Santo Tomas frente al desafío del pensamiento moderno (4), por Cornelio Fabro

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

[Capítulo I, Santo Tomás frente al desafío del pensamiento moderno (4), Las razones del Tomismo (EUNSA 1980, 15-45)].

Fabro Cornelio

3. Tomismo del futuro

Santo Tomás, pensador «esencial»

Está claro que los grandes del pensamiento, como los verdaderamente grandes de la vida, no tienen por qué temer por el futuro : somos nosotros, tomistas o antitomistas, los que debemos ser muy cuidadosos en los pasos que damos, y medir nuestros juicios de aprobación o desaprobación para no poner de manifiesto nuestra poca capacidad y mediocridad.

Hay en todo pensador original o «esencial» (según la terminología heideggeriana) una luz nueva e incomparable que no puede apagarse o perderse en el curso de los siglos y a la que la humanidad debe acudir una y otra vez, si quiere conservar su característica espiritual y progresar en la profundización del significado del propio ser y de su último destino. Todas las polémicas antiplatónicas y antiaristotélicas, que se han sucedido en la cultura occidental desde el tardo Medioevo y en la formación de la cultura moderna, no han podido impedir que las ediciones de sus obras se sigan multiplicando de modo siempre más apreciable y que sus ideas, nunca como en nuestros días, hayan sido objeto de estudios tan profundos y serios en los centros universitarios más distinguidos de Europa y América. Cuanto más nos alejamos de las fechas de su origen, más parece acrecentarse y propagarse la fuerza de aquellas luces, pues aparece libre de las escorias e incomprensiones de una escolástica miope y de adversarios ofuscados por falsas pistas y mezquinas envidias. Se debe a estas extrañas, pero inevitables rémoras, a las que está sometida la índole de la dialéctica de la historia, que el pensamiento de aquellos grandes pueda por fin –desaparecida la polvareda de las luchas– aparecer como esperanza y alivio definitivo. Viene a propósito también aquí el gran pensamiento de Hegel, en la Introducción a la Filosofía del Derecho, de que la filosofía es como el pájaro de Minerva, que levanta el vuelo solamente cuando anochece.

Otra observación, paralela a la precedente y tal vez idéntica en el fondo, es que estos grandes, en aquella luz primordial que hizo latir su espíritu, no son, ni pueden ser, objeto de juicio, sino que ellos se constituyen en jueces de su tiempo y del futuro y con insistencia e incidencia siempre mayor a medida que la humanidad avanza en su historia y en la aparición de nuevas fórmulas, o curiosas y caprichosas evoluciones con pretensión de desarrollo. Ciertamente, nada más endeble que las críticas de Platón y de Aristóteles a los filósofos del siglo anterior a ellos; nos parece particularmente pobre no tanto la ciencia de Aristóteles cuanto su crítica a pensadores de la altura de Anaximandro y Anaxímenes y sobre todo de Parménides y Heráclito, bien conocidos por la Patrística cristiana, y que hoy la más reciente historiografía filosófica (también por influjo de Heidegger) ha traído a primer plano. Es más, gracias a la profundización de esta desviación se puede salvar la luz de la Idea platónica y del Acto aristotélico para una «renovación» del filosofar en su esencia incorruptible.

¿Cómo se explica, pues, que los más preciados y preparados centros de estudios del platonismo y aristotelismo hayan pasado, desde hace un siglo y más, de las universidades católicas a las universidades y facultades de fondo humanista e idealista de Alemania, Francia e Inglaterra, y tales estudios sigan prosperando en ellas de un modo poco común? ¿Por qué la cultura católica ha perdido, una vez más, temas y campos que parecían más propiamente suyos, más conformes y adecuados a sus tradiciones espirituales y a la responsabilidad de su misión de conservar y salvar los valores de Occidente? No queremos culpar a nadie, pero sería una tontería no reconocer los hechos, y éstos atestiguan que cuando se quiere apagar una llama auténtica, de verdad, el espíritu sabe encontrar por cuenta propia un nuevo camino para seguir ardiendo en otro sitio. Estos y otros fenómenos de desastre –o de «pérdida» (si queremos endulzar el término)– espiritual pueden tener ciertamente muchas causas y sería fácil hacer la lista, pero aquí no nos interesa: lo que nos debe interesar y lo que apena a todo espíritu preocupado de la suerte del hombre del mañana, es la facilidad con que una época o una cultura puede «olvidar» e incluso condenar los elementos perennes de los pensadores esenciales pretendiendo apropiarse ex novo et a principio la determinación del sentido y del criterio de la verdad.

