Santo Tomás de Aquino o de la gentileza italiana, por Cornelio Fabro

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

SANTO TOMÁS DE AQUINO O DE LA GENTILEZA ITALIANA, por Cornelio Fabro[1]

santo tomásFray Tomás –escribe el biógrafo oficial para la causa de canonización, Guillermo de Tocco– era de alta estatura y de bellas proporciones, tenía los cabellos de color rubio y el rostro bronceado por el sol. La línea sutil de la boca delataba, a la vez, bondad y firmeza, los ojos mostraban claridad y penetrante calma.

Estos ojos reflexivos y escrutadores son de veras una característica de las antiguas representaciones de Santo Tomás: completamente abstraídos del mundo circunstante, parecen fijarse en un objeto lejano que aletea ante el espíritu que lo contempla, pero no como perdidos detrás de un sueño, sino como totalmente elevados por el ardor de una Verdad fulgurante. To­más es cautivado por una particular dificultad, reflexiona sobre un misterio determinado… y he aquí que brilla victoriosa en su espíritu la luz de un conocimiento nuevo. Todavía un momento, y esa boca silenciosa se abrirá y nos comunicará el tesoro encontrado, o su mano ligeramente alzada es­cribirá la nueva intuición en el libro abierto.

El santo tenía una complexión sensible y delicada, muy receptiva para la alegría y el dolor, y una poco común experiencia de la vida. Guillermo de Tocco observa con razón que a esta «tiernísima complexión» se debían su memoria portentosa, los bellísimos arranques de su fantasía, el don de las combinaciones improvisas, y esa riqueza exuberante de vida íntima que admiramos sobre todo en sus poesías litúrgicas. Esta fineza y sensibilidad espiritual lo alinea con las almas privilegiadas de Francisco de Asís, Rafael, Mozart, Goethe, y con los espíritus potentes de Eckhart, Dante, Miguel Ángel, Beethoven (Stakemeier).

La fina estructura de su alma estaba acompañada por un coraje viril, libre de sentimentalismo y de vanidad personal, y por la irremovible y fría decisión, que se ponía de manifiesto exactamente ante el peligro: como cuando en la nave que lo llevaba a Francia, desencadenada una furibunda tempestad, y hallándose todos al punto de naufragar, supo, el único, man­tenerse tan tranquilo que pudo dar ánimo a toda la gente que se encontraba a bordo, y que enseguida se halló fuera de peligro. Ni los ruegos de su ma­dre, ni las lágrimas de sus hermanas, ni la violencia de sus hermanos, ni los largos meses de cautiverio en el castillo paterno pudieron mover su volun­tad de hierro que ya había elegido libremente el ideal de la nueva Orden. Una firmeza con la que Tomás, no obstante todo, jamás ofendió ni dañó a nadie con palabras o acciones. Es cierto que con sus adversarios de París, para defender la verdad, sabía expresar su pensamiento con resolución; pero su justa indignación, tanto de viva voz como por escrito, jamás tras­pasó la justa medida. Por nobleza de alma y sentimiento de fuerza innata, y no por debilidad, se mostraba manso y comprensivo hacia las repulsiones y errores de su ambiente. Tomás poseía lo que los italianos llaman «gentile­za»: esa manera fina, caballeresca, siempre pronta a la necesidad y llena de atenciones, que emana del íntimo dominio de sí mismo y de la confianza en el bien. A esta gentileza, él unía la «dulcedo», la amabilidad irradiante y la bondad, la aristocrática delicadeza de Francisco de Asís, Catalina de Siena, Felipe Neri y Juan Bosco. Sus contemporáneos solían llamarlo «el maestro benigno y amado», y también Eckhart habla con conmoción del «caro santo Tomás».

El teólogo famoso, el hombre de ciencia, mostraba un sincero respeto por los pequeños y los débiles, que muchas veces a los ojos de Dios resul­tan tan grandes y tan fuertes. Fue él quien escribió que una viejecita llena de fe comprende mucho más de las cosas divinas que un sabio soberbio y sin Fe, que sabe urdir magistrales silogismos sobre el Primer principio de las cosas (In Symb. Apost. Expositio, prol.).

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El desarrollo espiritual de Santo Tomás no conoce los saltos y frac­turas improvisas de la vida de un san Agustín. En él, la feliz constitución psico-física lleva desde el inicio el sello de la unidad. Niño, creció como tierno y robusto retoño en el jardín de la Iglesia, sin haber tenido que su­cumbir jamás a la terrible lucha entre el espíritu y el sentido. En su interior reinaba una armonía que difícilmente podía ser turbada. Testigos dignos de fe, como Fray Reginaldo, que fue su confesor, atestiguan que jamás sintió o admitió voluntariamente las tentaciones de la carne. Regulado en todo, sabía disponer la jornada con bello orden: a la mañana temprano celebraba el Santo Sacrificio, asistía luego a la Misa de un cofrade, y subía después al púlpito para predicar o a la cátedra para dar la lección. En la mesa, no mostraba preferencia alguna por las comidas, y se concentraba con tal in­tensidad en sus problemas que no se daba cuenta si le habían servido o no. En las horas dedicadas a la recreación se lo veía pasear, arriba y abajo, con resueltos pasos por el claustro o por el jardín, meditando siempre, pero pronto también para responder afablemente a los cofrades que se dirigían a él. La tardecita la pasaba escribiendo o dictando; y después de la refección de la tarde, se abandonaba a la contemplación de las cosas divinas hasta tarda hora.

