CAPÍTULO 12
Contra Orígenes. Las sustancias espirituales fueron creadas desiguales por Dios
Las posiciones que anteceden, al referirse al orden de las sustancias inmateriales, sostuvieron que proceden del primer principio no inmediatamente, sino de acuerdo con cierto orden. Otros, por el contrario, tratando de salvar su procedencia inmediata del primer principio, eliminaron por completo en ellas el orden natural. Y ésta es una postura cuyo autor resulta ser Orígenes.
Entendió, en efecto, que de un autor justo no pueden proceder cosas diversas y desiguales, a no ser que preceda cierta diversidad. Pero ninguna diversidad pudo preceder a la primera producción de las cosas por Dios, cuya acción no presupone nada. Sostenía, pues, que inicialmente todas las cosas fueron producidas iguales por Dios. Por eso, como los cuerpos no pueden ser equiparados a las sustancias incorpóreas, sostuvo que en la primera producción de las cosas no existían los cuerpos; pero después apareció la diversidad en las cosas producidas por Dios, debido a la diversidad de los impulsos voluntarios de las sustancias inmateriales, que están naturalmente dotadas de libre albedrío.
Algunas de ellas, en efecto, volviéndose hacia su principio mediante un impulso ordenado de la voluntad, se hicieron mejores, y esto de varias maneras, según la diversidad de los impulsos voluntarios, con lo cual, entre ellas unas se hicieron superiores a las demás. Pero otras, por un impulso desordenado de la voluntad se apartaron de su principio, con lo cual se volvieron peores, unas más y otras menos. De modo que ésta fue la ocasión para producir los cuerpos, con el objeto de encadenar a ellos las sustancias inmateriales alejadas del orden del bien y como caídas al nivel de las naturalezas inferiores.
Por eso decía que toda la diversidad de los cuerpos procede de la diversidad del desorden en los impulsos voluntarios de las sustancias inmateriales. De modo que las que se habían apartado menos de Dios estaban encadenadas a cuerpos más nobles; las que se habían apartado más, a cuerpos menos nobles.
Pero la razón de esta postura es inconsistente y la postura misma es imposible. La razón de esta imposibilidad se puede hallar en lo que ya expusimos arriba.
Dijimos, en efecto, que las sustancias espirituales son inmateriales. Si, por consiguiente, hay en ellas alguna diversidad, tiene que deberse a una diferencia formal. Pero en las cosas que se distinguen mediante una diferencia formal no es posible encontrar igualdad. De modo que toda diferencia formal hay que reducirla a la primera oposición, que es la que hay entre la privación y la forma. De aquí que la naturaleza de todas las cosas que difieren formalmente al ser una más perfecta que la otra, se reducen a la relación entre la privación y la forma.
Esto es manifiesto en la diversidad de las especies que conocemos. Pues es así como encontramos que procede el orden natural en los animales, las plantas, los minerales y los elementos, de modo que la naturaleza asciende paulatinamente de lo menos perfecto a lo perfectísimo. Lo cual aparece también en las especies de los colores y de los sabores y de las demás cualidades sensibles.
En cambio, las cosas que difieren materialmente pero tienen la misma forma, nada impide que puedan ser iguales. Porque cabe que sujetos diversos participen la misma forma, ya sea de manera igual, o con algún margen de exceso o de defecto. De esta manera hasta sería posible que las sustancias espirituales fuesen todas iguales si se diferenciaran sólo en la materia y tuvieran la misma forma específica.
Y acaso es así como las concebía Orígenes, sin discernir bien lo referente a las naturalezas espirituales y a las corporales. Pero, como las sustancias espirituales son inmateriales, tiene que haber en ellas un orden natural.
Además, según esta posición se sigue que las sustancias espirituales necesariamente son o imperfectas o superfluas. De hecho, en un único grado de la naturaleza no se encuentran muchos entes iguales, a no ser a causa de la imperfección de cada uno de ellos, o como requisito para su permanencia, de modo que cuando el número no se puede mantener, se compense con la multiplicación. Es lo que pasa con las cosas corruptibles que suelen contar con muchos individuos iguales en cuanto a la especie; o lo que sucede al emprender una operación para la cual no bastan los recursos de un solo individuo, sino que se necesitan muchos para lograr la fuerza adecuada, como se aprecia en un piquete de combatientes o en una cuadrilla de obreros que arrastran una nave.
En cambio, aquellos entes dotados de virtud perfecta y permanente en su condición natural, no se multiplican numéricamente dentro de la misma especie. Hay en efecto un único sol que basta para durar siempre y para producir todos los efectos que le competen por su naturaleza, y otro tanto sucede con los demás cuerpos celestes. Pero las sustancias espirituales son mucho más perfectas que los cuerpos, incluso los celestes. Por eso en ellas no se dan muchas dentro del mismo grado natural; porque donde basta una, sobran las demás.
Además, la sobredicha postura substrae la perfección del bien al conjunto de las cosas producidas por Dios. Porque la perfección de cualquier efecto consiste en asemejarse a su causa. Y así lo que se genera por naturaleza alcanza su perfección cuando llega a asemejarse con el generante. También la perfección de los objetos artificiales consiste en que se ajusten a la forma del arte. Pero en el primer agente no sólo se tiene en cuenta que es bueno, que es ente y que es uno, sino también que posee todo esto en un grado más alto que ninguna otra cosa, con lo cual las atrae todas a participar de su bondad. Para la perfecta asimilación de cuantas cosas Dios ha producido se requiere, por tanto, no sólo que cada una sea buena y ente, sino que unas sean superiores a las otras, y las muevan a sus fines, de modo que el bien del universo es el bien del orden, como lo es también el de un ejército. Pero este bien universal de las cosas lo elimina la referida postura [de Orígenes] al establecer una igualdad omnímoda en la producción de las cosas.
Además, no es nada razonable atribuir al azar cuanto hay de más perfecto en el universo. Porque lo óptimo es lo que más que ninguna otra cosa tiene razón de fin intentado. Pero lo óptimo en la universalidad de las cosas es el bien del orden. Pues esto es el bien común, mientras que los demás son bienes particulares. Pero dicha posición atribuye al azar este orden que actualmente se encuentra en las cosas, puesto que resulta accidental que una sustancia espiritual se mueva con su voluntad de un modo, y otra de otro modo. Por eso la citada posición debe ser rechazada en absoluto.
Y en cuanto a la razón de esa postura también resulta inconsistente. Pues no es la misma norma de justicia la que rige en la constitución de un todo integrado por partes numerosas y diversas, que la que se aplica a la distribución de algo común entre los particulares. Porque el que se propone crear un todo, intenta desde luego que sea perfecto, y para ello procura que esté compuesto de partes diversas y desiguales.
Porque si todas fueran iguales ya el todo no sería perfecto; lo cual es manifiesto tanto en el todo natural, como el social. Pues no sería perfecto el cuerpo del hombre si no constara de miembros diversos y de dignidad desigual; ni sería tampoco perfecta la sociedad civil de no existir en ella condiciones desiguales y oficios diversos. En cambio, en la distribución social hay que mirar al bien de cada uno, y por eso a los que son diversos se les asignan porciones diversas en consonancia con su previa diversidad que requiere un tratamiento diverso.
Por eso, en la primera producción de las cosas Dios produjo cosas diversas y desiguales, atendiendo a lo que requiere la perfección del universo, y no a diversidad alguna preexistente en las cosas; para esto espera a la remuneración del juicio final, en la que dará a cada uno según lo que haya merecido.
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