Enciclopedia Cattolica, vol. VIII, Sansoni, Firenze 1952, coll. 1188-1196.
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Orientación heterodoxa delineada entre los estudiosos católicos a fines del siglo pasado y en los primeros años del presente, que se proponía renovar e interpretar la doctrina cristiana en armonía con el pensamiento moderno. El término «modernismo» aparece oficialmente por primera vez en la encíclica Pascendi dominici gregis del papa Pío X como denominación común de un complejo de errores en todos los campos de la doctrina católica (S. Escritura, dogmas, culto, filosofía), para reducirlo al núcleo originario.
El origen remoto del «modernismo» debe verse en la agitación y avidez de novedad que desde los pontificados de Gregorio XVI y de Pío IX serpenteaban en algunos ambientes católicos, especialmente de Francia, que no toleraban la teología escolástica: las condenas del indiferentismo de Lamennais (1834), del tradicionalismo de Bautain (1840) y de Bonetty (1855), del racionalismo di G. Hermes (1835), de Günther (1857), del ontologismo (1861) y de Frohschammer (1862), el cúmulo de errores recogidos en el Sillabus de Pío IX (1864) son las etapas del error y los síntomas de la tempestad que se venía para la Iglesia. Por un poco, la celebración del Concilio Vaticano (1870) fue el providencial vallado: la constitución dogmática De fide catholica definía las relaciones entre razón y fe, y establecía la esencia sobrenatural de la fe y, por consiguiente, de la genuina noción católica de la Revelación y de la inspiración bíblica. La Constitución I (la única llevada a término) De Ecclesia Christi, afirmaba la divina autoridad de la Iglesia y su infalible magisterio en la persona del sucesor del Príncipe de los Apóstoles, el Romano Pontífice. Las primeras escaramuzas de la nueva herejía en el campo católico se maduran en Francia, después de Renan, con la obra de A. Loisy y la tendencia de no pocos estudiosos católicos, que entendían adecuarse a los resultados de las recientes investigaciones sobre la historia comparada de las religiones y de los dogmas, de la filología de los textos, de la arqueología bíblica, para proporcionar una apologética del cristianismo conforme a las necesidades de los tiempos nuevos. La Iglesia ya había reconocido la necesidad de una oportuna y urgente renovación de los estudios sagrados y bíblicos en particular: documento de ello es la encíclica Providentissimus Deus (1893) de León XIII, que trazaba el sentido, el programa y los principios. La encíclica dejaba al estudioso privado un amplio campo de investigación para todos aquellos puntos «qui expositionem certam et definitam adhuc desiderant» (cfr. Denz-U, 1942), mientras que para los puntos ya definidos por la Iglesia él podía aún profundizarlos, adaptarlos a las necesidades de los tiempos y defenderlos de los ataques de los adversarios. Para el caso, el Pontífice mismo instituyó la Pontificia Comisión Bíblica (1902), pero Loisy procedió por su camino y el modernismo pudo difundirse y organizarse en Inglaterra con Tyrrell, en Italia con Buonaiuti, Murri, Minocchi, y en algunos ambientes católicos alemanes, con una amplitud y penetración cada vez más preocupantes.
La ardua tarea de desenmascarar la herejía le tocó a Pío X y, hecho casi único en la historia de la Iglesia, el modernismo se desplomó sobre sí mismo casi inmediatamente. La primera intervención de Pío X fue el decreto del Santo Oficio Lamentabili del 3 de julio de 1907, que sintetiza en 65 artículos los nuevos errores. El decreto se convirtió en condena solemne con la encíclica Pascendi del 8 de septiembre del mismo año. La encíclica, con gran sorpresa de los fautores mismos del modernismo, condensó la síntesis lógica de sus principios con una «exposición magistral y una crítica magnífica» (G. Gentile). Finalmente, para evitar todo compromiso y ambigüedad en la esfera de la enseñanza y de la disciplina eclesiástica, Pío X con el motu proprio «Sacrorum Antistitum» del 1º de septiembre de 1910, remitiéndose expresamente a los dos documentos precedentes, publicaba la fórmula del «juramento antimodernista», que presenta a un mismo tiempo los puntos firmes de la doctrina católica y los principales errores del modernismo que la querían quebrar.
