CAPÍTULO 2
La opinión de Aristóteles
Sin embargo, encontramos que las raíces de semejante postura carecen de consistencia. Porque lo que el entendimiento conoce separadamente no por eso ha de existir separadamente en la realidad. De modo que ni se deben considerar los universales como separados y subsistentes fuera de los singulares, ni las cosas matemáticas como ajenas a lo sensible. Porque los universales son las esencias de las mismas cosas particulares, y las cantidades matemáticas son ciertas terminaciones de los cuerpos sensibles. Por eso Aristóteles escogió un camino más claro y más seguro para investigar las sustancias separadas de la materia, a saber, el camino del movimiento.
En primer lugar, en efecto, estableció, apoyándose en la razón y en la experiencia, que todo lo que se mueve es movido por otro. Y si hay algo de lo que se dice que se mueve a sí mismo, nunca mueve y es movido bajo el mismo aspecto, sino en virtud de sus distintas partes, de modo que una de ellas es la que mueve y otra la que es movida. Y como no se puede proceder hasta el infinito en una serie de motor y movido, puesto que si falla el que mueve primero, falla toda la serie, resulta indispensable detenerse en un primer motor inmóvil y en un primer móvil, que se mueve a sí mismo de la manera sobredicha, porque siempre lo que tiene un atributo por sí mismo, es anterior y causa respecto del que lo tiene por otro.
Además trata de probar la eternidad del movimiento, y que ninguna virtud puede mover durante un tiempo infinito a no ser que sea infinita y, además, que ninguna virtud propia de un cuerpo extenso puede ser infinita. De lo cual concluye que la virtud del primer motor no puede ser propia de un cuerpo, por lo que necesariamente el primer motor ha de ser incorpóreo y carente de magnitud.
Además, como en el género de los entes móviles se encuentran el apetecible como motor no movido, y el apetente, como motor movido, concluía también que el primer motor inmóvil es un bien apetecible, y que el primer motor que se mueve a sí mismo como primer móvil, se mueve atraído por el apetito de aquél.
Pero además hay que tener en cuenta que en el orden de los apetitos y de los apetecibles, el primero es de naturaleza intelectiva. Porque el apetito intelectivo apetece lo que es bueno en sí mismo. En cambio el apetito sensitivo no alcanza a apetecer lo que es bueno en sí, sino sólo lo que es bueno en apariencia. De hecho, el bien incondicionado y absoluto no cae bajo la aprehensión del sentido, sino únicamente del entendimiento. De donde resulta que el primer móvil apetece al primer motor con apetito intelectual. Lo que implica a su vez que el primer móvil está dotado de voluntad e inteligencia. Y, como nada se mueve a no ser el cuerpo, hay que concluir que el primer móvil es un cuerpo animado por un alma intelectual.
Ahora bien, no sólo el primer móvil, que es el primer cielo, se mueve con movimiento eterno, sino también todas las esferas inferiores de los cuerpos celestes: y por tanto también cada uno de los cuerpos celestes está animado por su propia alma, y cada uno tiene su propio objeto apetecible separado, que es el fin propio de su movimiento. Resulta por tanto que hay muchas sustancias separadas que no están unidas absolutamente a ningún cuerpo, y hay también muchas sustancias intelectuales unidas a los cuerpos celestes.
En cuanto al número de éstas se esfuerza Aristóteles en determinarlo de acuerdo con el número de los cuerpos celestes. Pero alguno de sus secuaces, Avicena, establece ese número no a tenor del número de movimientos, sino más bien según el número de los planetas y de los otros cuerpos superiores, es decir, de la esfera estrellada y de la esfera sin estrellas, ya que de hecho se dan muchos movimientos coordinados con el movimiento de una sola estrella. Y así como todos los demás cuerpos celestes están contenidos bajo un solo cielo supremo, cuyo movimiento es el que hace moverse a todos los otros, así también, bajo la primera sustancia separada, que es un dios, se ordenan todas las demás sustancias separadas, e igualmente, bajo el alma del primer cielo, todas las almas celestes.
Ahora bien, según Aristóteles, en el mundo sublunar no hay más cuerpos animados que los de los animales y las plantas. No admitió que cualquier elemento simple pudiera estar animado, porque un cuerpo simple no puede ser órgano adecuado del tacto, que es indispensable en cualquier animal: por lo cual entre nosotros y los cuerpos celestes no puso ningún cuerpo animado intermedio.
Así pues, según Aristóteles, no hay entre nosotros y el sumo dios más que un doble orden de sustancias intelectuales: a saber, las sustancias separadas, que son el fin o la meta de los movimientos celestes, y las almas de las esferas que mueven a éstas mediante el apetito y el deseo.
Ahora bien, esta postura de Aristóteles parece ser más verosímil por el hecho de que se aparta muy poco de lo que perciben los sentidos; sin embargo parece menos válida que la postura de Platón. En primer lugar, porque hay muchas cosas manifiestas a los sentidos de las que no se puede dar razón a la luz de lo que enseña Aristóteles. Por ejemplo, en los hombres poseídos del demonio o en las acciones de los magos se dan ciertas manifestaciones que, aparentemente, no pueden ser realizadas más que por alguna sustancia intelectual.
