CAPÍTULO 16: Respuesta a las dificultades contra la verdad

CAPÍTULO 16

Respuesta a las dificultades contra la verdad

Visto lo que precede, es fácil responder a las alegaciones en contrario.

Dicen, en primer lugar, que conviene tener posesiones comunes. Como ya se dijo, es conveniente por razón de aquellos que no son capaces de la alta perfección que reinaba entre los primeros cristianos. Pero tampoco estos menos perfectos tenían que ser desatendidos. Sin embargo, entre quienes habían seguido la perfección en plenitud, aquellas posesiones no existieron nunca. Con todo, no se puede olvidar una cosa: El Señor, que también era servido por los ángeles (Mt 4,11), quiso tener una bolsa con que atender las necesidades ajenas, porque, como dice Agustín, algún día la Iglesia habría de necesitar tener bolsa. Si hay una comunidad en la cual todos tiendan a la mayor perfección, les conviene no tener posesiones comunes.

La segunda dificultad insistía sobre el hecho de que San Benito en su vida había recibido grandes posesiones. Esto basta para demostrar que el poseer en común no excluye totalmente la perfección monástica. Pero de ello no se sigue que el carecer totalmente de posesiones no sea más perfecto que el tenerlas en común. San Benito mismo dice en su Regla que introdujo alguna atenuación en el rigor de la vida monástica establecida por los antiguos, condescendiendo con la debilidad de los monjes de su tiempo. La misma razón vale para San Gregorio, el cual edificó monasterios según la regla instituida por San Benito.

El tercer argumento aclaraba que el Señor permitió a los apóstoles, para tiempo de persecución, tomar la bolsa y el bastón. Pero esto, más bien, se vuelve contra nuestros adversarios, como se dijo ya. Si la persecución permite dulcificar el rigor de la disciplina, se sigue que, concluida la persecución, hay que volver a la norma de no llevar bolsa ni bastón. Por lo demás, tampoco se lee que en aquel tiempo de persecución hayan buscado posesiones comunes. Por lo cual es evidente que lo que dicen no viene a propósito.

La cuarta dificultad dice que el Señor no instituyó una orden para quienes no tengan posesiones, sino que instituyó el orden de los prelados que tienen posesiones. Esto último es mentira manifiesta. El Señor instituyó unos discípulos que no habían de tener ni oro ni plata, y cuyos corazones no llevasen el peso de preocupaciones de este mundo. A quienes, por amor a él, se desprenden de campos y casas les promete premios no sólo en la vida futura, sino también en el tiempo presente, de modo que, a semejanza de los apóstoles, no poseyendo nada en el mundo, lo tengan todo. Es claro que quienes siguen esto, siguen lo instituido por Cristo. Quienes siguen a los santos fundadores de diversas órdenes no fijan la mirada en ellos, sino en Cristo, cuyas enseñanzas proponen. Ellos, a semejanza del Apóstol, no se predican a sí mismos, sino a Cristo: de Cristo son las enseñanzas que proponen.

Así, pues, con la segunda afirmación o se engañan o quieren engañar. Dicen que Cristo instituyó el orden de los obispos y de los otros clérigos que tienen posesiones, o en común o propias. Pero no fue Cristo quien instituyó esto. Más bien instituyó su orden en perfecta pobreza, como consta por lo dicho. Posteriormente, la Iglesia aceptó las posesiones comunes, con sentido práctico y por hacerse cargo de la condición humana.

La quinta dificultad dice que no se puede pensar que la santidad cristiana haya estado aletargada desde los tiempos de los apóstoles hasta los nuestros. Es verdad que no se adormeció, sino que se mantuvo vigorosa en Egipto y en otras partes del mundo. Pero ¿acaso se puede imponer a Dios un modo de atraer a los hombres: un modo que sea válido en todo tiempo y lugar, que afecte a todos los hombres? Por el contrario, es Dios quien, según el orden de su sabiduría, la cual lo dispone todo con suavidad, proporciona a cada tiempo las ayudas convenientes para la salvación de los hombres. ¿Qué ocurriría si se preguntase: acaso estuvo aletargada la sabiduría cristiana desde el tiempo de los grandes doctores, Atanasio, Basilio, Ambrosio, Agustín y otros que vivieron por entonces, hasta estos nuestros tiempos, en los hombres que se aplican a su estudio de manera más intensa? ¿Acaso, según este extraño modo de argumentar, será ilícito reanudar lo bueno que permaneció interrumpido durante algún tiempo? Según esto, sería también ilícito soportar el martirio y hacer milagros, por tratarse de cosas interrumpidas desde hace mucho.