Se puede decir que así termina la historia del modernismo, cuyo doloroso aunque necesario epílogo fueron las condenas pontificias de los conductores que se mostraron rebeldes o recalcitrantes. En vano algunos fautores del modernismo (Programma dei modernisti, Torino 19112, 97-98) se remitieron a las doctrinas de Newman, sobre el «sentido ilativo» de la fe y sobre la, por él defendida, evolución de los dogmas, porque él siempre sostuvo la necesidad de la guía del magisterio eclesiástico (cf. J. Guitton, La philosophie de Newman. Essai sur l’idée de développement, Paris 1933, 166 sgg.). En particular, la idea central del modernismo, de un antagonismo incorregible entre la tradición de la Iglesia y el pensamiento contemporáneo, que debería resolverse a discreción completa de este último, está en abierto contraste con la fórmula de Newman sobre el desarrollo del dogma, según el cual «los viejos principios retornan bajo nuevas formas y la idea cambia con ellos para poder quedar idéntica», principio que debía antes bien impedir que favorecer al modernismo (Essay on the Development of Christian Doctrine, London 1878, 40). Por otra parte, la ortodoxia de Newman fue defendida por Pío X en la carta al obispo de Limerick del 1º de marzo de 1908: «Profecto in tanta lucubrationum eius copia, quidpiam reperiri potest, quod ab usitata theologorum ratione videatur, nihil potest quod de ipsius fide suspicionem afferat» (Acta S. Sedis, 41 [1908] 201).
En sentido análogo, no se encuentran expresamente comprendidos en el modernismo condenado por la encíclica (y fueron la mayor parte), aquellos estudiosos que, si bien simpatizando con las nuevas ideas, aceptaron la decisión pontificia, manifestando su voluntad de permanecer fieles a la autoridad de la Iglesia. Entre estos, quizás sea necesario incluir al barón von Hügel (1852-1925), profundamente afectado por el influjo de Newman (cfr. M. Schülter-Hermkes, Friedrich von Hügel. Religion als Ganzheit, Düsseldorf 1948, 441 sgg.): aprovechando el favor de que gozaba ante los modernistas, en la medida de sus posibilidades intentó reconducir a Loisy y a Tyrrell a la obediencia a la Iglesia (op. cit., 467 sgg., donde el autor concluye: «Hügels Religionsphilosophie ist also unzweideutig antimodernistisch»; sin embargo, en la p. 480, n. 180, se reporta la carta del 4 de mayo del 1907 del card. Steinhuber, prefecto del Índice, al card. Ferrari, en la cual se deploraban los escritos de v. Hügel junto con aquellos de Tyrrell, Fogazzaro y Murri, aunque antes de toda condena formal. Defiende la ortodoxia de v. Hügel también M. Nédoncelle, La pensée religieuse de Fr. von Hügel, Paris 1935, 15-40).
Considerada en su contenido, en su proceder y en su estilo del todo inconfundible, es un documento que se encuentra entre los más decisivos del magisterio supremo, y entre todos los actos de Pío X constituye el documento más insigne de su pontificado, documento de las más acongojadas preocupaciones y como complemento definitivo del dique contra la marea de los errores modernos, que ya desde hacía un siglo tenía comprometida la labor del pontificado romano para la salvación de la fe. Su característica está en la estructura fuertemente especulativa, que le da una singular transparencia, a través de la cual las múltiples aberraciones del modernismo se disuelven revelando su torcedura y la evidente disonancia con el sagrado depósito de la fe.
Los errores del modernismo habían sido cuidadosamente recogidos y denunciados por el decreto Lamentabili con fórmulas resueltas y perspicuas (Denz-U, 2001-2065); la encíclica las retoma, las presenta en su génesis, y las concatena arrancándolas del aura de indeterminación en la que eran dejadas voluntariamente por sus propugnadores. En este sentido se puede decir que, aún a tan breve distancia del decreto, la encíclica da una exposición original y nueva de los mismos, con un dominio de la terminología y de la técnica adversarias quizás único en un documento del género, y que por eso tenía que atraer al recto camino a cuantos militaban con buena fe en las filas del error. A esta primera parte, más vasta y elaborada, siguen las instrucciones disciplinares que los obispos deben actuar en la elección de los profesores de seminarios y para el incremento de los estudios filosóficos, teológicos y de las materias profanas auxiliares. La parte doctrinal se divide en tres puntos, en los cuales se analizan las tres principales etapas o fases del error o mejor, como profundamente se expresa la encíclica, las diversas personalidades que se funden e intersectan en los fautores del modernismo: el filósofo, el creyente, el teólogo, el historiador, el crítico, el apologeta y el reformador.
