CAPÍTULO 1: Las opiniones de los antiguos y de Platón

CAPÍTULO 1

Las opiniones de los antiguos y de Platón

Así pues, los primeros que filosofaron acerca de la naturaleza de las cosas estimaron que no existen más que cuerpos, y entendieron que los primeros principios de las cosas son elementos corpóreos, ya sea uno solo ya sean varios.

Los que admitían uno solo, dijeron que era el agua, como Tales de Mileto; o el aire, como Diógenes; o el fuego, como Hípaso; o el vapor, como Heráclito. Entre los que admitían varios, unos dijeron que eran infinitos, como Empédocles y Anaxágoras, para quienes los principios de todas las cosas era una infinidad de partes mínimas. Salvo que Demócrito las consideró como idénticas en su naturaleza y sin más diferencias que las de la figura, el orden y la posición. Anaxágoras, en cambio, sostenía que aquellas cosas que constan de partes semejantes, poseen como principios primeros una infinidad de partes mínimas.

Y, como en el ánimo de todos estaba que el primer principio de las cosas debían considerarlo como Dios, en la medida en que cualquiera de ellos atribuía a un cuerpo la categoría de primer principio, le otorgaba también el nombre y la dignidad de lo divino.

Todo esto lo decimos porque tales filósofos y sus secuaces nunca pensaron que existiesen las sustancias incorpóreas a las que llamamos ángeles.

Pero los Epicúreos, que traen sus raíces de la doctrina de Demócrito, ponían ciertos dioses, corpóreos desde luego, puesto que les atribuían figura humana y de ellos decían que están siempre ociosos, sin ocuparse de nada, de modo que vivían felices gozando de constantes placeres. Y esta opinión llegó a tener tal influjo que hasta encontró eco en los judíos por parte de los Saduceos, que rendían culto a Dios, pero sin concebirlo como ángel ni como espíritu.

A esta opinión se opusieron los filósofos antiguos por tres caminos. El primero fue el de Anaxágoras que, si bien sostuvo junto con los demás filósofos naturalistas que los principios de las cosas corpóreas son materiales, fue el primero entre ellos que propuso un principio incorpóreo, a saber, el entendimiento.

Porque según su opinión todo lo corporal estaba constituido por una mezcla heterogénea, y no parecía que los cuerpos pudiesen distinguirse unos de otros sino mediante algún principio de distinción que fuera en sí mismo totalmente inmixto y no tuviera nada común con la naturaleza corpórea.

Pero tal opinión, aunque se adelantó con su acierto a los demás filósofos que sólo admitían una naturaleza corporal, queda todavía lejos de la verdad en dos cosas.

En primer lugar, porque, según enseña, no reconoce más que un entendimiento separado, que había producido el presente mundo distinguiendo lo que estaba mezclado. Mas, como la institución del mundo la atribuimos a Dios, la opinión de Anaxágoras no nos dice nada acerca de las sustancias incorporales que llamamos ángeles, que son inferiores a Dios y superiores a las naturalezas corpóreas.

En segundo lugar, porque incluso acerca del entendimiento que consideraba inmixto, se muestra deficiente puesto que no salvaguardó suficientemente su poder y su dignidad. Pues, a pesar de que lo propuso como separado, no lo consideró como principio universal del ser, sino sólo como principio distintivo. No sostenía, en efecto, que los cuerpos mezclados entre sí recibieran el ser del entendimiento separado, sino que sólo recibían de él la mutua distinción.

Por eso fue Platón el que adoptó otro camino más eficaz para superar la opinión de los primeros filósofos naturalistas. Éstos, en efecto, sostenían que los hombres no pueden alcanzar ninguna verdad cierta acerca de las cosas, bien por razón del constante fluir de las cosas corporales, bien por los engaños que nos originan los sentidos con los que conocemos los cuerpos. Por eso Platón propuso ciertas naturalezas que, al ser separadas de la materia de las cosas fluyentes, serían sujeto de una verdad fija, de modo que, ateniéndose a ellas, el alma podría conocer la verdad. Y así, dado que el entendimiento, al conocer la verdad, aprehende algo separado de la materia de las cosas sensibles, sostuvo que existen algunas naturalezas separadas de lo sensible.

Por otra parte, nuestro entendimiento se sirve de una doble abstracción para llegar al conocimiento de la verdad. Una es aquella por la que aprehende los números matemáticos y las magnitudes y las figuras matemáticas sin aprehender la materia sensible. Pues es patente que al entender el número dos o el tres o la línea y la superficie, o el triángulo y el cuadrado, no entra en nuestra aprehensión junto con esto nada que tenga que ver con el calor o el frío u otras cosas semejantes, de las percibidas por los sentidos. La otra abstracción es la que emplea nuestro entendimiento cuando entiende algo en universal sin prestar atención a lo particular. Por ejemplo, cuando pensamos en el hombre sin pensar para nada en Sócrates o Platón u otro individuo cualquiera; y lo mismo pasa en las demás cosas.

