CAPÍTULO 4: Al religioso, ¿le está permitido predicar y oír confesiones?

CAPÍTULO 4

Al religioso, ¿le está permitido predicar y oír confesiones?

Además de poner empeño en impedir que los religiosos produzcan fruto en la Iglesia proponiendo la enseñanza de la Sagrada Escritura, tienen otro proyecto más pernicioso aún, que es apartarlos de la predicación y del ministerio de las confesiones para que tampoco puedan ofrecer frutos al pueblo exhortando a las virtudes y desarraigando los vicios. Con ello muestran ser perseguidores de la Iglesia. Viene a ser lo que dice Gregorio a propósito del «quasi capitio tunicae» [como cuello de la túnica], a saber: Los perseguidores de la Iglesia se proponen ante todo y de manera especial arrebatarle la palabra de la predicación.

[Argumentos del impugnador. Primera serie]

Alegan, en primer lugar, la norma del derecho acerca de la diversa situación del clérigo y del monje. Efectivamente, los clérigos apacientan; yo —o sea, el monje— soy apacentado. Y, junto con ello, lo siguiente: Lo propio de los monjes se expresa con palabra de subordinación; no les corresponde ni enseñar, ni presidir, ni apacentar a otros. Ahora bien, predicar es apacentar al pueblo con la palabra de Dios. A propósito de las palabras «apacienta mis ovejas» (Jn 21,16 y 17), dice la Glosa: Apacentar las ovejas significa confirmar a los creyentes para que no decaigan. Por consiguiente, los monjes y los restantes religiosos, que se rigen todos por el derecho de los monjes, no pueden predicar.

Esto mismo se encuentra de manera más explícita en otro pasaje que dice: Decretamos que, aparte de los sacerdotes del Señor, nadie se atreva a predicar, sea laico, sea monje, y cualquiera que sea el título científico de que pueda gloriarse’. Poco antes estaba dicho ya: Hemos decidido que los monjes no se ocupen nunca más de predicar al pueblo.

Alegan también la autoridad de Bernardo, el cual, exponiendo el Cantar, dice: El predicar no le conviene al monje, no es apropiado para el novicio, ni se permite a quien no ha sido enviado.

Quienes apacientan al pueblo con la palabra de Dios, deben apacentarlo también suministrándole lo necesario para vivir. A propósito de «apacentar mis ovejas» (Jn 21,17), dice la Glosa: Apacentar las ovejas es confirmar a los creyentes para que no decaigan; es también suministrar a los súbditos, si fuese necesario, los recursos terrenos. Ahora bien, los religiosos, por hacer profesión de pobreza, no pueden suministrar recursos temporales. Por consiguiente, no pueden apacentar predicando la palabra de Dios.

En Ez 34,2 se dice: ¿Acaso no son los rebaños los apacentados por los pastores? Ahora bien, como la Glosa dice a propósito de esas palabras, en «pastores» están indicados los obispos, los presbíteros y los diáconos a los cuales se da encomienda de la grey. Los religiosos, no siendo ni obispos, ni presbíteros, ni diáconos que tengan encomienda pastoral, no pueden predicar.

En Rom 10,15 se dice: ¿Cómo van a predicar si no son enviados? Ahora bien, enviados por el Señor han sido solamente los doce apóstoles (cf. Lc 9,1-6) y los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10,1-20). La Glosa explica esto diciendo: Así como en los apóstoles están expresados los obispos, de modo semejante, en los setenta y dos lo están los presbíteros de segundo «grado» que son los párrocos. En 1 Cor 12,28, el Apóstol hace mención también de «quienes prestan ayuda», los cuales, según la Glosa, son aquellos que prestan ayuda a otros mayores, como Tito a Pablo y los arciprestes a los obispos. Por consiguiente, los religiosos, que no son ni obispos, ni párrocos, ni arciprestes, no deben predicar.

En el Decreto se dice: Los corepíscopos están prohibidos tanto en esta sagrada Sede como por los obispos del mundo entero; su institución está sin probar y se presta al mal. Y un poco más adelante añade: Entre los discípulos del Señor no conocemos más que dos órdenes, o sea, el de los doce apóstoles y el de los setenta y dos discípulos. De dónde haya procedido este tercero no lo sabemos; y lo que carezca de razón, debe ser suprimido. Por lo cual el ‘orden’ de los religiosos que predican sin ser obispos, sucesores de los apóstoles, o párrocos, que son los sucesores de los setenta y dos discípulos, debe ser extirpado (debet extirpari).

Dionisio dice que el orden de los monjes no debe ejercer prelacía, o según otra traducción, no debe tener función directiva. Ahora bien, la enseñanza y la predicación conducen a Dios. Por consiguiente, los monjes y los demás religiosos que se rigen por un mismo derecho, no deben ni predicar ni enseñar.

La jerarquía eclesiástica está organizada a imagen de la celeste, de acuerdo con lo que se dice en Ex 25,40: fíjate y haz según el modelo que te fue mostrado en el monte. En la jerarquía celeste un ángel de orden inferior nunca realiza un ministerio de otro superior. Ahora bien, dado que el orden monástico pertenece al número de los inferiores, ni los monjes ni los otros religiosos deben ejercitarse en la predicación, que es ministerio más alto y pertenece a un orden más alto, es decir, al de los obispos y de los otros prelados.

Si el religioso predica, hace su predicación o bien con poder, o bien sin poder. Si predica careciendo de potestad, es un pseudoapóstol. Si tiene potestad para ello, puede exigir los subsidios [procurationes]. Ahora bien, el Señor, cuando envió a los apóstoles a predicar, les mandó que no llevasen nada para el camino, fuera de un bastón, como se lee en Mc 6,8. La Glosa explica que por bastón se entiende la potestad de percibir lo necesario [para vivir]; y esto deberán ofrecerlo los subordinados. Ahora bien, esto no guarda armonía con la vida de los religiosos porque, si se admite, las iglesias estarían obligadas a ofrecer múltiples subsidios. Los religiosos, por tanto, no deben predicar.

Los obispos tienen un poder de predicar superior al de los religiosos, los cuales no tienen cura pastoral. Ahora bien, los obispos no pueden predicar fuera de su respectiva diócesis, a no ser que otros obispos o presbíteros se lo pidan. Por lo cual el derecho establece que ningún primado, ningún metropolitano, ningún obispo vaya a la ciudad de otro, ni se acerque a lo que no queda dentro de su demarcación. Esto mismo es mandado a propósito de numerosos temas. Por consiguiente, tampoco los religiosos, los cuales no tienen en modo alguno diócesis ni parroquias, deberán predicar, si no son invitados.

El predicador no debe edificar sobre fundamento ajeno, ni gloriarse por comunidades que no son suyas, para asemejarse al Apóstol que dice: Al predicar el evangelio, busqué anunciarlo donde Cristo era desconocido para no edificar sobre fundamento ajeno (Rom 15,20). Dice también: No nos gloriamos desmedidamente en trabajos ajenos (2 Cor 10,15). La Glosa entiende que sería gloriarse desmedidamente, hacerlo cuando fue otro quien puso el fundamento de la fe. Y en relación con las palabras no gloriándonos de lo que otros han hecho (2 Cor 10,16), dice también la Glosa que otros son los que tienen régimen de vida distinto. Por consiguiente quienes no tienen cura pastoral, no deben predicar a comunidades encomendadas a otros, sino echar los cimientos de la fe entre infieles.

[Segunda serie de argumentos]

Se esfuerzan también por mostrar que los religiosos no pueden oír confesiones.

Hay que tener en cuenta preceptos del Decreto. Con toda firmeza y determinación mandamos a todos que nadie encomiende al monje [el sacramento de] la penitencia. Y también: Ningún monje tenga el atrevimiento de dar la penitencia, ni de ser padrino en el bautismo, ni de bautizar, ni de visitar al enfermo [dar la unción], ni de dar sepultura al difunto, ni de entrometerse en negocios, cualesquiera que éstos sean.

Se dice también: Prohibimos a los abades y a los monjes administrar la penitencia pública, visitar a los enfermos y practicar las unciones, etc. De todo lo cual se deduce que a los monjes y a los demás religiosos, cuyo régimen jurídico es uno mismo, no les está permitido oír confesiones.

A los rectores de Iglesias les está mandado: Sé diligente en conocer el rostro de tu oveja (Prov 27,23). La Glosa lo explica así: Sé diligente en la cura pastoral de aquellos a quienes te corresponda presidir; pon atención a sus actos y procura corregir pronto los vicios que en ellos encuentres. Ahora bien, los pastores de la Iglesia no pueden conocer ni los actos ni los vicios de sus subordinados, a no ser mediante la confesión. Por consiguiente no deben hacer la confesión más que con sus rectores [sus párrocos].

En el concilio general [cuarto de Letrán] Inocencio III manda: Todos los fieles de ambos sexos, después de haber llegado al uso de la razón, tienen el deber de confesar, una vez al año, sus hechos, es decir sus pecados, al sacerdote propio. Por consiguiente, si alguien, distinto del sacerdote propio, pudiera oír las confesiones y absolver a algún penitente, éste no tendría deber de confesarse una vez al año con el sacerdote propio: lo cual es contrario al pasaje alegado. Puesto que los religiosos, por no tener cura pastoral, no son el sacerdote propio, no pueden ni oír confesiones ni absolver.

De lo dicho se deduce que los fieles deben recibir los sacramentos de sus sacerdotes propios como se dice en la decretal citada. Ahora bien, los sacramentos de la Iglesia sólo pueden ser administrados a quien es digno. Pero no es posible saber si alguien es digno, a no ser conociendo su conciencia mediante la confesión. Por consiguiente los sacerdotes [párrocos] deben oír las confesiones de los súbditos; lo cual implica que otros no pueden absolverlos.

