CAPÍTULO 20: Preeminencia del estado episcopal sobre el religioso

CAPÍTULO 20

Preeminencia del estado episcopal sobre el religioso

A quien juzgase con una cierta precipitación podría parecerle que el estado de perfección religiosa supera al estado de perfección pontifical [episcopal]. A la manera como el amor de Dios, en orden al cual se hace la profesión religiosa, es superior al amor del prójimo, a cuya perfecta realización está ordenado el estado pontifical. Otro punto de referencia es que la vida activa, en la cual los pontífices se ejercitan, es inferior a la contemplativa, a la cual está ordenado el estado religioso. Dice Dionisio: Los religiosos, por unos son llamados fámulos; por otros, en cambio, monjes. Siervos, por razón de ser puramente siervos y familiares de Dios. Monjes, por razón de la vida sencilla e indivisible que mediante santas reflexiones, o sea, la contemplación, les da unidad y atrayente perfección, análoga a la unidad y perfección divina.

Se puede pensar que el estado de prelacía [el episcopado] no es perfecto, porque [a los obispos] les está permitido poseer riquezas. El Señor, en cambio, dice: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21).

Pero estos enfoques son contrarios a la verdad. Como dice Dionisio, el orden de los obispos es perfectivo; y un poco más adelante dice de los monjes que son los perfeccionados. Ahora bien, es evidente que, para comunicar perfección a otro, se requiere más que para ser uno perfecto en sí mismo; de manera semejante a como el producir calor supera al solo hecho de estar caliente, o como, hablando en general, la causa rebasa al efecto. Resta, por tanto, que el estado episcopal es de mayor perfección que el estado de cualquier religión.

Esto mismo se ve pensando en las cosas a que unos y otros se obligan. Los religiosos se obligan a desprenderse de lo terreno, a conservar la castidad y a vivir bajo obediencia. Pero mucho más importante y mucho más difícil es dar la vida por el prójimo, a lo cual se obligan los obispos, como ya se dijo. Queda, pues, claro que las obligaciones de los obispos son más graves que las de los religiosos.

Más aún, aquellas mismas cosas a que los religiosos se obligan, son también obligatorias, en cierto modo, para los obispos. En efecto, los obispos, si poseen bienes temporales, están obligados, en casos de necesidad, a repartirlos entre los fieles que les están subordinados; deben apacentarlos no solamente con la palabra y el ejemplo, sino también con ayudas temporales. Este fue el motivo de que a Pedro le haya sido dicho tres veces que apacentara la grey; y él mismo, practicándolo, exhorta a los demás a que lo cumplan también, diciendo: Apacentad la grey de Dios que os está encomendada (1 Pe 5,2). Gregorio, en el pasaje antes citado y hablando en persona de los obispos, dice: Debemos ofrecer misericordiosamente a las ovejas nuestros bienes exteriores, añadiendo poco después: Quien por las ovejas no da sus bienes, ¿dará por ellas la vida?

Los obispos se obligan también a la castidad. Puesto que deben hacer puros a los demás, han de serlo ellos mismos principalmente. Por este motivo, Dionisio, hablando de los ministros, dice: Quienes ejercen el ministerio de purificar deben poseer la pureza con tanta plenitud que hagan a los demás partícipes de ella.

En tema de obediencia, los religiosos se someten a un único superior. El obispo, en cambio, se hace siervo de todos aquellos cuya cura pastoral asume, pues por ella queda obligado a buscar no lo suyo, sino lo que es útil a los demás, para que se salven (1 Cor 10,33). Es el Apóstol mismo quien dice de sí en aquella carta: Siendo libre de todos, de todos me hice siervo (9,19). Y en otra de sus cartas, dice: No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo Señor nuestro; por Jesús nosotros somos siervos vuestros (2 Cor 4,5). De aquí surgió la costumbre de que el Sumo Pontífice se firme siervo de los siervos de Dios. Queda, pues, claro que el estado pontifical es de mayor perfección que el religioso.

Dice Dionisio: El estado de los monjes no tiene competencia para guiar a los demás, sino que se queda en sí mismo, en un estado particular y santo. A los obispos, en cambio, les incumbe por obligación del voto guiar a los demás hacia Dios. Es Gregorio quien dice que ningún sacrificio es tan agradable a Dios como el celo por la salvación de las almas. Por consiguiente el orden de los obispos es perfectísimo.

Esto mismo se manifiesta con evidencia en la costumbre de la Iglesia, en virtud de la cual los religiosos quedan exentos de la obediencia a sus superiores cuando son asumidos al orden episcopal: lo cual no sería lícito si el estado episcopal no fuese más perfecto. La Iglesia de Dios se comporta en coherencia con el dicho de Pablo: Apeteced los carismas mejores (1 Cor 12,31).

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