El nervio de la exposición está en la demostración de la solidaridad y continuidad de los tres momentos en la demolición de la fe, en cuanto que el filósofo comienza con la afirmación de subjetivismo y relativismo individual absoluto, proclamando el único criterio del sentimiento privado de cada uno, en el que se resuelve no sólo la convicción sobre el Ser Supremo, sino también el contenido y el sentido de los dogmas mismos. La encíclica previene contra la doble tergiversación [esasperazione] a la que se sujeta la doctrina católica con el nuevo criterio: la «transfiguración», en cuanto que la verdad divina es constreñida a asumir una exaltación subjetiva para mover al sujeto, y la «deformación» (defiguratio), en cuanto que se crea arbitrariamente a la fe una situación diversa de su realidad, en contraste con las declaraciones del Concilio Vaticano (Denz-U, 1808). La consecuencia más deletérea es la profesión de la evolución intrínseca e ilimitada de los dogmas, cuyo significado y valor no proviene del contenido inmutable, sino de la emoción subjetiva que pueden suscitar en el creyente: ceguera nacida del prurito de novedad y de soberbia presunción, como había ya denunciado Gregorio XVI (Denz-U, 2072-2080).
Se comprende cómo el «creyente» se encuentre desvinculado de todo criterio extrínseco de objetividad y de autoridad, de la divina tradición, en tal manera que llega a la absurdidad de afirmar que por una parte, por ejemplo, la historia no puede decir nada sobre la divinidad e Jesucristo y que la misma se presenta únicamente a la conciencia del creyente: separación violenta ya condenada por Pío IX (Denz-U, 1656) y antes por Gregorio IX en el 1228, en el primer aparecer del racionalismo teológico (Denz-U, 442 sg.). Bajo el aparente fideísmo, los fautores del modernismo intentan poner la fe a discreción de la conciencia humana (Denz-U, 2081-2086). La inmanencia, proclamada por el filósofo y vivida por el creyente, es aplicada por el «teólogo» a las fórmulas y verdades de fe con la conclusión de que «las representaciones» de la realidad divina se reducen a «símbolos», que se remiten a particulares situaciones de conciencia del creyente y que cambian con ella: esto vale también para los Sacramentos y la divina inspiración. La Iglesia misma es un fruto de experiencia colectiva y debe adaptarse a su ritmo sin coerciones o imposición alguna de una autoridad exterior. En esta línea, los fautores del modernismo pasan también a definir las relaciones de la Iglesia con el poder político afirmando la separación absoluta entre Iglesia y Estado, contra la determinación hecha por Pío VI en la constitución Auctorem fidei, que condenaba el error del Concilio di Pistoia (Denz-U, 1502 sgg.). De esta manera es demolida la completa consistencia y autoridad del magisterio eclesiástico y toda externa manifestación suya o aparato jerárquico: no hay campo alguno que el modernismo no haya invadido y desquiciado desde su base para sustituirla con la arbitrariedad. La conclusión final está ya implícita en el primer paso del subjetivismo filosófico: la proclamación del ateísmo y la abolición de toda religión (Denz-U, 2087-2109). Extraña mezcolanza de turbias aspiraciones, que con el pretexto de un barniz pseudo místico y con la apelación a una interioridad más especulativa que íntimamente práctica, pretendía patrocinar la política de la nueva democracia (como hizo Murri en Italia), que debería sobreponerse a la acción de la Iglesia y sustituirla.