En la Iglesia hay que evitar no sólo el mal, sino también las ocasiones de que ocurran males. Como dice el Apóstol, «hay que quitar el pretexto» (2 Cor 11,13). Si alguien pudiera confesarse con un sacerdote distinto del propio, muchos podrían decir que se habían confesado, y, así, acercarse a los sacramentos sin confesión. El propio sacerdote no podría apartar de la recepción de los sacramentos a quienes se ocultan bajo el pretexto de haber hecho la confesión a otros. Por consiguiente, de ningún modo debe ocurrir que los religiosos, sin ser sacerdotes propios, oigan confesiones.

La absolución de los penitentes es incumbencia de quien tiene poder para corregirlos. Pero, como dice Dionisio, la corrección no compete a los monjes, sino a los sacerdotes. Por tanto, los religiosos no pueden absolver a los penitentes.

Dado que los religiosos no tienen encomendadas unas determinadas provincias, o diócesis, o parroquias, si pueden predicar y oír confesiones, podrán hacerlo en el mundo entero. Tienen, por consiguiente, una potestad de mayor amplitud que los obispos, o los primados, o los patriarcas, los cuales no son gobernantes de la Iglesia universal. Incluso el Papa prohíbe que se le llame pontífice universal, de acuerdo con lo que está ya dicho, a saber: Ningún patriarca use título de universalidad. La norma se repite en el capítulo siguiente.

[Tercera serie de argumentos]

Ponen también gran empeño en mostrar que los religiosos no pueden predicar ni oír confesiones ni siquiera por comisión de los obispos.

Dicen, en efecto: lo que uno da, ya no lo tiene. Si, pues, los obispos encomiendan a los sacerdotes la cura pastoral de las feligresías parroquiales, en lo sucesivo ya no les incumbe a ellos la cura pastoral de esas feligresías. Por consiguiente, no es posible que, por autorización de ellos, otros prediquen u oigan confesiones dentro de los límites parroquiales, a no ser quienes sean llamados por el párroco.

Cuando el obispo encomienda al sacerdote la cura pastoral, él se exonera a sí mismo y toda la responsabilidad carga sobre el sacerdote a quien ha sido encomendada la cura, de acuerdo con lo que se dice en 1 Re 20,39: Guarda a este hombre, y si llega a huir, tu vida será por la suya. De otro modo, los obispos correrían gran peligro, pues tendrían que sostener el insoportable peso de toda la multitud. Por consiguiente, los obispos ya no necesitan intervenir en las feligresías que han encomendado a los sacerdotes.

El obispo está sometido al arzobispo, y los sacerdotes al obispo de manera semejante. Ahora bien, los arzobispos no pueden intervenir en aquellas cosas que están sometidas a los obispos, a no ser en caso de negligencia de éstos. Está mandado: El arzobispo no intervenga para nada en asuntos pertenecientes a los obispos, a no ser que éstos lo aconsejen. Por consiguiente, tampoco los obispos tienen potestad alguna en relación con las feligresías sometidas a los párrocos sin el consentimiento de ellos, a no ser que ellos sean negligentes o hagan mal.

Los párrocos son esposos de las Iglesias que les han sido encomendadas. Si, por comisión de los obispos, otros predican u oyen confesiones en las feligresías encomendadas a los susodichos sacerdotes, una sola Iglesia tendrá muchos maridos, lo cual es contrario a lo establecido, a saber: Así como la esposa de alguien no puede ser adúltera sino en relación a su propio marido, mientras éste vive, y así como tampoco está sometida a juicio o proyectos de nadie, si el propio marido no lo permite: de manera semejante, la esposa del obispo, que —como se entiende sin posible duda— es su Iglesia o su parroquia, no puede estar sometida, sin su consentimiento y voluntad, al juicio o a los proyectos de otro, ni le es permitido cohabitar con él o ser gobernada por él. Y esto es válido no sólo para los obispos, sino también para cualesquiera ministros de la Iglesia, como Graciano demuestra en los capítulos siguientes al citado.

[Cuarta serie de argumentos]

Ponen también empeño en mostrar que los religiosos no pueden predicar ni oír confesiones, ni siquiera por privilegio de la Sede Apostólica. La autoridad de la Sede romana no puede establecer o cambiar cosa alguna contra lo estatuido por los padres: contra statuta patrum. Éste es un precepto en vigor. Si, pues, lo estatuido por los padres es que nadie, exceptuados los sacerdotes del Señor, predique ni oiga confesiones, a nadie puede ser concedido esto, ni siquiera por privilegio del Papa.

Existe también este precepto, a saber: Si, lo que Dios no quiera, intentase —se habla del romano pontífice— suprimir lo que los apóstoles y profetas enseñaron, quedaría convicto de que no pronuncia una sentencia, sino que comete un error. Puesto que el Apóstol manda que nadie se gloríe en feligresías ajenas, si el Papa concede un privilegio contrario a esto, queda convicto de error.

En el derecho está escrito que si el príncipe permite a alguien edificar en lugar público, se presupone que esto se hace sin perjuicio de terceros. En relación con los eclesiásticos dice Gregorio: Así como defendemos lo nuestro, así también mantenemos los derechos de cualesquiera Iglesia; ni por favoritismo concederé a otro más de lo que merece, ni por antipatía negaré a nadie lo que le pertenece. Ahora bien, el hecho de que alguien predique en parroquia de otro u oiga confesiones sin habérselo pedido a él, va en perjuicio del párroco. Por consiguiente aunque sea concedido a alguien que predique o que oiga confesiones, no puede realizar esto sin consentimiento del párroco.

[Aunque el príncipe conceda a alguien libertad de otorgar testamento, no concede nada diferente del ordinario y legítimo poder de testar]. No se puede pensar que el príncipe romano, a quien corresponde defender los derechos y la observancia de todo lo relativo a testamentos, a lo cual se ha llegado después de mucho pensar durante muchas horas de vela, pretenda echarlo abajo con una sola palabra: según se hace notar en múltiples documentos. De manera semejante, cuando el Papa concede que algunos prediquen u oigan confesiones, debe ser entendido a tenor de la norma vigente, o sea, que se ejerciten en eso, contando previamente con los párrocos.

El monje que recibe el sacerdocio, no tiene poder de ejercer el ministerio, como, por ejemplo, administrar los sacramentos, hasta que le sea concedida la institución canónica en relación con un determinado grupo de fieles, según el derecho mismo establece. Por consiguiente, aun cuando, por privilegio papal, algunos reciban encomienda de predicación, no pueden hacerla efectiva antes de que las feligresías les sean encomendadas.

Ni el Papa, ni mortal alguno, puede cambiar o echar por tierra la jerarquía de institución divina propia de la Iglesia, puesto que a ningún prelado le fue concedida potestad para destruir, sino para edificar, de acuerdo con 2 Cor 10,6. Ahora bien, el orden establecido por la jerarquía eclesiástica es éste: que los monjes y los religiosos se encuadren en el orden de los que han de ser perfeccionados, como consta por Dionisio. Por consiguiente, ni el Papa mismo puede cambiar esto, haciendo que los religiosos tengan ministerio de perfeccionar.

[Quinta serie de argumentos: un argumento general]

Quieren también hacer ver que a los religiosos no les está permitido pedir que los párrocos o los obispos les concedan licencias de predicar y de oír confesiones, porque el intento de introducirse en los ministerios eclesiásticos es muestra de ambición. Por lo cual está dicho: Cuando es preceptuado un puesto superior, quien obedece para asumirlo, anula su virtud de obediencia, si lo hace por gusto propio. Ahora bien, predicar y oír confesiones es un ministerio eclesiástico. Por consiguiente, los religiosos no pueden pedir licencias de predicar ni de oír confesiones. Esto pueden hacerlo solamente cuando se les pide.

[Planteamiento correcto de la cuestión]

Enseña Boecio que la senda de la fe es la media entre dos herejías, a la manera como las virtudes tienen como propio el medio: efectivamente, toda virtud muestra su belleza cuando se sitúa en el medio de las cosas. Por lo cual, quien hace algo que va más allá, o se queda más acá de lo debido, se aparta de la virtud. Veamos, pues, qué es lo que, en relación con el tema, va más allá o se queda más acá de la verdad, conscientes de que todo eso es error; y mantengamos la vía media de la verdad de la fe. Hubo, y todavía los hay, herejes que vinculaban el poder del ministerio eclesiástico con la santidad de vida. Según ellos, quien no vive en santidad pierde también el poder del orden [sacerdotal]; y quien brilla por santidad tiene también el poder del orden. Ahora no es posible tratar el tema. Baste dar por supuesto que eso es un error. En dicho error tuvo origen la pretensión de algunos, principalmente monjes, que, presumiendo de su propia santidad, usurpaban caprichosamente los oficios propios de los ministros de la Iglesia. En concreto, absolvían a los pecadores y predicaban, sin autorización de obispo alguno: lo cual no les estaba permitido. Acerca de ello está escrito: Ha llegado a nuestro conocimiento una cosa bien extraña; en vuestra parroquia algunos monjes y abades, en contra de lo decretado por los santos padres, se apropian con arrogancia los derechos y los ministerios del obispo, como son imponer la penitencia, conceder el perdón de los pecados, reconciliar, recibir diezmos. Sin autorización del obispo o de la Sede Apostólica, no tengan en absoluto la presunción de hacer esto.

Sin embargo, algunos, demasiado incautos, para evitar este error, cayeron en el contrario. Enseñan, en efecto, que los monjes y los religiosos no son idóneos para desempeñar tales ministerios, aunque lo hagan con autorización de los obispos. Por eso, se lee: Hay quienes, sin fundamento alguno, arrastrados por celo amargo, más que por caridad, enseñan, con suma audacia, que los monjes, puesto que viven para Dios, muertos al mundo, son indignos de recibir los poderes del oficio sacerdotal. No pueden, por tanto, imponer la penitencia ni otorgar la cristiandad [bautizar], ni dar la absolución en virtud del poder del oficio sacerdotal que les ha sido comunicado según designio divino. Pero se equivocan por completo.