Por eso, algunos de los secuaces de Aristóteles, como consta por la Carta de Porfirio al egipcio Anebonte, intentaron atribuir estas manifestaciones a la virtud de los cuerpos celestes, como sí, bajo el influjo de ciertas constelaciones, la acción de los magos lograra ciertos efectos insólitos y maravillosos. Y también sostienen que, mediante impresiones de las estrellas, los posesos anuncian a veces cosas futuras para cuya realización se produce en la naturaleza cierta disposición emanada de los cuerpos celestes.
Sin embargo, es claro que en estas cosas hay a veces manifestaciones que no se pueden reducir en modo alguno al influjo de los cuerpos celestes: como el hecho de que los posesos hablen a veces de ciencias que no conocen, o empleen un lenguaje culto a pesar de que son analfabetos, o se expresen correctamente en una lengua vulgar extranjera sin haber salido apenas nunca del lugar en que nacieron. Se dice también que los magos pueden producir ciertas imágenes que dan respuestas y que se mueven, todo lo cual nunca podría ser producido por una causa corporal. Y en cambio, según los Platónicos, cualquiera podría asignar muy bien las causas de estos efectos, suponiendo que son obra de los demonios.
En segundo lugar, porque no parece muy razonable limitar el número de las sustancias inmateriales a tenor del número de las sustancias materiales. Porque no son los entes superiores los que se subordinan a los inferiores, sino a la inversa, ya que lo más noble es aquello para lo cual sirve lo demás. Y la razón de fin no es justo tomarla de las cosas que se ordenan a un fin, sino más bien a la inversa. De aquí que el tamaño y la fuerza de las cosas superiores no se pueden establecer debidamente con sólo atender a las cosas inferiores: y esto es patente si nos fijamos en el orden de las cosas corporales.
Pues no se podría determinar la magnitud y el número de los cuerpos celestes a tenor de la disposición de los cuerpos elementares que apenas son nada en comparación con aquéllos. Y además las sustancias inmateriales sobrepasan a las cosas corporales más de lo que los cuerpos celestes sobrepasan a los cuerpos elementares. Luego el número y la virtud y la disposición de las sustancias inmateriales no pueden ser determinados sin más por el número de los movimientos celestes.
Para manifestar esto de manera más clara vamos a seguir el proceso y las palabras mismas con que lo prueba Aristóteles. Sostiene, en efecto, que en el cielo no puede existir ningún movimiento que no esté ordenado a trasladar algo, lo cual es bastante probable; porque toda la sustancia de las esferas parece que está ordenada a la de los astros, que son los más nobles de los cuerpos celestes y producen efectos más manifiestos. Además asume como premisa que todas las sustancias superiores, impasibles e inmateriales, son fines, puesto que son lo óptimo: y esto es muy razonable. Pues el bien tiene razón de fin y, por ello, los que son de suyo óptimos entre los seres, son fin de todos los demás. Sin embargo, no se sigue necesariamente lo que de ahí infiere, que el número de las sustancias inmateriales corresponde al número de los movimientos celestes.
Hay, en efecto, un fin próximo y un fin remoto. Y no es necesario que el fin próximo del cielo supremo sea la suprema sustancia inmaterial, que es el sumo dios. Sino que es más probable que entre la primera sustancia inmaterial y el cuerpo celeste existan muchos órdenes de sustancias inmateriales, de modo que la inferior se ordene a la superior como a su fin, mientras que a la ínfima de las mismas se ordene el cuerpo celeste como a su fin próximo. Ahora bien, cada cosa debe ser en cierto modo proporcionada a su fin próximo. Y, dada la enorme distancia que hay entre la primera sustancia inmaterial y cualquier sustancia corpórea, no es probable que la sustancia corporal se ordene a la suprema sustancia como a su fin próximo.
Por eso también Avicena sostuvo que el fin inmediato de los movimientos celestes no se encuentra en la causa primera, sino en cierta inteligencia primera. Y lo mismo se puede decir también de los movimientos inferiores de los cuerpos celestes. No se sigue, pues, necesariamente que el número de las sustancias inmateriales no pueda ser más elevado que el de los movimientos celestes.
Aristóteles lo presintió así, y por eso no propuso su sentencia como necesaria, sino como probable. Y así, antes de establecer su conclusión tras haber enumerado los movimientos celestes, dijo: Equiparar el número de las sustancias y principios inmateriales con el de las cosas sensibles es razonable, pero la verdad necesaria en este asunto hay que encomendarla a otros más competentes, pues no se creía bastante capacitado para determinar la conclusión necesaria en esta materia.
Puede que a alguien le parezca inadecuado el referido proceso que sigue Aristóteles para establecer las sustancias inmateriales, por el hecho de que se basa en la eternidad del movimiento, lo que es contrario a la verdad de la fe. Pero, si nos fijamos atentamente, vemos que el valor de su argumentación no disminuye aunque prescindamos de la eternidad del movimiento. Porque, si es cierto que de la eternidad del movimiento se infiere la infinita potencia del motor, esto mismo puede deducirse de su uniformidad. Porque el motor que no puede mover siempre, necesariamente ha de mover unas veces más aprisa, otras veces más despacio, en la medida en que su energía se consume poco a poco al mover. Ahora bien, en los movimientos celestes se encuentra una uniformidad perfecta. De donde se puede concluir que el motor primero posee energía para mover siempre, con lo que estamos en las mismas.
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