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Tomás de Aquino, el santo; Mons. Adolfo Tortolo (I)

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TOMÁS DE AQUINO, EL SANTO

Mons. Adolfo Tortolo, Arzobispo de Paraná. (Revista Mikael 5, 1974, 7-17).

I. LA SANTIDAD

Quizá ninguna palabra sea tan privativa de Dios como la palabra Santidad. “Yo soy Santo; sólo Dios es Santo”, no son expresiones de un simple atributo. La Santidad en Dios es mucho más. Es el medio vital en que vive Dios necesariamente, pe­netra toda su realidad ad intra y toda su acción ad extra. Es el halo del misterio que lo separa de to­do. Pero es también lo absolutamente suyo.

Todas las culturas han reconocido y recono­cen la preminencia del valor Santidad, y consien­ten en que el santo es superior al héroe, al sabio y al genio. El mismo sentido popular cuando quie­re exaltar la bondad de alguien lo expresa todo diciendo: es un santo.

Pero ¿en qué consiste la Santidad? Santo To­más de Aquino -cuya Santidad quisiéramos en­trever- nos señala dos elementos esenciales en la Santidad de Dios; negativo uno y positivo el otro. La Santidad exige inmunidad de pecado y absolu­ta adhesión a Dios o unión con Él. Es decir: adhe­sión total a Sí mismo.

Dios y el pecado metafísicamente se rechazan y se oponen. En Dios no hay pecado ni tiniebla alguna. Vive en un océano de pureza inmaculada y en un abismo de luz incorruptible. Se extasía contemplan­do su límpida pureza. Ésta contemplación eterna, siempre en acto, lo embebe en la unión fruitiva del amor a Sí mismo. En esto consiste la Santidad de Dios.

Su vida ad intra y su acción ad extra son santas, porque surgen de la Fuente misma de toda Santidad. Una breve frase expresa bella­mente esta incuestionable realidad cuando afirma: “Dios santifica todo lo que toca”.

Esta substancial Santidad de Dios se nos hizo visible y comunica­ble en Cristo. “El Santo que de ti nacerá”… en el anuncio del Ángel marca el carácter específico y sagrado de quien nacería de la “llena de gracia”. Desde ese instante, Cristo Jesús, prototipo de toda Santidad, viene al mundo “lleno de gracia y de verdad”, y “de su plenitud todos recibimos”.

Gracia y Santidad se confunden entre sí. Por eso Cristo al comuni­carnos su gracia nos santifica, al santificarnos nos transforma en Él, al transformarnos en Él nos diviniza. Nos introduce en la plenitud de vida que es Dios.

Ser santo entraña aversión -odio es mejor-, pero aversión irre­conciliable con el mal y una adhesión total al bien. Ser santo equivale a vivir en el orden en que vive Dios y al modo de Dios. Ser santo es elegir a Dios y mantener inmutable esta elección, aun a costa de la vi­da. Ser santo significa estar en Dios; –inesse in Deo– en grado sumo hasta lograr la fusión más plena en Él. Ser santo, dentro de la mística paulina, es ser Cristo de algún modo.

Ser santo significa estar en Dios; –inesse in Deo– en grado sumo hasta lograr la fusión más plena en Él. Ser santo, dentro de la mística paulina, es ser Cristo de algún modo.

Pero al mismo tiempo ser santo es responder a una incuestionable exigencia de Dios ab aeterno: “Sed santos porque Yo soy Santo”.

Todo santo lo es en la medida en que participa de la Santidad de Dios y encarna en sí aquellos elementos esenciales: inmunidad de pe­cado e inquebrantable o absoluta unión con Dios. En este maravilloso proceso, en que Dios y el hombre se adunan, hay constantes: la verdad, el amor, la gracia. La primacía la tiene el amor.

Hay también variantes: cada hombre, su libertad personal, su co­yuntura histórica.

Interviene Dios con su plan concreto sobre cada ser humano, así como sobre toda la humanidad. La irrepetibilidad de los hombres nos advierte la irrepetibilidad de los santos. Cada hombre es un mundo nue­vo; pero el santo lo es muchísimo más. La naturaleza configura distinto a cada rostro. Los rostros de la gracia son más distintos todavía.