Hay quienes introducen un nuevo error, llegando a una audacia tan extremada como es enseñar que los religiosos no pueden predicar ni oír confesiones, no sólo porque ellos carecen de este poder, sino porque, además, tampoco los obispos pueden dárselo, sin el consentimiento del párroco. Hay algo todavía peor; dicen, en efecto, que no puede serles concedido ni por privilegio de la Sede Apostólica. Y así, por camino contrario, se llega a idéntico fin. Es claro que recortan la potestad eclesiástica, como hacen quienes piensan que dicha potestad consiste en vida santa.

[Santo Tomás propone el temario] Para eliminar de raíz este error hay que proceder de acuerdo con este orden:

Primero, mostraremos que los obispos y los prelados de rango superior pueden predicar y absolver a quienes están bajo la autoridad de los párrocos, sin necesitar consentimiento de los párrocos mismos;

Segundo, que esto mismo pueden encomendarlo a otros;

Tercero, que, por el bien de las almas, es conveniente encomendarlo a otros distintos de los párrocos;

Cuarto, que los religiosos son idóneos para desempeñar estos ministerios por comisión de los prelados;

Quinto, que es saludable la institución de una orden religiosa para cumplir estos ministerios, previa licencia de los prelados;

Sexto, se dará respuesta a los argumentos que han sido alegados en favor de la parte contraria.

[Exposición doctrinal del pensamiento de Santo Tomás]

Los obispos pueden predicar y absolver sin contar con los párrocos. En la parroquia encomendada a un sacerdote, el obispo conserva su potestad. Prueba de ello es la norma siguiente: Según resolución que viene de antiguo, todos los asuntos de Iglesia caen bajo la ordenación y la potestad del obispo. Y lo mismo se repite en el capítulo siguiente. Ahora bien, las cosas temporales de la Iglesia se ordenan a las espirituales. Por consiguiente, con mucho mayor motivo los asuntos espirituales de las parroquias están encomendados al obispo.

A este respecto, es preciso señalar algunas normas. Bajo la presidencia y garantía del obispo, cada parroquia será gobernada por el sacerdote o por otros clérigos que él, puesto en presencia de Dios, designe. Y en el capítulo siguiente se dice que todo debe estar organizado y dispuesto de acuerdo con el parecer y bajo la potestad del obispo, a quien están encomendadas las almas de todo el pueblo. Más aún, el sacerdote a quien una parroquia es encomendada, no puede hacer cosa alguna en la Iglesia sin licencia especial, o, al menos, general del obispo. De aquí la norma: Todos los fieles, muy especialmente todos los presbíteros y diáconos y los restantes clérigos, han de poner cuidado en no hacer nada sin licencia del obispo: sin contar con el obispo ningún presbítero celebre la misa en su parroquia, ni bautice, ni haga cualquier otra cosa sin su autorización. Queda, pues, claro que, en la parroquia encomendada a un presbítero, el obispo tiene una potestad superior a la del sacerdote, el cual no puede hacer nada en ella sin la autorización del obispo.

En 1 Cor 1,2 se contienen las palabras: En cualquier lugar de ellos y nuestro. A propósito de ellas dice la Glosa: es el lugar que, en primer término, me ha sido encomendado a mí; y habla de sufragáneos, o sea, de parroquias sometidas a la Iglesia de Corinto, como consta igualmente por la Glosa 166. Ahora bien, dado que, según Lc 10, los obispos son sucesores de los apóstoles y heredan su ministerio 167, es evidente que la parroquia está encomendada al obispo de manera más principal que al párroco. No se puede pensar que [la parroquia] en un tiempo anterior haya estado encomendada al Apóstol y que, después, él la haya hecho pasar a otro. En efecto, no podría decir en todo lugar de ellos y nuestro, si en el momento en que empezó a ser de ellos, hubiese dejado de pertenecerle a él.

Entre los corintios, Apolo era un presbítero que les administraba los sacramentos, como consta por 1 Cor 3,6, donde se lee que Apolo regó, lo cual quiere decir bautizó. A pesar de ello, no cabe la menor duda de que el Apóstol seguía ocupándose de los Corintios, como lo muestran diversas expresiones suyas, por ejemplo: todo lo demás lo resolveré cuando vaya ahí (1 Cor 11,34). También yo, si algo he perdonado, lo hice por vosotros en persona de Cristo (2 Cor 2,10). ¿Qué queréis? ¿Que vaya a vosotros con la vara? (1 Cor 4,6). Conforme a la regla que Dios nos ha dado como medida para llegar hasta vosotros (2 Cor 10,13). Os escribo, estando ausente, para que, cuando esté presente, no tenga que usar de severidad en el ejercicio de la potestad —según la Glosa la de atar y desatar— que el Señor me dio (2 Cor 13,10). Es, por tanto, evidente que los obispos conservan completa su potestad en las agrupaciones de fieles encomendadas a sacerdotes.

Los sacerdotes suceden en el puesto de los setenta y dos discípulos, los obispos, en cambio, son sucesores de los apóstoles, como, en relación con Lc 10,1, dice la Glosa. Es totalmente absurdo [absurdissimum] querer decir que los apóstoles no podían absolver, o ligar, o hacer otras cosas por el estilo sin el consentimiento de los setenta y dos discípulos: que es lo que deberán decir, si lo dicen en relación con obispos y presbíteros.

Según Dionisio, el orden de los pontífices [obispos] se caracteriza por ser perfectivo, el de los sacerdotes por ser iluminativo y el de los ministros [diáconos] por ser purgativo. Sin embargo, el orden jerárquico, o sea el de los pontífices, además de perfeccionar, también ilumina y purga; el orden de los sacerdotes ilumina, pero purga también. Señalando la causa, añade: Quienes tienen poder inferior no pueden propasarse a las cosas mejores, porque sería una forma de injusticia ambicionar esa grandeza. En cambio los poderes más altos están capacitados para lo propio y para lo de orden inferior, como se comprueba por la exposición de Máximo que se encuentra allí mismo. Queda, pues, claro que así como el sacerdote puede todo lo que puede el diácono, así también el obispo puede todo lo que puede el sacerdote, y aún más. Como el sacerdote puede leer el evangelio en la Iglesia sin necesidad de pedirlo al diácono, así el obispo puede absolver y administrar los otros sacramentos de la Iglesia sin necesidad de pedirlo al párroco.

Quien puede hacer algo sirviéndose de otro puede hacerlo por sí mismo. Ahora bien, está dicho que, cuando los presbíteros absuelven a sus súbditos, son los obispos quienes absuelven por medio de ellos. Según Dionisio, aquel a quien nosotros llamamos sumo sacerdote, purgando o iluminando a través de sus ministros o sacerdotes, es quien purga e ilumina, pues los demás descargan en él sus propias acciones sagradas. Por consiguiente, el obispo puede, cuando quiera, absolver a los súbditos del sacerdote o predicarles directamente.

A los prelados de las Iglesias [a los obispos] les es debida obediencia por sus súbditos, en cuanto que deben llevar cuenta de éstos. A propósito de las palabras obedeced a vuestros jefes y estadles sometidos, pues ellos velan por vosotros, como quienes han de dar cuenta de vuestras almas (Heb 13,17), la Glosa entiende que lo de «velar por los fieles» significa mostrarles la solicitud pastoral mediante la predicación. Ahora bien, en la parroquia, cualquier fiel tiene mayor obligación de obedecer al obispo que al párroco, pues, como dice la Glosa, el deber de obediencia es mayor respecto de una autoridad superior que respecto de la inferior: más debida al procónsul que al mayordomo y al emperador más que al procónsul. Esto es inherente al orden de la potestad y ese orden es más exigente en lo espiritual que en lo temporal. Por consiguiente, los obispos, por estar constituidos en potestad superior, tienen, respecto de los súbditos, un deber de cura pastoral superior al de los párrocos. A la cura pastoral pertenece lo que se dice en Prov 27,23: Sé diligente en conocer el rostro de tu oveja. Lo cual se consigue principalmente oyendo las confesiones. Por lo tanto, los obispos pueden oír las confesiones de los fieles de la parroquia con mayor razón que los párrocos.

Los presbíteros son cooperadores de los obispos, porque éstos no pueden, ellos solos, llevar todo el peso del pueblo, de modo semejante a como los setenta y dos ancianos fueron dados a Moisés como auxiliares, según está narrado en Núm 11. Por lo cual el obispo, en la ordenación de sacerdotes, después de haber señalado este ejemplo y algunos otros, añade: Cuanto mayor es nuestra fragilidad, tanto más necesitamos de estas ayudas. Ahora bien, aquel a quien es dado alguien como auxiliar, no pierde el poder de actuar, cuando a él le parezca. Más aún, él es quien actúa de manera principal, mientras que el auxiliar es un agente subordinado. Los obispos, por tanto, pueden realizar todo lo perteneciente a la cura pastoral del pueblo, sin necesidad del consentimiento del párroco y con mayor razón que los párrocos.

En la Iglesia, los obispos representan a Jesucristo nuestro Señor. Dionisio dice: El orden primero de pontífices, el establecido por Dios, es el más sublime y supremo. Por referencia a él llega a perfección y se hace efectiva toda la organización de nuestra jerarquía. Así como vemos la jerarquía consumada en Jesús, así también, de manera semejante, [vemos] la de cada Iglesia [consumada] en el propio, divino y sumo sacerdote, o sea, en el obispo. De acuerdo con esto, en 1 Pe 2,25, por referencia a Cristo, se dice: Os habéis vuelto al pastor y obispo de vuestras almas. Esto es verdadero principalmente en relación con el Romano Pontífice, ante quien —como dice Cirilo— todos, por derecho divino, inclinan la cabeza y le obedecen como al mismo Señor Jesús. Y el Crisóstomo entiende que las palabras apacienta mis ovejas (Jn 21,17) quieren decir: en lugar mío preside y sé cabeza de los hermanos. Es, por consiguiente, ridículo y próximo a blasfemia decir que el obispo no puede, en su diócesis, usar el poder de las llaves, como podría Cristo mismo.

