CAPÍTULO 15: Perfección de amor al prójimo que cae bajo consejo

CAPÍTULO 15

Perfección de amor al prójimo que cae bajo consejo

Ha sido expuesto lo relativo a una perfección de amor al prójimo que se requiere para la salvación. Ahora hay que exponer otra forma de perfecto amor al prójimo que va más allá de la perfección común y que cae bajo consejo. En esta perfección hay que tener en cuenta tres cosas. La primera es la extensión.

Cuanto mayor es el número de personas a que se extiende el amor, tanto éste muestra ser más perfecto.

En la extensión del amor hay que señalar tres grados. Hay quienes aman a otros o por los beneficios que les prestaron, o por vínculos de parentesco natural o cívico. Y este grado de amor queda incluido dentro de los límites de la amistad civil. Por lo cual, dice el Señor: Si amáis a quienes os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Acaso los publicanos no hacen eso también? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso los paganos no hacen eso también? (Mt 5,46-47).

Hay quienes extienden el afecto también a los extraños, a condición de no encontrar en éstos cosa alguna contraria. Este grado de amor se queda, en cierto sentido, dentro de los límites de la naturaleza. Dado que todos los hombres se unifican en la naturaleza específica, todo hombre es naturalmente amigo de todos. Y esto se manifiesta en que cualquier hombre orienta a cualquier otro cuando yerra el camino y lo levanta de una caída y tiene para con él otras análogas expresiones de amor. Pero hay que tener en cuenta una cosa. Por naturaleza, el hombre se ama a sí mismo más que a otro. Ahora bien, una misma es la razón de que algo sea amado y de que su contrario sea aborrecido. De ello por tanto se sigue que, dentro de los límites de la naturaleza, no cabe el amor a los enemigos.

El tercer grado de amor al prójimo consiste en que el amor se extienda también a los enemigos. Es el Señor quien enseña este grado de amor, cuando dice: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os aborrecen (Mt 5,44). Y deja claro que la perfección del amor consiste en esto, añadiendo a manera de conclusión: Sed, pues, perfectos, como también vuestro Padre celestial es perfecto (v.48). Esto va más allá de la perfección común, como se ve por las palabras de Agustín, el cual dice así: Éstas son cosas de los hijos de Dios perfectos, hacia las cuales debe tender todo fiel cristiano, tratando de conducir hasta aquí su espíritu mediante la oración dirigida a Dios y la lucha consigo mismo. Pero este grandísimo bien no se realiza en una multitud tan numerosa como la que creemos que es escuchada cuando, en la oración, decimos: Perdona nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Se nos presenta aquí una cuestión. Bajo el nombre de prójimo está comprendido todo hombre. En el precepto amarás al prójimo como a ti mismo no se hace excepción alguna. Parece, por tanto, que en lo necesario por precepto entra también el amor a los enemigos.

La solución es fácil con sólo recordar lo que fue dicho anteriormente acerca de la perfección del amor a Dios. Se dijo, efectivamente, que en el mandamiento amarás al Señor tu Dios con todo el corazón se puede tomar en consideración lo que es necesario en virtud del precepto mismo, lo que cae bajo consejo y lo que pertenece a la perfección de los comprehensores. Si el ‘amarás al Señor tu Dios con todo el corazón’ es entendido sobre la base de que el corazón del hombre esté dirigido siempre a Dios mediante un acto, entonces expresa lo que pertenece a la perfección de los comprehensores. Si es tomado en el sentido de que excluye del corazón del hombre todo lo que es contrario al amor de Dios, entonces expresa lo obligatorio en virtud del precepto. A la perfección del consejo pertenece el hecho de que, para una dedicación más libre a Dios, alguien renuncie a cosas que podría usar libremente.

De manera semejante, aquí es preciso decir que el precepto obliga concretamente a esto: el precepto del amor al prójimo es universal; de esta universalidad no puede ser excluido el enemigo, ni cabe aceptar cosa alguna contraria a este amor. Sin embargo, es de consejo realizar actos de amor al enemigo, cuando éste no es obligatorio. La obligación de amar a los enemigos y hacerles bien con un acto especial urge tan sólo en algún caso también especial, como cuando, de no prestarles ayuda, podría sobrevenir la muerte por hambre, o cuando ocurre alguna otra cosa parecida. Fuera de estos casos de necesidad, el precepto no impone obligación de amar con un acto especial y de servicio a los enemigos, porque ni siquiera hay obligación de hacerlo con todos en virtud del precepto.

El amor a los enemigos se deriva directamente del amor a Dios y sólo de ese amor. En otras formas de amor lo que mueve a amar es algún otro bien, por ejemplo el beneficio recibido, o la comunión de sangre, la unidad cívica, o alguna cosa semejante. Pero al amor de los enemigos sólo Dios puede mover. Son amados, porque pertenecen a Dios, por cuanto han sido hechos a su imagen y tienen capacidad de acogerlo. Ahora bien, la caridad da preferencia a Dios sobre todos los demás bienes, por lo cual no toma en consideración el daño que recibe de los enemigos para odiarlos por ese motivo; centra la atención en el bien divino para amar a esos enemigos. Por lo tanto, cuanto más perfectamente está asentado el amor de Dios en el hombre, tanto más perfectamente su ánimo se doblega para amar a los enemigos.

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