CAPÍTULO 16: Respuesta a las objeciones anteriores

CAPÍTULO 16

Respuesta a las objeciones anteriores

Visto todo eso, ya no es difícil responder a las objeciones que fuimos presentando.

Por de pronto no es concluyente lo que pretendía la primera razón, de que el entendimiento divino y el de los ángeles no pueden conocer los singulares, dado que no puede conocerlos el entendimiento humano. Y para que se vea claramente la razón de esta diferencia debe tenerse en cuenta que el orden cognoscitivo responde proporcionalmente al orden que existe en las cosas según el ser de cada una. Porque en esto consiste la perfección y la verdad del conocimiento, en poseer una semejanza de las cosas conocidas.

Pero en las cosas existe un orden tal que las más altas en el plano entitativo poseen el ser y la bondad de manera más universal. No sólo porque tienen el ser y la bondad según una razón común, en el sentido en que se llama universal lo que se predica de muchos, sino porque todo lo que se da en los entes inferiores se encuentra en los superiores de manera más eminente.

Y esto nos lo muestra la virtud operativa que hay en las cosas. Porque los entes inferiores tienen virtudes restringidas a determinados efectos; los superiores en cambio tienen virtudes que se extienden universalmente a muchos efectos; pero de tal modo que la virtud superior, incluso en los efectos particulares, influye más que la inferior. Y esto es sobre todo patente en los cuerpos.

Porque en los cuerpos inferiores el fuego calienta ciertamente por su calor; y el semen de este animal o la semilla de esta planta, producen tan determinadamente un individuo de esta especie, que nunca llega a producir un individuo de otra. Por eso está claro que llamamos universal a la virtud de los entes superiores no porque no se extienda a los efectos particulares, sino porque se extiende a más efectos que la virtud particular y obra en cada uno de ellos de manera más eficaz.

Así pues, cuanto una virtud cognoscitiva es más alta tanto es más universal: y no porque conozca solamente la naturaleza en universal, pues entonces cuanto más alta, sería más imperfecta, ya que conocer algo solamente en universal es conocerlo imperfectamente y a medio camino entre la potencia y el acto. No, el conocimiento universal se llama superior, porque se extiende a más cosas y conoce mejor cada una de ellas.

Pero en el orden de las virtudes cognoscitivas la inferior es la sensitiva, que por eso no puede conocer cada cosa más que mediante la especie propia de la misma. Y, como en las cosas materiales el principio de individuación es la materia, ésa es la razón de que la facultad (vis) sensitiva conozca los singulares mediante especies individuales recibidas en órganos corpóreos.

A su vez, entre los conocimientos intelectuales, el del entendimiento humano es el ínfimo. De aquí que las especies inteligibles se reciban en el entendimiento humano de la manera más débil dentro del conocimiento intelectivo, hasta el punto de que el entendimiento humano no puede conocer las cosas más que en su naturaleza universal de géneros y especies. Y para representar la naturaleza en su mera universalidad, [las especies inteligibles] se encuentran determinadas y en cierto modo contraídas por el hecho de que son abstraídas de los fantasmas de los singulares. Y así resulta que el hombre conoce ciertamente los singulares por los sentidos, los universales en cambio por el entendimiento. Pero los entendimientos superiores poseen una capacidad (virtus) más universal para conocer, de modo que mediante la especie inteligible conocen ambas cosas: el universal y el singular.

La segunda razón tampoco es concluyente. Porque cuando se dice que lo entendido es la perfección del que entiende, esto es verdad en cuanto a la especie inteligible, que es forma del entendimiento que entiende en acto. Pero no es la naturaleza de la piedra, que no es más que materia, lo que perfecciona el entendimiento humano, sino la especie inteligible abstraída de los fantasmas, por la cual el entendimiento entiende la naturaleza de la piedra. Teniendo en cuenta que toda forma comunicada tiene que proceder de algún agente; pero, como el agente es más noble que el paciente o que el recipiente, síguese que aquel agente del que el entendimiento [posible] recibe la especie inteligible ha de ser más perfecto que el mismo entendimiento. Es lo que aparece en el intelecto humano, donde el entendimiento agente es más noble que el entendimiento posible, ya que lo propio de éste es recibir las especies inteligibles constituidas en acto por el entendimiento agente, y no son las cosas naturales conocidas las que aventajan en nobleza al entendimiento posible.