De allí a poco, con el motu proprio Praestantia Scripturae (18 de noviembre de 1907), el Papa se alzaba contra las deformaciones intentadas con respecto al decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi, conminando la excomunión contra los contradictores y declarando que los contumaces en los errores allí condenados eran culpables de herejía, porque en la mayor parte de aquellas proposiciones se atentaba contra los fundamentos de la fe (Denz-U, 2114). El Papa no sólo siguió personalmente la ejecución de las disposiciones de la encíclica y las relativas al juramento antimodernista, sino que además intensificó la actividad de la Pontificia Comisión Bíblica, que se pronunció «con autoridad» sobre los principales problemas de la teología y de la exégesis bíblica. De igual manera, fundó el Pontificio Instituto Bíblico en Roma, para que recogiera los más expertos estudiosos católicos del Sagrado Texto y se preparasen los nuevos profesores de Sagrada Escritura en los seminarios.
La gravedad del error dogmático del modernismo está toda ella en su principio fundamental. El modernismo no consiste tanto en la oposición a una u otra de las verdades reveladas, sino en el cambio radical de la noción misma de «verdad», de «religión» y de «revelación»: la esencia de este cambio está en la aceptación incondicionada del «principio de inmanencia» que funciona como fundamento del pensamiento moderno. Es verdad que tal principio especulativo es raramente formulado de modo sistemático por los fautores del modernismo, porque ellos se aplican preferentemente a la investigación positiva de la historia de la Iglesia, de los dogmas y de la Biblia. Sin embargo, la orientación crítica seguida por ellos en las investigaciones está dominada por ese principio, que abandona sin residuos la verdad cristiana a la contingencia de la cultura humana y de la experiencia subjetiva. El modernismo cae en esto por la mediación, también históricamente evidente, del movimiento mismo de la reforma luterana, como la encíclica misma indica (Denz-U, 2086), en cuanto que la «Reforma» separó del obsequio a la autoridad jerárquica establecida en la Iglesia visible la fe del individuo. El principio protestante tuvo su versión laica en el subjetivismo gnoseológico kantiano y, de aquí en más, en la doble orientación del idealismo trascendental de Fichte-Schelling-Hegel, que subordinaba la religión a la filosofía, y del irracionalismo fideísta (más cercano a Kant) de Jacobi-Fries-Schleiermacher, que ponía la esencia de la religión en el «sentimiento» individual de lo divino.
Fruto inevitable de esta invasión de la subjetividad en el campo de la fe fue la disgregación de la doctrina tradicional de la verdad, operada por la «teología liberal» alemana de la segunda mitad del siglo XIX, la cual, después de los hegelianos Feuerbach, Strauss y Bauer, negadores no sólo de la Revelación sino también de toda religión natural y positiva, trató las verdades del cristianismo y de la religión revelada en general, como producto histórico y cultural de la época que las vio nacer (Ritschl, Vatke, Tröltsch, Hermann). El concepto de «desarrollo» o «devenir» (Werden) de la conciencia, elaborado por Hegel desde el punto de vista de la dialéctica abstracta, era propuesto por Darwin como la ley única y fundamental para la comprensión del origen de la vida y de la conciencia misma. Spencer, en el ámbito de la filosofía, exponía en sus Primi principi la «teoría del incognoscible» que, como ya Kant un siglo antes, declaraba imposible toda vía racional de acceso al Absoluto. Además, la nueva vía para acceder a la realidad espiritual se indicaba en el análisis psicológico de la experiencia íntima, contemporáneamente en la obra de H. Bergson en Francia y de W. James en América. Pero la fuente más directa y completa en la cual abrevaron los fautores del modernismo, es la teoría del «fideísmo simbólico» que A. Sabatier expuso con gran fascinación en Esquisse d’une philosophie de la religion (Paris 1879, especialmente 390 sgg.). En ella se hace una aplicación radical del principio de la inmanencia vital a todos los fundamentos de la fe cristiana y se muestra, a la vez, con perfecto dominio de la teología protestante, que la reducción de la fe a «instinto» subjetivo es el único lógico resultado del principio de la «Reforma» (cfr. Fr. Heiler, A. Loisy, der Vater des katholischen Modernismus, München 1947, 46). Contemporáneamente, los resultados de la moderna filología aplicados al Texto Sacro ponían nuevos problemas sobre la autenticidad, la estructura y la interpretación de los libros inspirados, que la teología patrística y la escolástica no podían sospechar, en la composición del Nuevo Testamento; las exploraciones de las civilizaciones antiguas del mundo bíblico en Medio Oriente y el estudio de las religiones extrabíblicas ponían de frente a analogías y semejanzas que no podían ser casuales y que exigían por eso una interpretación complexiva según un principio unitario. El modernismo se aprovechó de ello para retomar el intento del «gnosticismo», de abrazar todas las instancias de la verdad en un principio único, la subjetividad de la verdad y la relatividad de todas sus fórmulas y, por consiguiente, la relatividad del dogma.