Cada santo es una imagen viva de Cristo, gestada desde la pro­fundidad de la gracia y proyectada hacia afuera con el misterio de una misión personal volcada en su corazón y puesta sobre sus hombros.

Esta singularidad de cada santo puede ser llamada forma personal de Santidad. A la pregunta en qué consistió la Santidad de San Fran­cisco de Asís o de Santo Tomás de Aquino, contestamos con la mirada puesta en ese rostro singular que forjó la gracia en Francisco de Asís o en Tomás de Aquino.

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II. LA SANTIDAD DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

¿En qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino? A esta pregun­ta sólo se puede responder de un modo aproximativo. Podríamos decir genéricamente que Santo Tomás de Aquino vivió en el amor a la ver­dad, la verdad del amor.

Vivió innegablemente el amor a la Verdad como misterio propio y como vocación personal, sin otro interés ni otro compromiso que ella misma. Por eso. la hizo conocer y la hizo amar. La intensa y fuerte luz de la Verdad proyectó la totalidad de Tomás de Aquino hacia el Bien, al que se unió identificándose con él como objeto de su amor.

El fue con Dios el co-actor de su proceso personal, sin división, sin fisura, sin interrupción, proceso de múltiples exigencias: a mayor ver­dad mayor amor. A mayor amor mayor verdad.

Pero en último análisis Verdad y Amor son Dios mismo, conocido y amado. Por eso su sed de Verdad y de Amor fue infinita. Con esa Verdad y ese Amor comenzó a vivir, animando la realización de su per­sonalidad con el vigor de ambos. Marcó su vida con el estilo espiritual de los perfectos y selló en ese mismo estilo sus obras todas.

Volvamos, pues, a la pregunta inicial: en qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino. El testimonio unánime de sus coetáneos afirma que desconoció la culpa. Poco o nada el pecado tuvo que ver con él, no por falta de pasiones o de estímulos, sino por un precoz ordena­miento de valores.

La gracia necesita de la naturaleza. Y cuanto mejor es la naturale­za mejor será la alianza de las dos y mejores serán sus frutos.

La culpa, y sobre todo la culpa repetida, tara al hombre; lo corrom­pe. En estos casos, asaz frecuentes, la gracia debe agotar su propia vir­tud curando heridas, purificando zonas de la conciencia, borrando há­bitos, disponiendo el corazón del hombre a convivir con Dios. En el drama de los convertidos hay mucho de esto.

En cambio cuando el orden sobrenatural ancla en el niño, cuando sus potencias vírgenes se dejan instrumentar por la gracia, cuando la gracia y la naturaleza tempranamente se alían de un modo total y es­table, en cierto modo se suprimen los contrarios y se le restituye al al­ma la justicia e integridad originales.

La historia de la Santidad nos presenta con relieves muy fuertes y personales a dos santos que han vivido así desde la mañana de su vida: Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Sales.

Ambos se entregaron a Dios entendiendo que esta entrega sólo podía ser absoluta e incondicional. Ambos padecieron al iniciar la ju­ventud una prueba crucial. La magnitud de esta victoria les ahorró to­da lucha futura. Radicados en una pureza angelical, vivieron la “familiaritas divina” con la ingenua espontaneidad del niño pequeño que se mueve y vive en el palacio de su padre. Ambos mantuvieron un ma­ravilloso equilibrio psicosomático. Ambos poseyeron de un modo emi­nente el don de la paz interior y pudieron comunicarlo en abundancia. Ambos personificaron una vida mística, tempranamente unitiva, más allá de los fenómenos místicos. Ambos lo vivieron a Cristo internamen­te con tal intensidad que ellos mismos se convirtieron en imágenes vi­vas del Señor; en Cristos redivivos.

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III. SANTO TOMÁS Y LA VERDAD

El hombre está hecho para la verdad y para el bien. En escala as­cendente, está hecho para la Verdad absoluta y para el Bien supremo. Verdad y Bien que es Dios.

Pero Dios no suprime el ascenso y el esfuerzo en la búsqueda de la verdad natural. Al contrario, los afirma. Todo el universo nació de Él, y en grados distintos lo hace visible la creación entera.