Para que alguien pueda absolver en el foro penitencial, basta que tenga el poder de las llaves y la jurisdicción, mediante la cual le es asignada la materia, a la manera como, respecto a los otros sacramentos, puede actuar quien posee la potestad de orden y cuenta con la debida materia, supuesta la debida intención y la forma sacramental. Esto está en su poder siempre. Ahora bien, el obispo, por ser sacerdote, posee las llaves; tiene también jurisdicción sobre cualquiera de su diócesis: de otro modo, no podría excomulgarlos ni hacerlos comparecer ante él. Por consiguiente, puede, en el foro penitencial, absolver a cualquiera de su diócesis, sin pedir el consentimiento de sacerdote alguno.

La razón por la que parece necesario que los párrocos oigan las confesiones de los súbditos, es que les administran el sacramento de la eucaristía, o sea, un sacramento que no debe ser recibido por quienes están en pecado mortal. Pero, de manera semejante, tampoco el sacramento de la confirmación y del orden pueden ser recibidos en pecado mortal, puesto que son sacramentos que presuponen la gracia. Ahora bien, estos sacramentos son administrados solamente por los obispos. Así, pues, por igual motivo, compete a los obispos oír las confesiones de sus diocesanos.

Nadie puede reservar para sí lo que no está en su poder. Ahora bien, como la común costumbre lo muestra, los obispos pueden reservarse casos, los que ellos decidan, para absolución de los cuales es preciso recurrir a ellos. Por consiguiente, ya antes de habérselos reservado estaban en su poder. Así, pues, también de los otros casos pueden dar la absolución cuando quieran.

Según Dionisio, en nuestra jerarquía la potestad del obispo es una potestad universal; en cambio, la del sacerdote y de los ministros es potestad particular. Ahora bien, los filósofos han demostrado que la virtud universal actúa sobre lo que está sometido a una virtud particular con mayor eficacia que esa virtud particular. Por consiguiente, el obispo tiene un poder de las llaves sobre quienes están sometidos a los sacerdotes y puede ejercitarlo con mayor eficacia que los sacerdotes mismos.

Nadie puede dar lo que no tiene. Ahora bien, es al obispo a quien compete dar a los sacerdotes la potestad que tienen. En el orden espiritual, ningún don se pierde, cuando es dado, porque los dones espirituales son comunicados mediante la acción de quien da sobre quien recibe, y el agente, o sea, quien da, no pierde su virtud por el hecho de actuar. Por consiguiente, el obispo tiene todo el poder que tiene el párroco.

Por comisión de los obispos, pueden algunos predicar y oír confesiones en las parroquias de los sacerdotes. En el derecho está mandado que los obispos escojan varones idóneos para ejercer fructuosamente el oficio de la predicación. Y añade: Mandamos que en las catedrales y en las otras Iglesias conventuales estén a punto varones idóneos entre los cuales los obispos escojan auxiliares y cooperadores no sólo en el ministerio de la predicación, sino también en el de oír confesiones, en señalar las obras de penitencia y todo lo que pertenece a la salvación de las almas. Por donde se ve que los clérigos de las Iglesias conventuales de una diócesis, los cuales no son párrocos, pueden, con la autorización del obispo, predicar y oír confesiones.

El derecho establece también lo siguiente: Sean excomulgados todos aquellos que tengan el atrevimiento de predicar en privado o en público, si esto les ha sido prohibido y si no son enviados mediante autorización recibida de la Sede Apostólica o de un obispo católico. De donde se deduce que el Papa o el obispo pueden dar a alguien autorización para predicar.

Consta que los apóstoles, de quienes los obispos son sucesores, yendo por ciudades y caseríos conferían la ordenación a presbíteros que residían de continuo en medio del pueblo que les estaba sometido, y, sin embargo, enviaban también a otros a predicar y a ejercer los otros ministerios conducentes a la salvación de las almas. A este propósito, es posible leer cosas como las siguientes: Os envié a Timoteo, que es mi hijo amado y fiel en el Señor para que os oriente dándoos a conocer mis enseñanzas acerca de Cristo (1 Cor 4,17). Rogué a Tito y envié con él a otro hermano (2 Cor 12,18), o sea, a Bernabé o Lucas, según la Glosa. Por este motivo te dejé en Creta… (Tit 1,5). Luego también otros distintos de los párrocos pueden, por comisión de los obispos, predicar y oír confesiones.

Predicar y oír confesiones son ministerios que requieren jurisdicción o jurisdicción y orden juntamente. Ahora bien, cosas de éstas pueden ser encomendadas a quienes están ordenados. Por consiguiente, dado que el obispo puede, como se demostró anteriormente, predicar y oír confesiones en la parroquia sin el consentimiento del párroco, esto mismo podrá hacerlo cualquier otro comisionado por él.

En la Iglesia de Roma existe la costumbre de que quienes van allí consiguen de los penitenciarios del Papa cartas por las que se les permite confesarse con un sacerdote cualquiera. Los legados del Papa y los penitenciarios de ellos oyen confesiones sin pedir licencia a los párrocos y, también con autoridad del Papa, predican en todas partes. Queda, pues, claro que predicar y oír confesiones puede ser encomendado a otros sin consentimiento de los párrocos.

Los religiosos son idóneos para recibir comisión relativa a los susodichos ministerios. Está mandado que los monjes y los abades, sin licencia del propio obispo, no pretendan en absoluto administrar la penitencia. De donde se sigue que, con la autorización del Papa y del obispo, a los monjes y a los otros religiosos se les permite oír confesiones.

Se dice también: Por la autoridad de este decreto que prescribimos con dictamen apostólico y con finalidad de salvación, sea permitido a los sacerdotes monjes que simbolizan a los apóstoles, predicar, bautizar, dar la comunión, hacer la oración por los pecadores [practicar la unción], imponer la penitencia, absolver los pecados.

Algo más adelante, se dice también: Creemos que los sacerdotes monjes pueden, con la ayuda de Dios, administrar dignamente el ministerio de atar y desatar, si se diese el caso de ser promovidos a dicho ministerio. Con toda decisión mandamos que quienes se empeñan en apartar del poder sacerdotal a los presbíteros de profesión monástica sean refrenados en sus atrevimientos y éstos no se prolonguen en lo sucesivo, porque cuanto uno ocupa un puesto más alto tanto es más grande su poder para [servirles] a ellos.

Los obispos deben imitar, en la medida de sus posibilidades, los juicios divinos, de acuerdo con lo que dice San Pablo: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 4,16). Ahora bien, algunos religiosos fueron, según juicio divino, considerados idóneos para que les fuese encomendado inmediatamente por Dios el ministerio de la predicación, como de San Equitio lo dice Gregorio en el Diálogo, extendiéndolo también a San Benito. Así, pues, algunos religiosos pueden, por juicio de los obispos, ser considerados idóneos para que les sea dada la encomienda de predicar.

Todas las cosas permitidas a los clérigos seculares lo están igualmente para los religiosos, exceptuando las cosas que a éstos les son prohibidas en su regla. En el derecho está dicho que a los monjes se les permite absolver y hacer otras cosas semejantes. San Benito, el admirable maestro de los monjes, no prohibía esto. Ahora bien, a los seculares les está permitido predicar y oír confesiones por comisión de los obispos. Por consiguiente, está permitido también a los religiosos, puesto que ninguna regla lo prohíbe.

El oficio de predicar por propia autoridad es superior al de hacerlo por comisión de otro. Ahora bien, los religiosos pueden ser elevados al grado de prelación [pueden ser nombrados obispos], en el cual les compete predicar y desempeñar por propia autoridad las demás cosas pertenecientes a la salvación de las almas. Por consiguiente, con mucha mayor razón, han de ser considerados idóneos para cumplir esos ministerios por comisión de los obispos.

En relación con aquello que debe ser juzgado como competencia máxima de los perfectos, nadie se hace menos idóneo por el hecho de entrar en el estado de perfección que los religiosos asumen. Ahora bien, el oficio de predicar compete a los más perfectos. A propósito de las palabras «todos los demás…» de Esd 1,4, dice la Glosa; Todos los elegidos, arrancados del poder de las tinieblas, entran en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, todos son incorporados a la sociedad de la ciudad santa, es decir, a la Iglesia. Pero es a los perfectos a quienes compete levantar el edificio de la Iglesia, predicando también a los demás. Y esto lo entiende referido a la perfección de la vida religiosa, como consta por lo que sigue: Son, en efecto, los instructores de multitudes, que buscan de manera principal orientar a los oyentes hacia el amor de las cosas celestiales, más aún que abandonan sus posesiones por la esperanza de los bienes eternos. Esto mismo es confirmado por la Glosa Interlinear, según la cual «todos los demás» son los ricos, los cuales no pueden predicar. Los religiosos, por consiguiente, no se hacen menos idóneos que cualesquiera otros para predicar. Y, puesto que otros pueden, por comisión de los obispos, predicar y oír confesiones, como quedó demostrado religiosos pueden también esto mismo.

A propósito de las palabras «partimos del río…» (Esd 8,1), dice la Glosa: Buscamos ayuda en una religiosa cohorte de hermanos con cuya cooperación podamos más eficazmente conducir las almas de los fieles a la sociedad de los elegidos y al alcázar de la vida de perfección, como vasos sagrados, aptos para el templo del Señor. Por lo cual queda puesto en evidencia lo mismo de antes. Esto mismo se pone de manifiesto por la generalizada costumbre de la Iglesia oriental, según la cual casi todos hacen su confesión a los monjes.