El peligro del modernismo está en su extrema ductilidad, que lo hace esquivar toda calificación determinada y precisa, tanto en filosofía como en teología: en efecto, los fautores del modernismo rehúyen aceptar uno u otro sistema filosófico en forma integral, pretendiendo haber aferrado el principio unitario que caracteriza al hombre moderno más allá y por encima de las oposiciones de los sistemas. Este principio, que forma la esencia del modernismo, está indicado en la inmanencia vital entendida como «experiencia privada». Su significado para el conocimiento cristiano está en la «mediación» de todo dato real, histórico y filosófico, que el principio de la inmanencia obra con respecto a los prolegómenos de la fe, la existencia de Dios, la inmortalidad y la vida futura, en el campo estrictamente especulativo, y con respecto al valor objetivo probatorio de los milagros y de las profecías en el campo de la apologética. Después, en el ámbito mismo de las verdades de fe, el modernismo obra tal «mediación» en el modo más radical, eliminando cualquier distinción efectiva de valor entre las varias religiones y entre los comportamientos mismos más opuestos que un individuo puede asumir dentro de su propia religión. Hoy se puede decir que el modernismo ha unificado, en este principio de la inmanencia, todas las orientaciones opuestas del fenomenismo, del historicismo idealista y del fideísmo de Kant-Schleiermacher, o sea: 1) la «realidad» es la impresión de conciencia (Hume, James, Bergson); 2) la verdad se resuelve en el destino o desarrollo de la conciencia humana (Hegel); 3) tal conciencia se manifiesta y atestigua en la impresión o percepción íntima («sensus» de la encíclica Pascendi, «Gefühl» de Schleiermacher), como se da en el individuo cada vez. Así, los fautores del modernismo han podido afirmar que aceptaban toda la doctrina de la Iglesia, pero en realidad ellos rechazaban al mismo tiempo: 1) el concepto de «trascendencia ontológica» de Dios con respecto a lo creado y a la mente finita, de tal modo que Dios se sustituye con lo «divino»; 2) el concepto mismo de sobrenatural, de tal modo que los dogmas son reducidos a «símbolos» y a «aproximaciones»; 3) por último, el concepto de «magisterio eclesiástico», cuya autoridad obliga sólo en la medida en que la conciencia privada del individuo se encuentra de acuerdo con la autoridad exterior. Por consiguiente, el modernismo ha invertido el método tradicional de la apologética cristiana en la relación de «ciencia y fe», renovando el error averroísta de la disociación en la misma conciencia del cristiano, como advierte el Juramento (Denz-U, 2146), entre el obsequio externo del creyente a la autoridad de la Iglesia que propone la verdad que ha de creerse, y la convicción interior del estudioso. Así el contenido y el valor mismo de las mismas verdades se sustraían al magisterio eclesiástico y se reservaban a una forma de «sobrecomprensión» en virtud de la emoción religiosa del sujeto. Entonces, en última instancia, la única fórmula válida de la verdad religiosa se resolvía en la estructura que la conciencia se da a sí misma de frente a los problemas singulares de la fe. Por eso justamente la encíclica cualifica al modernismo no tanto de herejía cuanto de «compendio de todas las herejías»; se lo podría casi llamar la «herejía esencial», en cuanto que invierte y niega la garantía misma de la ortodoxia, es decir, el supremo magisterio, que mediante la asistencia del Espíritu Santo continúa en la Iglesia según la promesa de Jesucristo.