Una tercera y aún más elemental consideración en este campo, se refiere concretamente a la delicada situación de la cultura católica, que parece encontrarse bajo el fuego cruzado de la autoridad eclesiástica y de la doctrina teológica. «Parece», hemos señalado aposta: pues por cualquier episodio que pueda presentarse como espantapájaros o por cualquier principio subsidiario que se quiera utilizar como justificación de posible pereza, está el hecho de que siempre que ha aparecido el genio auténtico, la Iglesia se ha alegrado de ello y se ha sentido orgullosa de reconocerlo, de apropiárselo para la realización de su misión de verdad. Las maneras que acompañan a este reconocimiento pueden variar e incluso ser objeto de critica por el hecho de confluir, en un organismo tan complejo como es la vida de la Iglesia, fuerzas o intereses opuestos. Se puede incluso admitir, puesto que a la Iglesia corresponde antes que nada guiar por el camino de la Vida eterna y no confirmar un sistema filosófico cualquiera, que intervienen incluso momentos de inseguridad precisamente por la preocupación pastoral ahora indicada: pero estoy personalmente convencido de que la Iglesia tiene una tal experiencia de las realidades humanas que no puede equivocarse en el juicio sobre el valor efectivo de la inteligencia, que, entre otras cosas, es el primero y más fundamental regalo de Dios al hombre y en el que el hombre se reconoce, por encima de todo, hijo de Dios.

Así pues, con relación a Santo Tomás, que podemos considerar muy a guste en la «familia filosófica de los grandes», la Iglesia, como es sabido, no tardó mucho en pronunciarse, y es también sabido que el Magisterio de los Pontífices en este último siglo ha hecho con Santo Tomás lo que jamás antes había hecho con ningún otro Doctor o escritor eclesiástico. Estos pasos, tan desacostumbrados como explícitos y decisivos, han herido muchas susceptibilidades fuera y dentro del mundo católico: fuera, porque se creía que la Iglesia quería premiar al más decidido propulsor de la teología especulativa y del Primado del Pontífice Romano; dentro, porque parecía (¡y parece!) exagerado atribuir a un solo autor un bien y un apoyo al que parece pueden también aspirar los demás autores que defienden la ortodoxia; un honor que terminaría por recaer después como privilegio exclusivo de una Escuela, con exclusión y por tanto evidente daño moral de las demás escuelas que pertenecen igualmente a la Iglesia. Se podría responder –y para nosotros es una respuesta puramente formal, pero perfectamente correcta también (así nos lo parece)– que la Iglesia está en su pleno derecho al hacer una discriminación en este campo, como lo está toda sociedad en la elección de los medios que considera más convenientes para la consecución de sus objetivos, y que, de este derecho, la Iglesia puede tomarse toda la responsabilidad. Pero nuestro problema es o quisiera ser otro, de naturaleza más directamente existencial, casi como una pregunta y una respuesta dirigida conjuntamente a nosotros mismos, a cada uno de nosotros que ha pasado su vida en las arduas tareas del pensamiento, conscientes ciertamente del respeto debido a las ideas de cualquiera en la vida, pero también y sobre todo de no perder, no olvidar para sí, para la Iglesia y para la humanidad, ninguna de las luces esenciales. ¿Es posible, para expresarnos de alguna manera, poner este problema «en situación»?

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