Es más grande el poder que se requiere para desempeñar una legación [papal], para confirmar obispos, o proporcionar obispos a las Iglesias que el necesario para predicar o para oír confesiones. Ahora bien, consta que lo primero ha sido encomendado a religiosos. Por consiguiente, también lo segundo puede serles encomendado. De la vida religiosa está más lejos el oír pleitos que oír las confesiones o predicar. Puesto que lo primero puede serles encomendado, con mayor razón lo segundo también.

Para salvación de las almas es conveniente encomendar la predicación y otros ministerios a sacerdotes distintos de los párrocos.

Están, ante todo, las palabras del Señor: La mies es mucha y los trabajadores, pocos (Mt 9,37-38). La Glosa comenta las primeras, diciendo: Mies es la multitud de pueblos capaces de recibir la palabra y de dar fruto. Y respecto de las otras dice: Trabajadores son quienes se ejercitan en la predicación para congregar la Iglesia de los elegidos; rogad, pues, al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies. Por donde se ve que es saludable para la Iglesia que la palabra de Dios sea predicada por muchos a los fieles, sobre todo cuando la multitud de los fieles está en crecimiento. Lo mismo se viene a decir afirmando que la multitud de sabios es salvación para el orbe entero (Sab 6,26). La Glosa Interlinear entiende por sabios ‘el cuerpo de predicadores’.

En 2 Tim 2,2 se dice: Lo que has oído de mí ante muchos testigos, has de transmitirlo a hombres fieles que sean idóneos para enseñar a otros. La Glosa ve aquí el mandato de mantener la fe en su pureza, para lo cual se requiere vida [santa], ciencia y capacidad de explicar, porque la predicación de la palabra divina debe ser encomendada a quienes sean idóneos para este ministerio. En otra parte se lee: Todos los que habían venido de la cautividad a Jerusalén (Esd 3,8) se proponían activar la reconstrucción del templo. En relación con esto dice la Glosa: No es solamente que los obispos y los presbíteros tengan obligación de edificar a la multitud de los fieles, o sea, la casa de Dios; también el pueblo llamado desde la cautividad de los vicios a la visión de la paz verdadera debe exigir el ministerio de la palabra de aquellos que han sido instruidos para hablar.

Acerca de las palabras Cuando lavaba mis pies con leche (Job 29,6), dice Gregorio: Nosotros, los obispos, ¿qué decimos ante esto? ¿No nos preocupamos de ofrecer a quienes nos están encomendados las palabras de la vida, cuando a un casado ni el estado secular ni el trabajo de administrar una gran riqueza fue capaz de impedirle la tarea de la predicación? De donde se sigue que también otros, aparte de los prelados y de los párrocos, pueden desempeñar el ministerio de la predicación. De esto mismo hay muchos ejemplos en el Antiguo Testamento. David es encomiado, porque amplió el culto de Dios instituyendo veinticuatro sacerdotes, para poder prestar más pronta atención al pueblo (1 Crón 24: todo el capítulo). De modo semejante, Ezequías envió mensajeros que, yendo de una parte a otra, exhortasen al pueblo a convertirse al Señor Dios de sus padres, como se lee en 2 Re 17. También Asuero envió mensajeros que se desplazasen velozmente por todas las provincias anunciando la liberación del pueblo de Dios, como se lee en Est 8,14. De ello se sigue que, en el orden de la gracia, es mucho más apropiado esto otro, a saber, que el ministerio de la predicación y los otros pertenecientes a la salvación de las almas sean encomendados a sacerdotes distintos de los párrocos.

Gregorio dice: Quienes recibieron la carga de cuidar y de apacentar la grey, de ningún modo sean autorizados para cambiar de lugar. Aquellos otros que, por amor del Señor, se ocupan en la predicación itinerante, son como ruedas encendidas de ese amor. Y así, cuando a impulsos de él, van de lugar en lugar, prenden en otros el fuego que a ellos los hace arder. Por lo cual, es evidente la conveniencia de que, aparte de los párrocos que residen en sus Iglesias, sea encomendado a otros el ministerio de la predicación itinerante.

Que esto sea útil y saludable, se ve por la ocupación de los párrocos, los cuales frecuentemente han de ocuparse en otras cosas santas y de índole eclesial. La predicación de la palabra divina requiere estar libres de toda otra ocupación. Por este motivo dijeron los apóstoles: No está bien que abandonemos la palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas (Hch 6,2). Por lo cual queda clara la gran necesidad de ser ayudados por otros.

Esta misma necesidad se comprueba, de manera suprema, por la impericia de muchos sacerdotes, los cuales, en algunos sitios, son tan ignorantes que ni siquiera saben hablar latín, y son poquísimos [paucissimi] quienes conocen la Sagrada Escritura. Ahora bien, es evidente que el predicador de la palabra de Dios debe estar versado en la Sagrada Escritura. Por lo cual, es evidente que se pone gran dificultad al bien de los fieles, si la predicación de la palabra de Dios queda reservada a los solos párrocos. En cuanto al ministerio de oír confesiones, se ve que la necesidad no es menor, a causa de la ignorancia de muchos sacerdotes [propter ignorantiam multorum sacerdotum]; viven, efectivamente, sumidos en una ignorancia que es peligrosísima, cuando se trata de confesiones. Por este motivo dice Agustín: Quien confiesa los pecados para recibir gracia, busque un sacerdote que sepa atar y desatar, no ocurra que, si vive con descuido de sí mismo, sea descuidado también por aquel que misericordiosamente lo amonesta y le ruega, con el fin de que no vayan juntos al hoyo que el necio no quiso evitar.

Esta misma necesidad se advierte con sólo pensar en la multitud de fieles que, a veces, es encomendada al gobierno de un solo sacerdote, el cual, aunque en su vida no hiciera otra cosa, apenas podría oír con diligencia las confesiones de todos. Otro tanto se ve por la dificultad de confesar. La experiencia ha demostrado que algunos se apartarían de la confesión, si sólo pudieran confesarse con sus párrocos. Esto puede ocurrir por vergüenza, pues hay quienes se avergüenzan de confesar los pecados a sacerdotes con quienes viven a diario. Otras veces ocurre porque sospechan que los párrocos son enemigos de ellos. Puede, finalmente, ocurrir por otras muchas causas. Por lo cual, los prelados muestran buen sentido condescendiendo con la flaqueza de algunos y, para que no caigan en desesperación, los proveen de otros confesores.

Conveniencia de instituir una Orden. Después de lo dicho, es preciso mostrar, de manera específica, esto: Con vistas a la salvación está justificada la institución de una Orden religiosa para cooperar con los prelados de las Iglesias en la predicación y en el ministerio de las confesiones, por comisión de los prelados.

Toda orden religiosa está configurada según el modelo de la vida apostólica. Sobre las palabras lo tenían todo en común (Hch 4,32), dice la Glosa: Las cosas comunes, en griego se dicen «coena»; por lo cual cenobitas son los que hacen vida común y sus residencias se llaman cenobios. La vida de los apóstoles consistió en esto: en que, dejadas todas las cosas, andaban de una parte a otra, por el mundo entero, evangelizando y predicando, como se puede ver por Mt 10, donde es propuesta para ellos como una cierta regla. Por consiguiente, es de máxima conveniencia que sea instituida una orden para los susodichos ministerios.

Según Sant 1,27, la religión pura y sin tacha ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación. Ahora bien, la visita de máxima necesidad, la que, en esto, supera a cualquiera otra, es la practicada por quienes se dedican a la salvación de almas. Por consiguiente, es de máxima conveniencia la institución de una orden para visitar a quienes están necesitados de consuelo, para que, mediante el sufrimiento y el consuelo de las Escrituras, mantengan la esperanza.

En relación con aquello de no está bien que abandonemos la palabra de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas (Hch 6,2), dice la Glosa interlinear: son de más valor los alimentos de la mente que los convites del cuerpo. Ahora bien, existen órdenes, con buen sentido instituidas para suministrar a los pobres la comida corporal. Por lo tanto, es mucho más conveniente la institución de una orden para remediar las necesidades de las almas.

En otro sector de vida, nos encontramos con algo que guarda cierto parecido. Al religioso se acomoda mejor la milicia espiritual que la secular. Ahora bien, existen órdenes instituidas para proporcionar las ventajas de la milicia secular. Por consiguiente, es mucho mayor la ventaja de instituir una orden para practicar la milicia espiritual, que es la apropiada a los predicadores de la palabra de Dios. En 2 Tim 2,3 leemos: trabaja como buen soldado de Cristo Jesús. La Glosa lo confirma: Trabaja predicando el evangelio contra los enemigos de la fe.

Quienes se dedican a la salvación de las almas, deben resplandecer por su vida y por su ciencia. Personas así no serían fáciles de encontrar en número suficiente para presidir la totalidad de las parroquias en el mundo entero. Se da el caso que, por falta de cultura, todavía, entre los [sacerdotes] seculares, ni siquiera ha sido posible cumplir lo establecido por el concilio Lateranense [IV de Letrán], el cual mandó que en cada Iglesia metropolitana hubiese algunos profesores de teología. Los religiosos, en cambio, cumplen esto, gracias a Dios, en medida superior a lo preceptuado (multo latius impletum quam fuerat statutum). Da la impresión de que está cumpliéndose lo dicho por Is 11,9: la tierra se llenó del conocimiento de Dios. Es, por tanto, sumamente saludable la institución de una orden en la cual haya hombres instruidos y dedicados al estudio para ayudar a los sacerdotes, los cuales no se bastan para esto.