La encíclica Pascendi declara de la manera más perentoria que el modernismo, a causa de su profesión de subjetivismo radical, va a parar, más allá de toda religión, al agnosticismo absoluto y, por lo tanto, termina necesariamente en el ateísmo. El Programa de los modernistas, publicado en noviembre del 1907 como respuesta a la encíclica, lejos de excusarlo, resulta una confirmación, punto por punto, de la oportunidad y de lo fundado de la condena papal.
- Modernismo bíblico. – A la doctrina (el Programa dice «opinión») tradicional según la cual en la Biblia se posee el proceso genuino de la Revelación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, porque garantizada por la autoridad de Dios que la ha inspirado en cada una de sus partes y por la autoridad de los escritores secundarios (por ejemplo, Moisés, Josué, los Evangelistas), que fueron testigos inmediatos o mediatos de lo que narran, se oponen, en el sentir de los modernistas, los recientes resultados de la crítica bíblica, según los cuales los libros históricos del Antiguo Testamento son simples compilaciones de materiales que «no muestran ninguna pretensión de probar la verdad, sino simplemente de purificar el sentimiento religioso del lector» y que por eso no pueden tener a Dios como autor principal. En este sentido, bien se puede admitir que la Biblia «no contiene ningún error propiamente dicho y mucho menos mentiras, ni siquiera oficiosas», en cuanto que la narración bíblica se refiere «a aquellas formas y exigencias de vida de los lectores para los cuales cada libro ha sido escrito» (Il programma dei modernisti, Torino 19112, 40). Del mismo modo, la inspiración bíblica no debe más ser concebida como una mecánica transmisión de las palabras o de la idea de Dios al hombre, sino en una vital concepción conjunta de la palabra y de la idea por obra del hombre unido a Dios en una manera especial y sobrenatural (ibid., 41), que sin embargo el Programa no precisa. Debe notarse, finalmente, que, según el modernismo, el objetivo y el contenido de la divina Revelación no tiene tanto un carácter doctrinal referido al conocimiento abstracto de la divinidad, cuanto la instrucción práctica acerca de cómo venerar a Dios y conformar la vida a la norma suprema de su voluntad (ibid., 45). La negación de la inspiración como carisma, de la historicidad y del contenido de verdad absoluta del libro sagrado es repetida y analizada en lo tocante al Nuevo Testamento, en la composición de los Evangelios y las relaciones entre los mismos, donde se hace distinción entre el elemento histórico y el elemento sobrenatural de la fe, para pasar a la distinción nombrada por la misma encíclica (Denz-U, 2076) entre «el Cristo de la historia y el Cristo de la fe» (Programma, 66 sgg., 115): «a una corresponde conocer que Cristo es hombre; a la otra, que Cristo es Dios. Y toca al fiel ver por todas partes a Cristo según el espíritu» (ibid., 75). Importa poco a la fe aceptar el nacimiento virginal, los milagros clamorosos y, por último, la resurrección del Redentor y si es posible o no atribuir a Cristo el anuncio de algunos dogmas y la fundación de la Iglesia: estos hechos escapan a la historia y no tienen realidad más que para la fe (ibid., 111). El principal representante del modernismo bíblico fue A. Loisy.
- Modernismo teológico. – Al principio del cristianismo no había más que la fe intensamente vivida, sin doctrinas definidas o dogmas: estos son «incrustaciones depositadas por la reflexión de conciencias exaltadas, especialmente de san Pablo, pero extrañas al contenido primitivo del Evangelio de Jesús, que era un cálido y apasionado anuncio del reino inminente y una invitación a la purificación interior» (ibid., 74, 88). Lo mismo se diga de los primeros Padres, en los cuales no es posible encontrar ninguna tendencia dogmática, de modo que es «arbitrario y apriorístico» remontar a la enseñanza primitiva de Jesús y de sus primitivos seguidores los dogmas de los concilios y especialmente la fe del Concilio de Trento en su expresión. La «evolución de los dogmas» ha sido, según el modernismo, el efecto de la adaptación vital «indispensable al cristianismo para sobrevivir en el ambiente griego en el que vino a encontrarse fuera de Palestina, y esto vale especialmente para los dogmas fundamentales trinitario y cristológico y para la organización de la Iglesia» (ibid., 81 sgg.). De tal manera que «todo ha cambiado en la historia del cristianismo, pensamiento, jerarquía y culto: el elemento constante de verdad en los primeros tiempos de la Iglesia, en los siglos siguientes, comprendida la escolástica y el Concilio de Trento que la canonizó, como en nuestros días, es la experiencia religiosa, que es siempre idéntica en unos y otros» (ibid., 92). En toda la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento se actúa «la continuidad de una Revelación que cada vez más intensamente lo divino hace de sí mismo en la conciencia humana» (ibid., 111): dogmas, organización eclesiástica, Sacramentos… no son otra cosa que medios para realizar esa experiencia más profunda de lo divino. Y los fautores del modernismo se auguran poder prescindir de ellos en el futuro (ibid., 112).