Rígido consigo mismo, era con los demás humano y razonable. Les concedía los pequeños e inocentes gustos de la vida, y enseñó explícita­mente que también un chiste y una diversión tienen sus derechos y nos son de utilidad para soportar los no pocos sufrimientos cotidianos. Así, sin tantos resquemores, ponía al descubierto la íntima hipocresía de un fariseísmo puritano.

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Con plena libertad eligió para sí la flor de la más sublime donación a Dios en la vida virginal. El soplo de su pureza se comunicaba cada vez más a toda su persona, revelando la admirable imparcialidad y seguridad del hombre que jamás experimentó la fractura de una culpa grave. No obstan­te ello, su pureza irradiante no es insensibilidad: antes bien, en esta última, él ve una deformación del alma y un defecto, en directo contraste con el orden de la naturaleza (IIa-IIae, 142, 1). El verdadero fundamento de la vida virginal no es la desvalorización de lo sensible, disminución neoplatónica, o abnegación estoica. Él pone decididamente sobre aviso, contra un falso rigorismo que pretende ver en la normal vida conyugal algo inferior y no conveniente. Para él, como para el Apóstol, la vida virginal es sólo para aquellos que quieren servir a Dios sin obstáculos, y dedicarse a la contemplación con más plena y más pura libertad (IIa-IIae, 152, 1 ad 1).

En esta total dedicación a Dios, Tomás ha visto el ideal de su vida, y es de aquí que ella trae su encanto y su belleza. Su espíritu se fijaba continua­mente en Dios. No en vano los antiguos pintores han insistido sobre este aspecto de su personalidad; porque para él la teología es «doctrina sagrada», santa y santificante, que nos eleva sobre todas las perspectivas de la naturaleza y, con la gracia, es participación de la vida íntima de las tres divinas Personas. Por eso Santo Tomás acentúa con tanta insistencia la importancia de la castidad y de la pureza interior de la voluntad para el conocimiento de Dios. De la impureza, dice, nace la ceguera del espíritu que no se abre más a la verdad de las cosas divinas, luego la parálisis del alma, incapaz de obrar por su salvación, la estulticia, la pereza, la dureza de corazón (IIa-IIae, 56, 3). Con fina observación psicológica, mostró que una dedicación perfecta al divino Bien quita cada vez más fuerza a las inclinaciones inferiores, ca­nalizando hacia el Bien supremo todas las energías limitadas de nuestro ser.

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Así, en Santo Tomás los sublimes pensamientos están en una paz fue­ra del tiempo, por encima de toda subjetividad y situación personal. La verdad en sí, la palabra de Dios en su inagotable plenitud habla aquí, y el teólogo la custodia con respetuosa tranquilidad. Porque Santo Tomás tiene al mismo tiempo, temple de místico y de investigador: su símbolo es un sol radiante que como un rubí le brilla sobre el pecho. Iluminadísima cla­ridad de pensamiento y ardiente experiencia mística crecieron en él en una íntima y orgánica unidad, se unen en un único aspecto de su naturaleza.

Es verdad que el primer paso hacia Dios viene a través de la Fe; pero la Fe puede aprehender lo divino solamente de manera analógica, bajo el velo de los conceptos humanos. El amor, en cambio, nos transporta a Dios, en cuanto nos une directamente con Él: lo alcanza de manera mucho más perfecta que la Fe; nos transforma en nuevas creaturas; imprime en el alma una semejanza creciente de la divina naturaleza; nos comunica por eso el fundamento para una nueva y más profunda comprensión de la Divinidad.

Santo Tomás ve en esta experiencia de lo divino el efecto del don de Sabiduría que el Espíritu Santo nos infunde junto al amor, y que crece como su flor más delicada; nos trae una especie de afinidad y de acuerdo, una «connaturalidad» con la Divinidad; nos hace capaces de vivir lo sagra­do, de experimentar algo de sus misterios más allá de todo concepto, nos hace capaces de tocar su reino interior, de gustar su secreta felicidad.

Dios solo fue el fin de toda la nostalgia de Tomás de Aquino. Adoles­cente en el monasterio de Montecassino, preguntaba frecuentemente a sus maestros: «¿Quién es Dios?». Durante toda su vida no hizo otra cosa que reflexionar sobre la respuesta, y el deseo de llegar a la visión de Dios sin velos se convirtió en ardiente llama: por ella, sin haber llegado a cumplir cincuenta años, murió consumido.


[1] Momenti dello Spirito, vol. I, Assisi 1983, 225-228. El subtítulo bien podría ser: Meditación ante un fresco de santo Tomás – Detalle de la Crucifixión (Fra Angéli­co, Museo de san Marco, Firenze). Republicado en Revista Diálogo 59 (2012), 11-15. 

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