Esto tiene una evidentísima muestra en los frutos. En efecto, gracias al establecimiento de dichas órdenes, vemos que en muchas partes ha sido extirpada la pravedad herética; grupos de infieles han sido atraídos a la fe; a través del mundo entero muchos han sido instruidos en la ley de Dios; un incontable número abrazó el estado de penitencia. Ante esto, si alguien, faltando a la verdad, considera inútil la institución de una tal orden queda convicto de pecar contra el Espíritu Santo por la envidia que tiene de la gracia que así fructifica.

El derecho establece lo siguiente: Nadie puede, sin ponerse en peligro, atreverse a desechar los mandatos divinos o los preceptos apostólicos. Ahora bien, la Sede Apostólica instituyó algunas órdenes para los mencionados ministerios. Y esto se echa de ver en el nombre mismo’. Como dice Agustín, nadie consigue un nombre sin motivo. Por consiguiente, si alguien pretende condenar a una orden semejante, muestra ser él mismo quien merece la condenación.

[Respuesta a los argumentos]

Ahora, y como punto último, es preciso dar respuesta a los argumentos.

[Respuesta a los argumentos de la primera serie]

A los monjes no les corresponde apacentar, sino ser apacentados. Esto ha de ser entendido como réplica a quienes pretendían que los monjes, por la sola santidad de vida, se hallaban en posesión del poder de orden en la Iglesia. También se puede afirmar que el clérigo secular no tiene potestad de pastoreo, si no tiene cura de almas, o si no le fue encomendada por quienes la tienen. De modo que, por este motivo, no está excluido que los religiosos puedan poseer potestad de pastoreo; pueden, en efecto, ser asumidos a la prelación [al episcopado], y pueden también ser comisionados por los prelados. Los religiosos no son menos idóneos para el ministerio de la predicación que los seculares, a no ser en cuanto que, por su profesión de obediencia, necesitan doble autorización, o sea, la concedida por quienes dan la encomienda pastoral y la de los superiores de la orden, sin la cual no les está permitido hacer cosa alguna.

De manera semejante hay que entender lo que sigue. La norma «nadie se atreva a predicar fuera de los sacerdotes de Cristo», expresa verdad, cuando es referida a la predicación por autoridad propia, o sea, ordinaria. Lo mismo también cuando se dice: «mandamos en absoluto que los monjes dejen de predicar a la multitud del pueblo». El sentido es que los monjes, por propia autoridad o por el solo hecho de ser monjes, no pueden predicar.

Sigue la analogía. Cuando se dice: «al monje no le compete predicar», se da a entender que al monje, por el solo hecho de serlo, no le compete el oficio de la predicación.

Se objeta que quienes apacientan al pueblo con la palabra de Dios, deben alimentarlo también con ayudas de orden temporal. Efectivamente, esto hay que hacerlo, si se tiene la posibilidad. Viene a ser lo que se dice en 1 Jn 3,17: quien tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo puede morar en él la caridad de Dios? Si no fuera así, no habrían podido predicar ni siquiera los apóstoles. Conocemos las palabras: no tengo plata ni oro (Hch 3,6). Sin embargo, quienes de por sí son pobres pueden proporcionar a otros ayudas temporales, en cuanto que exhortan a los ricos a hacer limosna. Es el caso de Pablo. A él que había asumido el ministerio de la predicación a los gentiles, le fue encomendado que tuviese presentes a los pobres: como se dice en Gál 2,19.

Cuando se objeta que «las comunidades deben ser apacentadas por sus pastores», hay que responder que los pastores pueden apacentar la grey del Señor no sólo por sí mismos, sino también por medio de otros a quienes ellos dan comisión. Se entiende que hace la cosa aquel por cuya autoridad es hecha.

Otro argumento se basa en la misión. No pueden predicar sino los enviados. Ahora bien, enviados por el Señor fueron solamente los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos. Hay que responder esto: quienes fueron enviados por el Señor pueden enviar a otros, como Pablo que envió a Timoteo para que predicara: Os he enviado a Timoteo (1 Cor 4,17). Así, pues, por comisión de los obispos o de los presbíteros pueden otros ser enviados a predicar. Se entiende que son enviados por el Señor quienes reciben la misión en virtud del poder dado por el Señor. Y todos los así enviados por los prelados de la Iglesia, esto es por los obispos y presbíteros, han de ser contados entre los que prestan servicio, porque efectivamente lo prestan a otros de nivel superior [maioribus opem ferunt], aunque no sean arcedianos. Cuando la Glosa dice: «Como Tito a Pablo o el arcediano a los obispos», pone un ejemplo, pero no dice que quienes no son arcedianos no puedan prestar servicio a los mayores. Y hay que tener en cuenta que cuando alguien predica u oye confesiones por comisión del obispo, se entiende que es el obispo quien lo hace, como se puede ver por el pasaje citado de Dionisio.

A pesar de todo, aunque solamente dos órdenes hubiesen sido instituidos por el Señor, con poder de predicar por propia autoridad, podría la Iglesia establecer un tercer orden de predicadores que predicasen con autoridad propia. Podría hacerlo principalmente el Papa que tiene la plenitud de potestad en la Iglesia. El caso guardaría semejanza con lo ocurrido en la Iglesia primitiva. Existían solamente dos órdenes, el de los presbíteros y el de los diáconos. La Iglesia introdujo después las órdenes menores, como dice el Maestro en las Sentencias.

El precepto de que se habla hace referencia a los llamados corepíscopos. Eran ordenados no para las ciudades, sino para caseríos y podían hacer alguna cosa superior a lo que hacía el resto de los sacerdotes, como, por ejemplo, conferir las órdenes menores. Existieron durante algún tiempo en la Iglesia, revestidos de potestad ordinaria. Pero después, como se dice en la distinción citada, a causa de su insolencia que llegaba hasta usurpar los ministerios de los obispos, fueron suprimidos por la Iglesia. Resulta, pues, evidente que el caso de ellos es muy distinto del de los religiosos, los cuales, sin tener potestad ordinaria, predican u oyen confesiones por comisión de los prelados. Este orden no acrecienta el número de los órdenes instituidos por el Señor, pues, según el derecho, el autor de los hechos es aquel por cuya autoridad son realizados.

La alegada autoridad de Dionisio implica solamente que los monjes, en virtud de la potestad ordinaria de su orden no tienen el poder episcopal ni el de guiar a otros. Pero no se excluye que el monje pueda recibir potestad ordinaria o comisionada para guiar a otros, sobre todo teniendo en cuenta que, según el tenor literal, lo que se dice es que el orden monástico no es un orden antepuesto a los demás ni capacitado para ser guía de los demás.

La jerarquía eclesiástica imita la celeste, en cuanto es posible, pero no en todo. En la jerarquía celeste, la distinción de dones gratuitos, que es la determinante para distinguir los órdenes, se ajusta a la distinción de la naturaleza, lo cual no ocurre entre los hombres. Por lo cual, dado que la naturaleza de los ángeles es inmutable, un ángel de orden inferior nunca puede ser trasladado a un orden superior, lo cual, sin embargo, puede hacerse en la jerarquía eclesiástica. Dentro de la jerarquía celeste, el ángel inferior, permaneciendo en su orden, realiza sus actos por virtud del superior. Como dice Dionisio en De coelesti hierarchia, el ángel que purgó los labios de Isaías es llamado serafín, a pesar de pertenecer al orden inferior, por haber cumplido función de serafín. Gregorio, en una homilía sobre las cien ovejas, dice que los ángeles enviados reciben nombre de aquellos cuyo oficio cumplen. No hay, pues, dificultad en que, dentro de la jerarquía eclesiástica, alguien de orden inferior desempeñe ministerio de un superior por comisión de éste.

A lo que después se objeta, que o predican con poder para ello o sin poder, se responde que el poder con que predican no es un poder ordinario o propio de ellos, sino un poder recibido por comisión. No se sigue que puedan exigir estipendio, porque esto no les fue concedido. Podrían recibirlo, si aquellos en quienes reside el susodicho poder se lo otorgasen. Esto supuesto, no se sigue que las iglesias estén obligadas a [pagar] múltiples estipendios.

Se objeta después que los religiosos tendrían potestad superior a la de los obispos o de los patriarcas. Pero esto es falso. Los patriarcas y los obispos pueden, en algún sitio, predicar por propia autoridad. Los religiosos, en cambio, en ninguna parte, pues no les incumbe la cura pastoral. Pero pueden predicar en cualquier parte por autoridad de aquellos que la tienen. Y el obispo puede cumplir funciones episcopales en diócesis ajena, si lo autoriza el obispo en cuya diócesis se encuentra.

La objeción presupone que el predicador no puede edificar sobre cimiento ajeno. Pero esto es falso y contrario a lo que el Apóstol dice en 1 Cor 3,10: Como sabio arquitecto puse el cimiento; vea cada uno cómo levanta la edificación. La Glosa identifica el cimiento con la predicación del Apóstol sobre la cual otros predicadores edifican. Otra Glosa dice que, según Ambrosio, la edificación es la que se hace mediante la enseñanza. Es verdad que el Apóstol, en Rom 15,20, dice: Prediqué el evangelio donde todavía Cristo no había sido nombrado, para no edificar sobre cimiento ajeno. Pero esto no quiere decir que no le estuviera permitido; se debió a que en aquel tiempo convenía hacer de ese modo. Por lo cual dice la Glosa: Para no edificar sobre cimiento ajeno, es decir, para no predicar a quienes habían sido convertidos por otros; tampoco tendría inconveniente en hacerlo si el caso se presentase, pero preferí poner el cimiento de la fe donde aún no estaba puesto. De otro modo, Juan evangelista no habría podido predicar en Éfeso donde Pablo había plantado la fe. Y Pablo no habría podido predicar en Roma adonde Pedro se le había adelantado.

¿Qué, pues, dirán si los religiosos, contra los cuales hablan, están distribuidos de manera que unos anuncien la palabra de Dios a los infieles, mientras otros permanecen entre los fieles para ayuda de los prelados? En realidad, esto no viene a propósito, porque una cosa es predicar a comunidad ajena y otra edificar sobre cimiento ajeno, en el sentido del pasaje citado. También el párroco que predica en su parroquia, edifica sobre cimiento ajeno, puesto que predica a quienes han sido convertidos a la fe por otros.