- Modernismo filosófico. – El Programa rechaza categóricamente la acusación de «agnosticismo» y –aún reconociendo aceptar la crítica negativa hecha por Kant y Spencer a la razón (ibid., 28)– declara profesar una actitud radicalmente diversa, es decir, la de explicar todo tipo de conocimiento (fenoménica, científica, filosófica, religiosa) en función de la «acción» y por consiguiente de la experiencia que es propia de cada uno en dichos campos. En particular en la esfera religiosa, tanto para probar la existencia de Dios como para certificarse de la divina Revelación, no importan más las demostraciones de la metafísica medieval y el testimonio del milagro y la profecía: hoy son, en cambio, «las exigencias de nuestra vida moral y la experiencia de lo divino, que se cumple en las profundidades más oscuras de nuestra conciencia, que conducen a un sentido especial de las realidades suprasensibles» (ibid., 97). En lo tocante a la acusación de inmanentismo, aún reconociendo que la encíclica ha visto bien, el Programa se afana para demostrar que el «principio de inmanencia» no está absolutamente en contraste con la tradición católica, en cuanto que también para éste el juicio «Dios existe», admitido como la teología escolástica misma admite que no es un juicio ni analítico a priori ni sintético a priori, debe ser sintético a posteriori, es decir, demostrable con la experiencia, «la cual no puede ser otra cosa que aquella que se cumple desde y en la conciencia del hombre» (ibid., 100). También los Padres y santo Tomás mismo no han querido decir otra cosa, y el inmanentismo no es, entonces, ese grueso error que la encíclica ha querido hacer creer (ibid., 101 sgg., 120 sgg., 138 sgg.). En lo tocante a las relaciones entre ciencia y fe, el Programma profesa admitir la distinción más neta, en el sentido de que la fe religiosa es la «necesidad instintiva… que nace espontáneamente y se desarrolla independientemente de experiencia previa [tirocinio] de preparación científica» (ibid., 123). El Programma declara como conclusión que el modernismo no contradice ni la Escritura ni tampoco la tradición sino solamente la interpretación escolástica de las mismas, porque ya superada por el método crítico de la conciencia moderna (ibid., 127).
El Programma ha confirmado, por lo tanto, todos los principales capítulos de acusación de la encíclica Pascendi y, como principio inspirador en la concepción de la fe, de la historia, de las fórmulas dogmáticas, de la jerarquía y del culto, la experiencia privada subjetiva. Tal criterio de la experiencia privada es presentado como el resultado indiscutible y definitivo del pensamiento moderno, que tendría que constituir la fórmula única de la posibilidad de la verdad religiosa para la conciencia humana en general. El modernismo, explotando y agravando la insuficiencia crítica de algunas posiciones tradicionales en el campo de la exégesis y de la historia de la Iglesia, ha cambiado sustancialmente la interpretación de los datos y del significado mismo de la fe, de la religión natural y de la función de la razón humana. Ha sido rechazado así en bloque el realismo greco-cristiano que tenía como fundamento la distinción del hombre con respecto al mundo y a Dios y la distinción del orden natural con respecto al orden sobrenatural: de este modo se abolía todo vestigio de trascendencia. Es eliminado, en consecuencia, todo valor absoluto y trascendente de los primeros principios de la razón y con ellos es quitada la posibilidad de la estructura lógica del discurso y la validez de toda postura metafísica. De nada valen las protestas de algunos modernistas, que aceptarían integralmente la doctrina católica, porque el modernismo tiene en el «principio de inmanencia vital» el veneno corrosivo no sólo de la esencia y de las verdades de la fe, sino incluso del valor objetivo de cualquier verdad absoluta de hecho y de razón y vuelve al principio de Protágoras, según el cual «el hombre es la medida de todas las cosas» (Theaet., 152, frag. B 1). Es más: aún derivando por múltiples canales del subjetivismo del pensamiento moderno, el modernismo no presenta ninguna consistencia especulativa porque no se compromete a fondo con ningún sistema o filosofía determinada, de tal manera que se resuelve en un fenómeno de «contaminación especulativa» y de superficial concordismo. Pero la contaminación más esencial ha sido el intento de interpretar la experiencia íntima del sujeto (autoconciencia) en directa continuidad y como expresión única de la vida religiosa y de tomar la conciencia religiosa común o natural como la esencia o el común denominador de la Revelación divina misma y de la vida de la Gracia. La realidad es que toda experiencia religiosa, en el ámbito de la vida de la Gracia y de la fe, puede tener solamente un valor secundario y en dependencia de la Revelación y del magisterio eclesiástico.