Platón, pues, ponía dos géneros de cosas abstraídas de lo sensible, a saber, las entidades matemáticas y las entidades universales, que llamaba especies o ideas. Entre esos dos géneros sin embargo establecía esta diferencia: Que en las entidades matemáticas podemos aprehender muchas de una misma especie, como dos líneas iguales, o dos triángulos equiláteros iguales; mientras que en las especies esto es completamente imposible, puesto que el hombre tomado en universal es uno solo en su especie. De aquí que las cosas matemáticas las consideraba como intermedias entre las especies o ideas y las cosas sensibles, puesto que coinciden con las cosas sensibles en que se contienen muchas bajo una misma especie, y con las especies o ideas en que abstraen de la materia sensible.

Además establecía cierto orden entre las especies o ideas. Porque pensaba que cuanto algo es más simple en el entendimiento, tanto goza de mayor prioridad en el orden real. Ahora bien, lo primero en el entendimiento es el uno y el bien: pues el que no entiende el uno no entiende nada, aparte de que la unidad y la bondad son consiguientes la una a la otra. Y por eso la misma primera idea del uno, la que llamaba el uno en sí y el bien en sí, la consideraba como el primer principio de las cosas, y decía que es el sumo dios.

Por otra parte, bajo este uno establecía diversos órdenes de participantes y participados como sustancias separadas de la materia. Y a estos órdenes les llamaba dioses secundarios, es decir, una especie de unidades de segundo rango después de la primera unidad simple.

Además sostenía que, así como todas las otras especies participan de lo uno, también el entendimiento debe participar de las especies de los entes mediante las cuales pueda entender. Por lo cual, así como bajo el dios sumo, que es la unidad primera, simple e imparticipada, existen otras especies de cosas que son como unidades y dioses segundos, así también bajo el orden de estas especies o unidades situaba el orden de los entendimientos separados, que participan de las especies sobredicha; mediante las cuales entienden en acto. Y entre estos entendimientos cada uno es superior en la medida en que es más próximo al entendimiento primero, que tiene una plena participación de las especies, de la misma manera que entre los dioses o las unidades cada una es superior en la medida en que participa más perfectamente de la unidad primera. Y, aunque distinguía entre los entendimientos y los dioses, no excluía que los dioses fuesen inteligentes. Por el contrario, los consideraba superinteligentes, y no porque participaran de las especies, sino por sí mismos. Aunque de modo que ninguno de ellos era bueno y uno sino en cuanto participaba del uno y del bueno primero.

Además, vemos que hay algunas almas inteligentes; lo cual sin embargo no les conviene en cuanto almas, de lo contrario se seguiría que toda alma es inteligente y que es así en su totalidad. Por eso sostenía también que bajo el orden de los entendimientos separados existe el orden de las almas, de las cuales hay algunas, las superiores, que participan de la virtud intelectiva, mientras que las inferiores carecen de ella.

Por otra parte, al ver que los cuerpos no se mueven por sí mismos más que cuando están animados, decía que la propiedad de moverse por sí mismos compete a los cuerpos en cuanto participan del alma; puesto que aquellos cuerpos que carecen de esta participación, no se mueven más que cuando otro los mueve. Por lo cual sostenía que propio de las almas es moverse a sí mismas y por sí mismas.

Así pues, bajo el orden de las almas ponía el orden de los cuerpos’, pero de modo que el supremo de los cuerpos, esto es, el primer cielo, que detenta el primer movimiento, participa su moción del alma suprema, y así sucesivamente hasta el ínfimo de los cuerpos celestes.

Debajo de éstos todavía situaban los Platónicos otros cuerpos inmortales, que participan perpetuamente de las almas, a saber, los aéreos o etéreos. Entre éstos situaban algunos completamente exentos de la corporeidad terrena, y decían que eran los cuerpos de los demonios. Otros, en cambio, los consideraban imbuidos de corporeidad terrena, y éstos eran los vinculados a las almas de los hombres. Pero no sostenían que sea este cuerpo terreno que palpamos y vemos el que participe inmediatamente del alma, sino que eso compete a otro cuerpo animado interior, incorruptible y perpetuo, como también lo es la propia alma. De tal manera que el alma, con su cuerpo perpetuo e invisible, se encuentra en este cuerpo más tosco, no como la forma en la materia, sino como el piloto en la nave.

Y, como sostenían que de los hombres algunos son buenos y otros malos, lo mismo decían de los demonios. Pero las almas celestes, los entendimientos separados y los dioses, a todos los consideraban buenos.

De donde resulta que entre nosotros y el sumo dios situaban cuatro órdenes: el de los dioses segundos, el de los entendimientos separados, el de las almas celestes, y el de los demonios buenos o malos. Y todos estos órdenes intermedios, si se dieran de verdad, serían lo que nosotros conocemos con el nombre de ángeles. Pues también los demonios son llamados ángeles por la Sagrada Escritura; y tal como afirma San Agustín en el Enchiridion, las mismas almas de los cuerpos celestes –en el supuesto de que estén animados– habría que contarlas también entre los ángeles.

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