De manera semejante habrá que explicar lo de 2 Cor 10,15: No gloriándome desmesuradamente en trabajos ajenos, es decir, en poner un fundamento de la fe que hubiera sido puesto ya por otro: esto sería, ciertamente, gloriarse rebasando la medida. Pero el Apóstol no dice que el trabajar donde otro puso el fundamento sea gloriarse más allá de la medida. Lo que él considera demasía es atribuirse la colocación de un fundamento que hubiera sido puesto ya por otro.

El Apóstol dice también que «no busca su gloria apropiándose una regla ajena». Aquí [los impugnadores] hacen mal uso de la Glosa, como si el Apóstol enseñase que el trabajo ministerial debiera quedar limitado al interior del propio grupo [el predicador no puede entrar «in his qui sunt de alieno regimine»]. Veamos lo que efectivamente dice la Glosa: De acuerdo con nuestra regla, o sea, según nuestro modo de actuar, o de acuerdo con lo que Dios nos ha mandado. Con todo ello quiero decir que la predicación debe ser intensa, no limitada a unos pocos lugares, sino que ha de ser llevada más allá de donde vosotros vivís. Pero tampoco ponemos la esperanza, es decir, no esperamos la gloria en una regla ajena, puesto que ni siquiera los que quedan más allá pertenecen a un régimen ajeno. Si hubiera que entender la Glosa como ellos dicen, el Apóstol no habría podido predicar a quienes vivían ya bajo la dirección de otro apóstol. Vemos, en cambio, que predicó a los antioquenos y a los romanos, que estaban ya bajo el régimen de Pedro. Pero haciendo esta predicación, no tenía la pretensión de ponerlos bajo su régimen: lo cual habría sido gloriarse de regla ajena [de lo ya hecho por otro]. Además quienes predican por comisión de los prelados no predican a comunidades ajenas, sino a las que están bajo la cura pastoral de los prelados que los envían y que son quienes actúan a través de la predicación de los predicadores enviados.

[Respuesta a los argumentos de la segunda serie]

Los argumentos con que intentan mostrar que los religiosos no deben oír confesiones, tienen fácil respuesta.

Los decretos que alegan dicen una sola cosa: que los religiosos no pueden oír confesiones por propia autoridad. Pero no se excluye que puedan oírlas por autoridad del Papa o del obispo. Se reconoce igualmente que los religiosos no son menos idóneos que los párrocos.

Otra objeción procede del hecho de que los párrocos, por tener la cura pastoral, necesitan conocer bien el «rostro» de la grey que les está encomendada, lo cual no está a su alcance sino a través del ministerio de oír confesiones. En relación con esto, es preciso decir que de la bondad o malicia de alguien se puede tener constancia no sólo por su propia confesión, sino también a través de la sentencia dada acerca de él por un superior. Por lo cual, si el obispo absuelve, por sí mismo o por medio de otro, a un súbdito del párroco, éste debe aceptar que lo conoce como si él mismo lo hubiese absuelto. Ese súbdito ya está aprobado por la sentencia de un superior, acerca de la cual el párroco no es quien para juzgar. Además, puede tener conocimiento suficiente con sólo confesarse una vez al año, como manda la Decretal.

Todos y cada uno de los fieles están obligados a confesar una vez al año sus pecados con el sacerdote propio. Pero se ha de tener en cuenta que sacerdote propio es no solamente el párroco, sino también el obispo y el papa, los cuales, en todo lo referente a la cura pastoral, tienen una responsabilidad superior a la del párroco: como ha sido demostrado ya reiteradamente. En estos temas, «propio» no se contrapone a lo común, sino a lo ajeno. Por lo cual quien se confesó con el obispo o con alguien a quien él dio comisión, se confesó con sacerdote propio. Además, aun dado que la confesión anual deba ser hecha con el párroco, no se excluye que otras veces pueda confesarse con cualesquiera otros que tengan potestad de absolver.

A la objeción de que [el párroco] no puede saber que uno es digno de ser admitido al sacramento de la eucaristía, a no ser habiendo oído su confesión, se responde que eso es falso. Puede saberlo por la sentencia del superior que lo absolvió en el foro penitencial. Y esa sentencia debe aceptarla no menos que la suya propia.

Es también falso que si alguien puede confesarse con un sacerdote distinto del propio, se daría ocasión a que muchos se ocultasen. Dado que, en el foro penitencial, ha de ser creído todo lo que uno dice, sea en favor, sea en contra de él mismo, el sacerdote debe creer que se confesó, si dice haberse confesado, pues, aunque hiciera la confesión con él mismo, podría engañar, declarando lo leve y guardando silencio sobre cosas importantes (ut levibus confessis, maiora taceret). Además, aunque con esto surgiese una cierta ocasión de mal, se consigue una ventaja que prevalece con mucho; en efecto, se evitan males mucho mayores, puesto que, como ya se dijo, se sale al paso de muchos peligros.

A la objeción de que al monje no le compete corregir ni, por lo mismo, absolver, hay que decir que, efectivamente, eso no puede hacerlo por autoridad propia, pero, supuesto que haya recibido la ordenación sacerdotal, puede ambas cosas por comisión de quien tiene autoridad. Demófilo, a quien escribía Dionisio, no era sacerdote ni diácono, como se ve por el contenido de la carta.

Cuando se objeta que si [los religiosos] pudieran oír confesiones [en la parroquia], podrían lo mismo en todas partes y que así llegarían a gobernar la Iglesia entera: hay que decir que en ninguna parte pueden hacerlo por propia autoridad; pueden, en cambio, oír confesiones dondequiera que les sea dada comisión. Y si la comisión de oír confesiones les fuese dada por quien preside en toda la Iglesia, podrían hacerlo en todas partes; de ello, sin embargo, no se seguiría que viniesen a gobernar la entera Iglesia, puesto que nunca absolverían con autoridad propia, sino con la que tienen por comisión. El papa se niega a ser llamado pontífice universal. Pero esto no depende de que él no tenga autoridad inmediata y plena en cualquier Iglesia, sino de que su presidencia no es como la del sacerdote que está al frente de ella, como propio y especial rector. De no ser así, desaparecerían todos los poderes de otros pontífices [obispos]: y a esto es a lo que se refiere el capítulo alegado.

[Respuesta a los argumentos de la tercera serie]

Pretenden demostrar que los religiosos, ni siquiera con la autorización del obispo, pueden predicar ni oír confesiones. Son argumentos de fácil respuesta.

Se comienza alegando el principio «lo que uno da no lo tiene». En el orden de los bienes espirituales no existe tal principio. La comunicación de estos bienes no se hace por traslado de dominio, como ocurre con los temporales, sino por vía de una cierta fluencia, a la manera como los efectos se derivan de su causa. Así, por ejemplo, quien comunica ciencia a otro, no por eso la pierde. De este género es la comunicación de poder; quien comunica poder a otro, no lo pierde. Así, el obispo que confiere al sacerdote poder para celebrar la eucaristía, dándolo, no lo pierde. Por lo cual Agustín, hablando de la comunicación de dones espirituales, dice: Toda cosa que, siendo dada, no merma, cuando es poseída y no dada, aún no es poseída como debe serlo. De manera semejante, cuando el obispo da a un sacerdote la potestad de absolver a algunos, no pierde su poder: a no ser que alguien piense que la potestad del sacerdote en su parroquia sea semejante a la del soldado en su puesto: lo cual sería ponerse en ridículo, pues no son señores, sino ministros. La cosa es clara. Así, pues, téngannos los hombres por ministros de Cristo (1 Cor 4,1). Los reyes de los pueblos dominan sobre ellos; entre vosotros no será así (Lc 22,25-26).

Es falso que cuando el obispo encomienda a un sacerdote la cura pastoral de la parroquia, él se descargue de toda responsabilidad. Sigue correspondiéndole a él la cura de todo el pueblo residente en su diócesis. Efectivamente, las almas de todos los fieles le están encomendadas, como lo proclama el derecho. Ya el Apóstol lo experimentaba cuando dijo: Además de otras cosas, lo que sobre mí recae cada día, la preocupación por todas las Iglesias (2 Cor 11,28). El peso, sin embargo, no se le hace insoportable, porque tiene colaboradores de orden inferior. Si bien encomendando la parroquia a un sacerdote, él se libera de peligro [cumple lo que a él le incumbe], no se sigue que esté privado de la potestad que tenía en la parroquia. Los ministros de Cristo han de ocuparse en la salvación de los fieles no sólo para evitar un peligro, sino principalmente para producir fruto en el pueblo de Dios. Es lo que hacía Pablo que, para bien de los elegidos, añadía muchas obras de supererogación, que habría podido omitir sin peligro para su salvación.