A su vez, los entendimientos superiores de los ángeles participan las especies inteligibles, bien sea de las ideas, según los Platónicos, bien sea de la primera sustancia, que es Dios, según se sigue de las posiciones de Aristóteles, y según la verdad de las cosas.

En cuanto a la especie del entendimiento divino por la cual Dios conoce todas las cosas, no es más que su propia sustancia, que se identifica con su entender, como hemos probado arriba con palabras del Filósofo. Por donde se ve que en relación con el entendimiento divino no existe nada más noble que le pueda añadir alguna perfección; pero del mismo entendimiento divino, como de lo más alto que hay en su orden, provienen las especies inteligibles a los entendimientos de los ángeles; mientras que el entendimiento humano las recibe de las cosas sensibles mediante la acción del entendimiento agente.

En cuanto a la tercera razón es fácil de resolver. Pues no hay inconveniente en que una cosa sea fortuita y casual respecto de la intención de un agente inferior, mientras que para la intención de un agente superior es ordenada. Si, por ejemplo, alguien envía insidiosamente a otro a un lugar donde sabe que hay ladrones o enemigos suyos, el asalto de éstos es casual para el enviado, puesto que ajeno a su proyecto, pero no para quien lo envió, que así lo había planeado. De la misma manera nada impide que algunos hechos se produzcan de manera fortuita y casual desde el punto de vista de lo que el hombre conoce, y que sin embargo respondan a la ordenación de la divina providencia.

La clave para resolver la cuarta razón la podemos encontrar en que la eficacia necesaria de una causa para conseguir su efecto ha de tomarse de la condición de la misma. Porque no todas las causas producen su efecto según la misma condición. Así, la causa natural lo produce en virtud de su forma, por la cual se encuentra en acto; y por eso el agente natural ha de producir un efecto que sea tal como es el agente y, a la vez, otro que el agente. En cambio, la causa racional produce el efecto en virtud de la forma conceptual que intenta realizar. Por eso el agente intelectivo produce su efecto tal como entiende que debe ser producido, salvo que le falle la virtud operativa.

Por otra parte, cuando a un agente le compete la producción de un determinado género de cosas, también le corresponde producir las diferencias propias de ese género. Si, por ejemplo, hubiera un agente destinado a producir el triángulo, debería producir igualmente el triángulo equilátero o el isósceles. Pero lo necesario y lo posible son diferencias propias del ente. Luego a Dios, a cuyo poder compete propiamente la producción del ente, le corresponde también, de acuerdo con su previsión, conceder a las cosas que produce, a unas la necesidad, a otras la posibilidad de existir.

Hay, pues, que conceder que la providencia divina, existente desde la eternidad, es causa de todos los efectos que se producen bajo su influjo y que proceden de ella de acuerdo con su inmutable disposición. Y, sin embargo, no todo lo produce de modo que sea necesario, sino que, del mismo modo que su providencia dispone que tales efectos se produzcan, así también dispone que de estos efectos unos sean necesarios, y a éstos les asignó causas propias que obran por necesidad, y que otros sean contingentes, y a éstos les adjudicó sus causas propias que producen su efecto de modo contingente.

De lo cual se deduce la solución de la razón quinta. Porque, así como de Dios, cuyo ser es necesario de suyo y en grado sumo, proceden efectos contingentes debido a la propia condición de las causas [segundas], así también proceden de Él, que es el sumo bien, ciertos efectos, los cuales, considerados en sí mismos y en cuanto proceden de Dios, son buenos; pero inciden en ellos algunos defectos debidos a la condición de las causas segundas, por los cuales se dicen malos.

Pero incluso es bueno que Dios permita que tales efectos ocurran: Ya sea porque el orden de las cosas, en el que consiste el bien del universo, pide que los efectos respondan a la condición de las causas; o también porque del mal de uno proviene el bien de otro, como se ve en las cosas naturales, donde la corrupción de unas cosas es el origen de la generación de otras; y en el orden moral, donde la persecución del tirano da lugar a la paciencia del justo. No era por tanto conveniente que la divina providencia impidiera por completo los males en el mundo.

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