Tomás de Aquino busca la verdad por sí misma, sin compromiso intelectual alguno. Su mente y su libertad interior son de un rarísimo metal humano. Aprendió a preguntarse por el ser de las cosas: ¿qué es esto? para pasar de inmediato a la pregunta: ¿para qué es esto? La verdad del ser y la verdad del fin. Y el fin determina necesariamente en orden. Orden de ideas, orden de principios, orden de vida, orden de conducta.

Desde este simple punto de vista él puede remontarse -y se re­monta- hasta el mismo corazón de Dios. El itinerario de su mente pa­ra subir a lo alto o para descender a lo más profundo está definitiva­mente trazado y sus trazos son seguros.

La cosmovisión, como la antropovisión, le son claras y perfectas. La luz y el orden de la Redención les dan un nuevo sentido, un sen­tido superior: el sentido teocéntrico. Dios, Principio y Fin de todo el universo.

Cuando San Ignacio de Loyola escriba su Principio y Fundamento no hará otra cosa que repetir un principio metafísico entrañado en toda la teología del Angélico. Los modernos llaman a Santo Tomás “el ge­nio del orden”. Pero más que genio debiera llamarse el santo del or­den esencial; orden que parte de la verdad y se estructura en la fina­lidad de todo y de todos.

La verdad, aprehendida por el hombre, concebida en su mente, no acaba con ser imagen de la cosa conocida y su adecuación intelectual. La verdad exige una respuesta. Pero cuando la verdad aprehendida es Dios, Dios irrumpe en la mente humana como luz y la respuesta que pide es la aceptación total de Sí mismo. Es indudable que las conse­cuencias de esta aceptación tienen un carácter absoluto para el hombre.

El miedo a la verdad es el miedo a la claridad de sus exigencias. El amor a la verdad, la fidelidad a la verdad, revelan de un modo cla­ro y terminante el valor del hombre. El miedo, el desvalor.

Qué raras son en la historia personalidades tan firmemente adhe­ridas a la verdad como lo es Santo Tomás de Aquino. Vive la verdad, la realiza, la transmite. Este servicio fue para él un jugarse entero, ca­si siempre solo.

Aunque de paso, cabe señalar aquí el rico y fuerte contenido de algunas frases bíblicas, dirigidas no sólo al orden de la fe, sino tam­bién al orden simplemente humano: amar la verdad, hacer la verdad, transmitir la verdad, santificarse en la verdad. Estas expresiones y su contenido fueron el pan cotidiano del Angélico.

Santo Tomás de Aquino se desposó íntegramente con la Verdad. Se fusionó con ella. Fue más feliz y afortunado que San Francisco de Asís, quien desposado con la pobreza -su amada temporal- debió cambiarla en el umbral del cielo por la opulencia divina. Santo Tomás, en cambio, se desposó con la Verdad y “la verdad del Señor perma­nece eternamente”. En este desposorio se cumplió para el Angélico el apotegma agustiniano: el hombre es lo que el hombre ama. “Amas cie­lo, eres cielo. Amas Verdad, eres Verdad”.

La verdad tiene sus propiedades, sus calidades propias. La verdad transforma en ella porque transfunde sus propias calidades. La verdad es eterna, es inconmovible, es imperturbable, es pacífica, es fecunda. Es incorruptible y fiel, es inalterable. En qué forma extraordinaria se percibe la proyección de la Verdad —vivida y convertida en alma pro­pia— cuando se recuerda que el Verbo de Dios, hecho carne, se defi­nió a Sí mismo al decir: “Yo soy la Verdad”. En última instancia sobre este módulo divino dejó correr el Angélico su pasión por la verdad.

Santo Tomás operó preferentemente en el ámbito de la Verdad re­velada, de la que fue heraldo y maestro. La verdad revelada le devol­vió la llama serena de su fuego con la luz y el sabor sobrenatural de la contemplación. La Verdad revelada hizo de él uno de los más emi­nentes contemplativos. La nostalgia del cielo, la nostalgia de la Trinidad, como herida en el alma, lo acompañó siempre.

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