Se dice que el sacerdote está bajo el obispo como el obispo bajo el arzobispo. Pero los casos son distintos. El arzobispo no tiene jurisdicción inmediata sobre los fieles pertenecientes a la diócesis del obispo sufragáneo suyo, a no ser que se requiera suplir negligencias del obispo o que el caso deba solventarse ante él. El obispo, en cambio, tiene jurisdicción inmediata sobre la parroquia del sacerdote, tanto que puede citar ante sí y excomulgar: cosa que no puede hacer el arzobispo en relación con los súbditos de los obispos, a no ser en los casos señalados. La razón es que la potestad del sacerdote, por su naturaleza y por derecho divino, está subordinada a la potestad del obispo. El poder del sacerdote está mezclado de imperfección, mientras que el del obispo es perfecto, como Dionisio demuestra. El obispo está subordinado al arzobispo sólo por derecho eclesiástico. Por consiguiente, el obispo está sometido al arzobispo en las cosas determinadas por la Iglesia; el sacerdote, en cambio, que por derecho divino está sometido al obispo, lo está en todo. También el papa tiene jurisdicción inmediata sobre todos los cristianos, pues la Iglesia de Roma está puesta al frente de las otras no por decisiones de sínodos, sino que tiene la primacía por la palabra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Los párrocos son esposos de las Iglesias que les están encomendadas. El tema requiere clarificación. Propiamente hablando, el esposo de la Iglesia es Cristo, de quien está escrito: El que tiene la esposa es el esposo (Jn 3,29). Los demás de quienes se dice que son esposos, son ministros del esposo. Desde el exterior cooperan con él para la generación espiritual de hijos, de unos hijos que no engendran para sí, sino para Cristo. Estos ministros reciben el nombre de esposos en cuanto que hacen las veces del verdadero esposo. Por consiguiente, el papa, que hace las veces de Cristo en toda la Iglesia, es llamado esposo de la Iglesia universal; el obispo, de su diócesis; el párroco, de su parroquia. De aquí no se sigue que sean muchos los esposos de una sola Iglesia, puesto que el párroco, con su ministerio, es un cooperador de otro principal o del obispo; el obispo lo es del papa y el papa de Cristo. Por lo tanto, Cristo, papa, obispo, párroco son un solo esposo de la Iglesia. Por el hecho de que el papa o el obispo oigan las confesiones de un feligrés o encomienden a otro que las oiga, no se sigue que sean muchos los esposos de una sola Iglesia. Se seguiría, en cambio, si dos, pertenecientes a un mismo nivel, fuesen puestos al frente de una misma Iglesia: por ejemplo, dos obispos en una sola diócesis, o dos párrocos en una sola parroquia: que es lo prohibido por los cánones.

[Respuesta a los argumentos de la cuarta serie]

Ahora hay que responder a los argumentos con que pretenden demostrar que los religiosos, ni con privilegio del Papa, pueden predicar ni oír confesiones.

Se toma como principio que la autoridad de la Sede Romana carece de poder para establecer o cambiar cosa alguna contra los estatutos de los santos padres. Esto es verdad en relación con aquello que los santos padres determinaron estar comprendido en el derecho divino, como los artículos de la fe que fueron precisados por concilios. Pero los estatutos con que los santos padres determinaron cosas de derecho positivo, quedaron sometidos a la decisión del papa, el cual puede cambiarlos y dispensarlos, según aconsejen los tiempos o los asuntos. Una cosa, sin embargo, es de notar. Cuando el papa hace algo diferente de lo establecido por los santos padres, no actúa contra sus estatutos, porque se mantiene la intención de quienes los fijaron, aunque no se mantengan sus palabras, porque no es posible guardarlas en todos los tiempos y en todos los casos; y esto, de acuerdo con la intención que ellos tenían, que es la utilidad de la Iglesia. Es lo que ocurre en todo derecho positivo: lo anterior es derogado por estatutos posteriores. El hecho de que algunos religiosos, que no son obispos ni párrocos, prediquen u oigan confesiones no es contrario a los decretos de los padres, a no ser que lo hiciesen sin autorización del papa o del obispo: como resulta evidente por lo ya dicho.

La respuesta precedente contiene la solución a esta nueva dificultad. El Papa, por el hecho de dar a alguien licencia o privilegio de oír confesiones y de predicar no hace nada contrario a lo que quiere el Apóstol. En efecto, tales religiosos no predican a comunidades ajenas: como ya está dicho anteriormente. Ni tampoco es verdadero que el Papa no pueda hacer nada contrario a lo del Apóstol. Puede dispensar al casado por segunda vez, así como la pena impuesta por los Cánones de los apóstoles al presbítero culpable de fornicación. Del decreto alegado sólo se deduce que el Papa no puede anular la Escritura canónica de los apóstoles y profetas, que es el fundamento de la fe de la Iglesia.

Los privilegios de los príncipes han ser entendidos sin perjuicio de terceros. En esto se requiere precisar. Causar perjuicio significa que alguien es privado de algo que había sido introducido en favor de él o que estaba ordenado a utilidad suya. Ahora bien, la subordinación de alguien al párroco no está ordenada principalmente a utilidad de quienes presiden, sino a la de los súbditos. Por lo cual está escrito: ¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No son los rebaños los que deben apacentar los pastores? (Ez 34,2). Así, pues, al párroco no se le causa perjuicio alguno por eximir a alguien de su potestad: como el papa exime al abad de la potestad del obispo, sin perjuicio de éste y, análogamente, al obispo de la potestad del arzobispo. Si él mismo realiza, para con los súbditos, los ministerios conducentes a la salvación o si los encomienda a otros, no sólo no causa perjuicio al párroco, sino que le hace un gran favor, el cual recibe aceptación máxima por parte de todos los párrocos que buscan no lo suyo, sino lo que agrada a Jesucristo. En relación con las palabras ¿es que tiene celos por mí? (Núm 11,29), dice la Glosa inspirándose en Gregorio: La mente santa de los pastores, por el hecho de buscar no la propia gloria, sino la del autor, desea recibir de todos ayuda para lo que ha de hacer; el predicador fiel ansía que, si fuese posible, los labios de todos hagan resonar la verdad que él solo no se basta para proclamar.

Se dice que cuando el príncipe da libertad de otorgar testamento, la libertad presupuesta es la ordinaria y legítima. De manera semejante, cuando el Papa concede a alguien comisión de predicar y de oír confesiones, le concede que pueda hacerlo legítimamente. En virtud de la concesión no puede predicar lo que no está bien. Pero, desde el momento que él [el Papa] dio libertad de predicar, no se requiere que, para legitimar la predicación, haya que recibir la potestad de otro, porque, en ese caso, de nada le serviría la potestad recibida del Papa. Como en el caso del emperador: si uno recibió de él licencia para otorgar testamento, no se requiere que pida otra nueva licencia. Basta que cumpla lo establecido en cuanto al modo de testar. Así también, el predicador a quien fue concedida por el Papa licencia de predicar, debe predicar como es debido, o sea, que a pobres y a ricos les predique acomodándose a su respectiva condición y que cumpla lo que acerca del tema enseña Gregorio.

Se objeta que el monje al ser ordenado [sacerdote] no recibe el poder de ejercer el ministerio hasta que le sea encomendada la cura pastoral de alguna comunidad. Hay que tener en cuenta que la potestad del orden sacerdotal se ordena a dos cosas: ante todo y de manera principal, a consagrar el cuerpo verdadero de Cristo, y esta potestad puede ser ejercitada inmediatamente después de recibida, a no ser que haya habido algún ‘defecto’ en el proceso de ordenación o en la persona del ordenado. En segundo lugar, dice relación al cuerpo místico por razón de las ‘llaves’ que le son encomendadas. No recibe el ejercicio de este poder hasta que le sea encomendada la cura pastoral, o hasta que tenga la autorización de alguien a quien incumbe la cura pastoral. No por eso la comunicación del poder sacerdotal queda frustrada, porque siempre puede ser ejercitado en relación con aquello para lo cual es conferido principalmente. Ahora bien, el ministerio de la predicación no se ordena a otra cosa que a predicar. Por consiguiente, dado el privilegio del príncipe no puede quedar anulado, como el derecho proclama, y por el solo hecho de que el Papa conceda a alguien el ministerio de predicar, ese «alguien», quienquiera que sea, puede ejercitar su ministerio. Cuando el Papa da a un religioso la licencia de predicar, el Papa no le encomienda un ministerio, sino, más bien, el ejercicio del ministerio, porque tales religiosos no predican en virtud de su propia potestad, sino ejercitando la que les fue comisionada. Como ha sido dicho ya.

Quedó dicho también que Dionisio, en el lugar citado, habla de los monjes laicos, que no son ni obispos, ni presbíteros, ni diáconos. Aunque fuera entendido de manera universal, cuando un papa envía monjes a predicar no desarticula la jerarquía eclesiástica, porque, según se dijo ya, quedando a salvo la jerarquía de la Iglesia, alguien de orden inferior puede ejercer el ministerio del superior. Permaneciendo igual que antes. Es lo que se cumple en la jerarquía celeste. Además, puede ser promovido al orden superior: lo cual no ocurre en la celeste. Por lo cual, Inocencio III, antes del concilio general [concilio IV de Letrán], envió algunos monjes de la Orden Cisterciense a predicar en la región de Toulouse.

[Respuesta general contra los argumentos de la quinta serie]

Queda la última objeción. Se dice que los religiosos no pueden pedir licencia de predicar, porque esto procede de ambición. Eso es pura falsedad. El ministerio de predicar puede ser laudablemente apetecido por caridad, a ejemplo de Isaías, el cual se ofreció espontáneamente, diciendo: Aquí estoy, envíame (Is 6,8); puede también ser laudablemente rehuido por humildad, según el ejemplo de Jeremías, que dijo: ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah, Señor Dios! Mira que no sé hablar, porque soy un niño (Jer 1,6). Esto es evidente por la Glosa de Gregorio y por lo decidido en derecho.

Los ministerios eclesiásticos llevan anejas dos cosas, a saber: el trabajo y la dignidad o el honor; por razón del honor son laudablemente rehusadas y por razón del trabajo, laudablemente apetecidas. Quien desea el episcopado, desea una buena obra (1 Tim 3,1). Agustín quiso exponer en qué consista el episcopado —o sea, en cuanto puede ser deseado— puesto que el nombre significa trabajo, no honor. Acerca de esto habla el derecho y también la Glosa relativa al pasaje citado. Por consiguiente, si el trabajo es separado de la dignidad, puede ser apetecido, sin peligro alguno de ambición. No hay, por tanto, ambición en que un religioso pida al párroco o al obispo licencia de predicar. Por el contrario, esto es un signo de amor a Dios y al prójimo.

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