CAPÍTULO 3: La idea no es aplicable a los niños

CAPÍTULO 3

La idea no es aplicable a los niños

La cuestión de que ahora se trata pertenece a las costumbres, acerca de las cuales el principal criterio de juicio es si están en coherencia con la práctica. Por tanto, nuestro primer paso consiste en dejar claro que lo que estos escritores se esfuerzan en afirmar no está de acuerdo con la rectitud de costumbres.

Tres clases de personas no pueden haberse ejercitado durante largo tiempo en la observancia de los preceptos: en primer lugar, los niños, los cuales por falta de edad, no pudieron ejercitarse en los preceptos. Están, en segundo lugar, los recién convertidos a la fe, antes de la cual no pudo haber observancia de preceptos, porque, como dice el Apóstol, lo que no procede de la fe es pecado (Rom 14,25). Se dice también: Sin la fe es imposible agradar a Dios (Heb 11,6). En tercer lugar, los pecadores que pasaron la vida en pecado. En cada uno de estos grupos se aprecia con toda evidencia la falsedad de lo que se esfuerzan en afirmar.

Si la observancia de los preceptos debiera preceder por necesidad a la vía de los consejos, por la que uno se lanza entrando en religión, sería un grave desorden, que la Iglesia en ningún caso soportaría, el hecho de que los padres ofrezcan sus hijos, cuando todavía son menores de edad, para ser educados en un instituto religioso, con observancia de los consejos, antes de haber podido ejercitarse en los preceptos. La Iglesia hace exactamente lo contrario, en virtud de costumbre, la cual tiene autoridad máxima y cuenta con variadas formas de aprobación por parte de las Escrituras.

De Gregorio procede un pasaje incorporado al Decreto, el cual dice: Si el padre o la madre llevan a su hijo o a su hija y la dejan dentro del recinto del monasterio para recibir educación bajo disciplina regular, se pregunta si en ese supuesto, les sería lícito, después de haber alcanzado la pubertad, salir del monasterio y contraer matrimonio: nosotros esto lo evitamos totalmente. En nuestro caso es indiferente averiguar si quedan obligados de por vida a la disciplina regular. De lo que se trata es que, si la observancia de los preceptos debe preceder necesariamente a la de los consejos, de ningún modo se podría permitir aplicar la observancia regular de los consejos a quienes todavía no se ejercitaron largo tiempo en los preceptos.

La costumbre de entregar niños a un instituto religioso no sólo está garantizada por numerosas normas jurídicas, sino que cuenta también con la aprobación del ejemplo de los santos. Gregorio, hablando de San Benito, refiere lo siguiente: Hombres nobles y religiosos de la ciudad de Roma comenzaron a acudir al bienaventurado Benito; le entregaban sus hijos a fin de que los educase para Dios omnipotente. Fue entonces cuando Euticio y el patricio Tértulo le entregaron con buena esperanza sus respectivos hijos Mauro y Plácido. Uno de ellos, Mauro, siendo un joven que brillaba por sus buenas costumbres, empezó a ser cooperador del maestro. Plácido era todavía de edad infantil. San Benito mismo, cuando era todavía niño, abandonados los estudios de letras, dejando la casa y el patrimonio paterno y con el propósito de agradar a solo Dios, buscó el hábito de la observancia monástica, como Gregorio dice en el mismo libro.

Esta costumbre tuvo comienzo en los apóstoles mismos. En efecto, Dionisio, hacia el fin de uno de sus libros, dice: Los niños admitidos al honor del hábito santo obtendrán las costumbres coherentes con el hábito, puesto que viven apartados de todo error y sin experiencia de vida impura. Esta idea nació en la mente de nuestros divinos guías y aceptaron acoger niños. Y, si bien Dionisio habla de niños que deben prepararse para recibir el bautismo, sin embargo, la razón alegada es válida para el tema presente, porque, en ambos casos, se trata de educar a los niños para lo que después habrán de observar, de modo que así su espíritu quede bien fortalecido.

Avanzando más, esto cuenta con la autoridad del Señor mismo. Está escrito: Unos niños fueron ofrecidos a Cristo para que les impusiera las manos e hiciese oración sobre ellos. Los discípulos los regañaban. Jesús les dijo: dejad que los niños vengan a mí. No se lo impidáis. De los que son como ellos es el reino de los cielos (Mt 19,13-14). A este respecto, dice el Crisóstomo: ¿Quién merecería acercarse a Cristo, si es alejada de él la sencillez infantil? Si han de ser santos, ¿por qué les prohibís que, como hijos, se acerquen al padre? Si han de ser pecadores, ¿por qué condenáis antes de ver la culpa?