La sexta dificultad, según la cual quienes no tenían posesiones comunes vivían del trabajo de sus manos, es una calumnia que no cae solamente sobre los religiosos, sino también sobre otros. El Apóstol predicaba el evangelio y vivía del trabajo de sus manos. ¿Acaso los obispos, los arcedianos y todos aquellos a quienes por oficio compete predicar el evangelio, pecan si no viven del trabajo de sus manos? Si no están obligados a esto, porque Pablo lo hacía no por obligación, sino por supererogación, ¿por qué cargan sobre los religiosos todo cuanto los santos padres hicieron por supererogación? Nadie puede cumplir todas las supererogaciones, dado que uno sobresale en una cosa y otro en otra. Si se dice que no es supererogación, sino una necesidad, que quienes no tienen posesiones comunes vivan del trabajo de sus manos, confieso que en ese punto lo necesario es no vivir ociosamente. Pero el ocio se remedia no solamente con el trabajo manual, sino mucho mejor por el estudio de la Sagrada Escritura: un ocio en el que hay mucho negocio, como dice Agustín. Por eso, en relación con las palabras desfallecieron mis ojos… (Sal 118,82) dice la Glosa: No está ocioso aquel que se aplica a la palabra de Dios; ni hace más el que trabaja exteriormente que quien se aplica con esfuerzo a conocer la divinidad. Precisamente la sabiduría es la obra más grande. El ocio se remedia también con el trabajo de la enseñanza, con el que se combate contra los enemigos de la fe, de acuerdo con las palabras del Apóstol: Trabaja como buen soldado de Cristo (2 Tim 2,3). La Glosa lo explica así: es el trabajo de predicar el evangelio contra los enemigos de la fe.

Confieso que esto es necesario para quienes no tienen otro medio de vivir lícitamente. Ahora bien, a quienes anuncian el evangelio, también a los monjes, les está permitido vivir del evangelio y del ministerio del altar, como dice Agustín en el libro De operibus monachorum.

Además, a los monjes, ¿les están permitidas solamente las posesiones que pueden adquirir con su trabajo manual? ¿No es para causar risa el decir que a los religiosos les está permitido recibir como limosna grandes posesiones, pero que no les está permitido recibir en limosnas de los fieles lo que necesitan para el frugal y cotidiano sustento? Por consiguiente, quienes no tienen posesiones comunes no están sujetos a necesidad alguna de trabajar manualmente. De esto he tratado largamente en otra parte.

La séptima dificultad más merece risa que respuesta. En efecto, ¿quién no ve que se requiere una preocupación mucho mayor para atender a grandes posesiones, tanto que es difícil encontrar laicos debidamente capacitados, que para recibir un sencillo sustento, que es donado por la piedad de los fieles, como provisión que tiene origen en la clemencia divina?

La octava dificultad dice que los religiosos se ven forzados a intervenir en los asuntos de aquellos que los proveen de lo necesario. Lo confieso: intervienen, pero para interesarse por su salud espiritual, como para consolar a los atribulados; ésta es una preocupación propia de la caridad y que no se opone en nada a la vida religiosa. Más bien, como está escrito, la religión pura e inmaculada consiste en visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones (Sant 1,27).

Lo propuesto en último lugar es pura frivolidad. Las cosas de que se sirven los religiosos para sustento no les pertenecen en cuanto a propiedad de dominio; sencillamente son empleadas para atender su necesidad por aquellos que tienen el dominio, cualesquiera que ellos sean.

Esto es lo que, por el momento, me ha parecido escribir contra la errónea y pestilencial doctrina de quienes apartan a los hombres de entrar en religión. Si alguien quiere contradecir, no chismorree ante niños, sino escriba y publique su escrito para que pueda ser juzgado por personas inteligentes, capaces de discernir qué hay de verdadero y para que lo falso sea confutado por la autoridad de la verdad.

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