CAPÍTULO 16
Perfección intensiva del amor al prójimo
En segundo lugar, hay que exponer la perfección intensiva del amor al prójimo. Es cosa bien sabida que cuanto una cosa es amada más intensamente, tanto más fácil es desprenderse de los demás en atención a ella. Las cosas de que uno se desprende por amor al prójimo permiten valorar la perfección de este amor.
En esta perfección se distinguen tres grados. Hay quienes, por amor al prójimo, se desprenden de los bienes exteriores, distribuyéndolos entre personas determinadas o entregando su totalidad para atender las necesidades del prójimo. El Apóstol parece aludir al tema, cuando dice: Aunque entregara todos mis bienes para alimento de los pobres… (1 Cor 13,3). Y en otra parte se lee: Aunque el hombre diese todas las riquezas de su casa por el amor, juzgaría que no había hecho nada (Cant 8,7). El Señor parece asumir unitariamente ambas cosas cuando, a la hora de dar a determinada persona un consejo sobre perfecto seguimiento, dice: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt 19,21). En estas palabras, la renuncia a la totalidad de los bienes exteriores se orienta en dos direcciones: hacia el amor al prójimo, cuando dice: ‘dalo a los pobres’, y hacia el amor a Dios, diciendo: ‘sígueme’.
Dentro de este nivel entra también el soportar, por amor a Dios y al prójimo, pérdidas en los bienes exteriores. Por lo cual el Apóstol, haciendo encomio de algunos, dice: Aceptasteis con gozo el ser despojados de vuestros bienes (Heb 10,34). Y en los Proverbios se lee: Quien por amor al amigo no desecha el sufrir perjuicio, es justo (12,26).
No cumplen este grado de perfección quienes, con los bienes que poseen, no socorren al prójimo necesitado. Por lo cual ha sido escrito: Si alguien, teniendo bienes de este mundo y viendo al prójimo en necesidad, cierra sus entrañas, ¿cómo es posible que el amor de Dios more en él? (1 Jn 3,17).
El segundo grado de perfección consiste en que alguien, por amor al prójimo, exponga su cuerpo a trabajos. El Apóstol ofrece en sí mismo ejemplo de ello, cuando dice: Día y noche trabajamos con esfuerzo y cansancio, para no ser gravoso a ninguno de vosotros (2 Tes 3,8). Aquí entra también el no rechazar sufrimientos ni persecuciones por amor al prójimo. A este propósito dice el Apóstol: Dado que sufrimos tribulación, la sufrimos para estímulo vuestro, para salvación vuestra (2 Cor 1,6). Y en otro lugar dice: Sufro el estar encadenado como un malhechor, pero la palabra de Dios no está encadenada. Así, pues, lo soporto todo por amor a los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación (2 Tim 2,9-10).
No cumplen lo que este grado requiere quienes, por amor al prójimo, ni renuncian a deleites ni soportan incomodidades, cualesquiera que sean. Contra ellos está escrito: Vosotros que dormís en lecho de marfil y os regocijáis en vuestros lechos elegantes, vosotros que coméis corderos del rebaño y terneros escogidos de entre la vacada. Vosotros que cantáis al son del salterio, como David, pensando tener los instrumentos musicales, vosotros que bebéis el vino en copas grandes y disfrutáis de los más exquisitos perfumes: Vosotros no tuvisteis pena alguna por las desgracias de José (Am 6,4-6). Se dice también: No salisteis para resistir al adversario, ni os pusisteis como muro a favor de la casa de Israel, para sostener el combate en el día del Señor (Ez 13,5).
El tercer grado de amor consiste en dar la vida por los hermanos. Por lo cual dice la Escritura: En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él dio la vida por nosotros, y nosotros también debemos dar la vida por los hermanos (1 Jn 3,16). El amor no puede llegar a un grado de mayor intensidad. El Señor mismo lo dice: No hay amor más grande que el de dar la vida por los amigos (Jn 15,13). Por lo cual la perfección del amor fraterno consiste en esto.
El alma puede ser considerada bajo dos aspectos. Primero, en cuanto vivificada por Dios y, desde este punto de vista, no debe dar la vida por los hermanos. El hombre ama la vida del alma en la medida en que ama a Dios. Ahora bien, es evidente que cualquiera debe amar a Dios más que al prójimo. Nadie, por tanto, puede renunciar a la vida del alma, pecando, para salvar al prójimo.
El alma puede ser considerada también bajo un segundo aspecto o en cuanto vivifica el cuerpo y es principio de la vida humana. Y, desde este punto de vista, debemos dar la vida por los hermanos, porque al prójimo le debemos un amor más grande que a nuestro cuerpo. Así, pues, dar la vida corporal por la salvación espiritual del prójimo es legítimo, y cae bajo precepto, en caso de necesidad. Si alguien ve, por ejemplo, que otro es seducido por infieles [es arrastrado hacia la infidelidad], debería exponerse al peligro de muerte por liberarlo de la seducción.
Fuera de los casos de necesidad, el exponerse a peligro de muerte por la salvación de otros pertenece a la perfecta justicia o perfección de consejo. Podemos tomar ejemplo del Apóstol, el cual dice: Con mucho gusto me gastaré y me desgastaré por vuestras almas (2 Cor 12,15). Acerca de lo cual dice la Glosa: La caridad perfecta consiste en que uno esté dispuesto a morir por los hermanos.
La condición servil tiene cierta semejanza con la muerte, y por este motivo es llamada muerte civil. La vida se manifiesta sobre todo en el poder de moverse a sí mismo. Cuando el movimiento viene sólo del impulso recibido, la situación tiene mucha semejanza con la muerte. Es lo que ocurre a quien se encuentra en condición servil. El siervo no se mueve a sí mismo; está sometido al mandato del amo. Por consiguiente, hay la misma perfección en que alguien se someta a servidumbre por amor al prójimo, y en que se exponga al peligro de muerte. Esto último, sin embargo, es valorado como más perfecto, porque el hombre naturalmente rehúye la muerte más que la condición servil.
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