Ahora bien, es evidente que el máximo acercamiento del hombre a Cristo se consigue por la vía de los consejos. Es el Señor mismo quien dice: Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y sígueme (Mt 19,21). Por consiguiente, no se debe impedir a los niños que se acerquen a Cristo mediante la observancia de los consejos. En relación con esto, dice Orígenes: Hay quienes antes de aprender el modo razonable de tratar con los niños reprochan el comportamiento de aquellos que, siendo culturalmente sencillos, ofrecen a Cristo niños e infantes que son inferiores en cultura. El Señor, en cambio, recomienda a sus discípulos que estén atentos a lo que es provechoso para los niños. En esto debemos poner cuidado, no ocurra que poniendo el ideal en alturas de sabiduría, despreciemos, por considerarnos grandes, a los que en la Iglesia son pequeños, impidiendo a los niños que se acerquen a Jesús.

Es todavía posible llegar a cosas anteriores. De Juan Bautista se lee: El niño crecía, se fortalecía en el espíritu y vivía en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel (Lc 1,80). Sobre este pasaje dice Beda: El que había de ser predicador de la penitencia, para que, con sus instrucciones a los oyentes, los apartase más fácilmente de los halagos del mundo, pasa en el desierto la primavera de su vida. Gregorio Niseno se refiere también a esto cuando dice: Vivió en el desierto para que los engaños que entran por los sentidos no le hiciesen incurrir en confusión o en error acerca del juicio sobre el verdadero bien. Por este motivo fue elevado a tanta altura de dones divinos que le fue infundida gracia más grande que a los profetas, de modo que, desde el principio hasta el fin, encaminó su deseo, limpio y exento de cualquier pasión natural, a la divina contemplación.

Por lo tanto, es no solamente lícito, sino también muy conveniente para conseguir gracia más abundante, que haya quienes desde la infancia vivan en el desierto de la vida religiosa. Por eso está dicho: Es un bien para el hombre llevar el yugo desde la adolescencia (Lam 3,27). A continuación es indicada la causa, diciendo: Se sentará solitario y guardará silencio, porque se había elevado por encima de sí mismo (v.28). Con ello se da a entender que quienes llevan sobre sí desde la adolescencia el yugo de la vida religiosa, se elevan por encima de sí mismos y son hechos idóneos para las observancias de la vida religiosa que consiste en estar libres de las preocupaciones mundanas y en el silencio, lejos del tumulto del gentío. Quien desde joven está en su camino, no se apartará de él en los años de la vejez (Prov 22,6). En coherencia con esto, Anselmo compara con los ángeles a quienes desde la niñez han sido educados en los monasterios, en cambio a aquellos que se convierten más tarde, ya en la plenitud de la edad, los compara con los hombres.

Se trata de verdades confirmadas no sólo por la autoridad de la Sagrada Escritura, sino también por el parecer de los filósofos. Dice, en efecto, el Filósofo: No es poca la diferencia en que alguien, desde joven, se habitúe a obrar de este modo o del otro; la diferencia es grande, es el todo. En realidad, todo depende de esto, de que algunos, desde la niñez, son instruidos en lo que deben observar durante toda la vida. El Filósofo dice también: El legislador debe tener sumo cuidado en lo relativo a la instrucción de los jóvenes. Deben ser instruidos en armonía con el ambiente en que cada uno vive.

Esto mismo se manifiesta en el común modo como actúan los hombres: desde la niñez son introducidos en aquellos oficios y artes en que habrán de pasar la vida. Los futuros clérigos, desde la niñez, son instruidos en la vida clerical; los futuros soldados desde la niñez son instruidos en ejercicios militares, como dice Vegecio. Los futuros artesanos desde la niñez aprenden arte fabril.

¿Por qué la regla deberá fallar, de manera que los futuros religiosos no se ejerciten en vida religiosa desde la niñez? En realidad cuanto más difícil es una cosa, tanto más hay que cuidar de que el hombre se habitúe a practicarla ya desde la niñez.

Por lo tanto, es evidente que en los niños no puede cumplirse lo que dicen, o sea, que es necesario ejercitarse en los mandamientos antes de pasar a los consejos, entrando en religión.

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