturaleza golpean la intención y oscurecen su vigor de esclarecimiento.

Entre todas las vinculaciones con el prójimo, la de máxima potencia para sujetar el espíritu humano es la del afecto conyugal, hasta el punto de que, por boca de nuestro primer padre, está dicho: El hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer (Gén 2,24). Por lo cual quienes aspiran a la perfección tienen que prescindir ante todo del vínculo conyugal, porque este vínculo empuja con la máxima intensidad hacia las preocupaciones temporales. Ésta es la causa alegada por el Apóstol para justificar su consejo acerca de la guarda de la castidad; dice en efecto: El que no tiene mujer se preocupa de los asuntos del Señor, de cómo agradar a Dios; el que está casado anda preocupado en cosas del mundo (1 Cor 7,32-33). Por consiguiente, para que el hombre se dedique a Dios con mayor libertad y se le entregue con mayor perfección, la segunda vía para dicho fin es la guarda de perpetua castidad.

Este don de la continencia otorga también otra idoneidad para alcanzar la perfección. El espíritu del hombre encuentra dificultad para dedicarse libremente a Dios no sólo por el amor a las cosas exteriores, sino también, y en medida superior, a causa de la impetuosidad de las pasiones interiores. Entre estas pasiones, la más fuerte en dominar la razón es la concupiscencia de la carne y el placer sexual. Por lo cual dice Agustín: En mi opinión, nada es tan fuerte para derribar un ánimo varonil como los halagos de la mujer y aquella unión de cuerpos sin la cual es imposible tener mujer. Así, pues, la vía de la continencia es sumamente necesaria para conseguir la perfección. Es la vía aconsejada por el Apóstol, cuando dice: Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero doy un consejo como quien ha conseguido la misericordia de ser fiel (1 Cor 7,25).

Las ventajas de esta vía se ponen de manifiesto en el diálogo de los discípulos con Cristo; cuando le dijeron si tal es la condición del hombre respecto de la mujer, no tiene cuenta casarse, el Señor respondió: No todos entienden esta palabra, sino sólo aquellos a quienes ha sido concedido (Mt 19,10). De este modo hace ver lo difícil de esta vía; que para recorrerla no basta la común virtud de los hombres; que no se llega a poseerla sino en virtud de un don de Dios. Es lo que se lee en la Escritura: Me doy cuenta de que no puedo guardar continencia, a no ser que Dios me lo conceda; y esto mismo es muestra de gran sabiduría: saber de quién es don (Sab 8,21). En la misma línea está lo que dice el Apóstol: Quiero que todos sean como yo, que guardo la castidad, pero cada uno tiene su propio don, recibido de Dios: uno, éste; otro, aquél (1 Cor 7,7). Con lo cual queda claro que el bien de la continencia es atribuido a Dios.

Sin embargo, para que nadie se descuide en hacer los esfuerzos necesarios en orden a la consecución de dicho bien, el Señor exhorta a ello con lo que dice después. Comienza poniendo un ejemplo cuando dice: Hay eunucos que ellos mismos se hicieron tales. Y esto, como dice el Crisóstomo, no por amputación de miembros, sino por eliminación de pensamientos desordenados. Seguidamente el Señor hace la invitación y propone el premio, diciendo: Para conseguir el reino de los cielos. Ya antes había sido escrito: La generación casta recibe la corona de perpetuo triunfo, por haber ganado el premio en combate sin tacha (Sab 4,2). Finalmente, el Señor dice una palabra de exhortación: El que pueda entender que entienda. Jerónimo lo explica, diciendo: Es la voz del Señor que exhorta y que dirige a sus soldados un llamamiento para conseguir el premio de la castidad, como si dijera: quien pueda pelear que pelee, y se sobreponga y triunfe.

Si alguien pone objeción sobre la base de que Abraham, el cual fue perfecto, y de que otros antiguos justos no renunciaron al matrimonio, se puede responder claramente con lo que dice Agustín: La continencia es virtud no del cuerpo, sino del espíritu. Ahora bien, las virtudes del espíritu unas veces se manifiestan en las obras, otras quedan latentes en el espíritu […] Por lo cual, así como no es desigual el mérito de la paciencia en Pedro que padeció y en Juan que no padeció; tampoco es desigual el mérito de la continencia en Juan que no tuvo experiencia matrimonial, y en Abraham que engendró hijos. El celibato del uno y el matrimonio del otro prestaron servicio a Cristo, de acuerdo con lo que convenía en cada tiempo […] Diga, pues, el cristiano que guarda continencia: yo no soy mejor que Abraham; pero es mejor la castidad de los célibes que la castidad de los casados, de las cuales Abraham practicó una, poseyendo las dos de manera habitual: vivió conyugalmente casto. Pudo vivir casto, sin el matrimonio; pero entonces esto no era conveniente. Para mí, no contraer las nupcias en que Abraham vivió, es más fácil que vivir en el matrimonio de la manera como Abraham vivió. Soy, por tanto, mejor que quienes, a causa de su incontinencia, no pueden lo que puedo yo; pero no soy mejor que quienes, por la diversificación del tiempo, no hicieron lo que hago yo. Lo que yo hago ahora, ellos lo habrían hecho mejor, si entonces hubiese sido necesario hacerlo. En cambio lo que ellos hicieron, yo no sería capaz de hacerlo como ellos, aunque fuese necesario hacerlo ahora.

Esta solución, dada por Agustín, concuerda con lo dicho anteriormente acerca de la observancia de la pobreza. [Abrahán] tenía en su espíritu tanta perfección que, ni por la posesión de riquezas ni por el uso del matrimonio, su mente flaqueaba en el perfecto amor a Dios. Si alguien, careciendo de ese grado de virtud, pretendiese alcanzar la perfección manteniendo la posesión de riquezas y usando el matrimonio, quedaría convicto de errar presuntuosamente, desestimando los consejos del Señor.

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