Sin embargo, el error del modernismo ha beneficiado indirectamente a la vida de la Iglesia, llamando a reunir sus mejores fuerzas para hacer frente al ataque más desleal y vasto a su misión espiritual: los estudios superiores de las universidades católicas, estimulados por el modernismo, se renovaron completamente en esta primera mitad del siglo, especialmente en el campo de las ciencias bíblicas y de la historia de los dogmas, donde el modernismo tenía el arsenal de sus armas. No obstante, el peligro del modernismo no ha sido nunca completamente vencido, porque es innata a la conciencia humana, corrompida por el pecado, la tendencia a elevarse como criterio absoluto de verdad para sujetar a sí misma la fe. Un intento afín al modernismo teológico es la llamada «théologie nouvelle», aparecida en Francia después de la segunda guerra mundial y enérgicamente denunciada por la encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950) de Pío XII.
Para una clasificación de la literatura sobre el modernismo, cfr. el fundamental ensayo de J. Rivière, Le modernisme dans l’Eglise catholique, Paris 1929, XIII-XXIX, resumido en el artículo «Modernisme», en DThC, vol. X, coll. 2009-2047; A. Durand y colaboradores, «Modernisme», en DFC, vol. III, coll. 592-637. Desde el punto de vista protestante, ver A. L. Lilley, «Modernism», en Enc. of Rel. and Eth., vol. VIII, pp. 763-768. Para los principales exponentes del modernismo, ver cada nombre. Exposiciones generales, de la parte acatólica: R. Murri, La filosofia nuova e l’enciclica contro il modernismo, Roma 1908; G. Gentile, Il modernismo e i rapporti tra religione e filosofia, Bari 1909; J. Kübel, Geschichte des katholischen Modernismus, Tubingen 1909; A. Houtin, Histoire du modernisme catholique, Paris 1912; J. Schnitzer, Der katholische Modernismus, Berlin 1912 (antología de los principales fautores franceses del modernismo); E. Buonaiuti, Il modernismo cattolico, Modena 1943. De la parte católica: E. Rosa, L’enciclica «Pascendi» e il modernismo, Roma 1909; A. Vermeersch, De modernismo tractatus, Bruges 1910; J. Bessmer, Philosophie und Theologie des Modernismus, Freiburg in Br. 1912; J. Fritz, Der Glaubensbegriff bei Calvin und den Modernisten, Freiburg in Br. 1913. Para una revisión crítico-histórica sobre la génesis del modernismo, como respuesta a la exposición hecha por Loisy en los tres vol. de Mémoires, Paris 1930-1931, ver M.-J. Lagrange, M. Loisy et le modernisme, Paris 1932. Exposiciones recientes de la parte acatólica: A. A. Vidler, The Modernist Movement in the Roman Church, Cambridge 1934; de la parte católica: R. Aubert, Le problème de l’acte de foi, Louvain 1945, 368-392; K. Leese, Die Religionskrisis des Abendlandes und die religiöse Lage der Gegenwart, Hamburg 1948, 365 sgg.; G. Martini, Cattolicesimo e storicismo, Napoli 1951, 141-256.
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