La enseñanza de la filosofía en los seminarios, S. C. Educación Católica

Santo Tomás de Aquino - Cornelio Fabro - instituto verbo encarnado

La enseñanza de la filosofía en los seminarios

Sagrada Congregación para la Educación Católica, Roma, 20 enero 1972

santo_tomas 8_(Jean_Fouquet)I.  Dificultades actuales de los estudios filosóficos

II. Necesidad de la filosofía para los futuros sacerdotes

III. Algunas líneas directrices para la enseñanza de la filosofía

Excelencia Reverendísima:

En el período actual, de tan diversos cambios en la vida de los seminarios, esta Sagrada Congregación desea comunicarse con Vuestra Excelencia Reverendísima sobre un tema que, a su juicio, reviste una gran importancia.

Como es sabido, entre los varios problemas relacionados con la renovación conciliar de los seminarios, se plantea particularmente también el de la formación filosófica de los futuros sacerdotes. El Concilio Vaticano II, en su intento de crear una sólida base para los estudios teológicos y de establecer las necesarias premisas para un encuentro entre la Iglesia y el mundo, entre la fe y la ciencia, entre el patrimonio espiritual cristiano y la cultura moderna, ha creído oportuno insistir, entre otras cosas, en una profunda reforma de la enseñanza filosófica, ofreciendo a tal fin algunas orientaciones funda­mentales (cf. Decr. Optatam totius, n. 15; Const. past. Gaudium et spes, n. 62 y otros lugares; Decr. Ad gentes, n. 16).

Se trata de un programa muy vasto y exigente que, en las actuales circunstancias, mientras por una parte reviste el carácter de urgencia, por otra encuentra no pocas dificultades. En efecto, la Sagrada Con­gregación para la Educación Católica, que sigue con particular interés la situación en este campo, ha podido comprobar en varias ocasiones no sólo laudables esfuerzos y progresos, sino también, por desgracia, síntomas inquietantes capaces de provocar desconfianza y desaliento.

Hoy, a distancia de seis años del Concilio, es necesario reflexionar sobre la situación, para deducir de ella conclusiones concretas y pre­cisas con miras al futuro. Porque las dificultades que encuentran los esfuerzos dedicados a la renovación filosófica son innegables, y de tal entidad, que reclaman un cuidadoso examen, junto con un estudio atento de los remedios oportunos para superarlas.

I. DIFICULTADES ACTUALES DE LOS ESTUDIOS FILOSÓFICOS

La reforma actual de los estudios filosóficos en los seminarios se encuadra en un clima espiritual, al mismo tiempo, favorable y hostil con relación a la filosofía. Mientras por una parte nuestra época, llena de cambios sociales y de movimientos ideológicos, invita cons­tantemente a una seria reflexión filosófica, por otra parte se nota la tendencia a infravalorar la filosofía, hasta el punto de declararla, en algunos casos extremos, inútil o de hacerla desaparecer. Sin duda alguna, la cultura moderna, cerrándose cada vez más al problema de la trascendencia, va obstaculizando el auténtico pensamiento filosófico y, en especial, la especulación metafísica, única que puede alcanzar los valores absolutos.

A este respecto, hay que mencionar sobre todo el actual espíritu tecnológico, que tiende a reducir el homo sapiens al homo faber. La técnica, mientras reporta a la humanidad numerosas e innegables ventajas, no siempre favorece en el hombre el sentido de los valores del espíritu. Como se observa hoy comúnmente, la mentalidad del hombre parece orientarse con prevalencia al mundo material, con­creto, al dominio de la naturaleza mediante el progreso científico y técnico, reduciendo el conocimiento al nivel de los métodos de las ciencias positivas. El acento puesto unilateralmente en la acción de cara al futuro, el optimismo alimentado por una confianza casi ilimi­tada en el progreso, mientras impulsan a las transformaciones inme­diatas y radicales en el campo económico, político y social, hacen olvidar con frecuencia el carácter permanente de ciertos valores morales y espirituales, y sobre todo hacen que parezca superflua, o incluso perjudicial, la auténtica especulación filosófica, que, contra­riamente, debería ser considerada como base indispensable de aque­llos cambios. En este clima, la búsqueda seria de las verdades supremas es con frecuencia despreciada, y los criterios de verdad no son ya los sólidos e indiscutidos principios metafísicos, sino la actualidad y el éxito; así se comprende fácilmente que el espíritu de nuestro tiempo se manifieste cada día más como anti metafísico y, por lo mismo, abierto a toda especie de relativismo.

No hay que maravillarse si, en semejante contexto, muchos no encuentran ya lugar para una filosofía distinta de las ciencias positivas. Hoy, en efecto, mientras se nota en casi todas partes un notable des­censo de interés por las disciplinas filosóficas clásicas, va aumentando rápidamente la importancia de las ciencias naturales y antropológicas, con las que muchas veces se pretende dar una explicación exhaustiva de la realidad, llegando al extremo de eliminar completamente la filosofía, como cosa arcaica y destinada a ser superada. De este modo, en lugar de caminar hacia un deseable encuentro, que podría contri­buir al genuino progreso tanto de las ciencias como de la filosofía, se va creando un antagonismo de consecuencias negativas para ambas partes.

Si muchos científicos se oponen a la filosofía distinta de las cien­cias positivas, hasta impugnar su existencia, ciertos teólogos consi­deran la filosofía inútil e incluso perniciosa para la formación sacer­dotal. Sostienen que la pureza del mensaje evangélico ha sido compro­metida, a lo largo de la historia, por la introducción de la especulación griega en las ciencias sagradas; piensan que la filosofía escolástica ha gravado la teología especulativa con una cantidad de problemas falsos, y en consecuencia son del parecer que las disciplinas teoló­gicas deben ser cultivadas exclusivamente con el método histórico.

Otras dificultades nacen en el campo mismo de la filosofía. En efecto, donde la filosofía no es rechazada, se abre camino cada vez más el pluralismo filosófico, debido no sólo al encuentro de las varias culturas del mundo, a la diversidad y complejidad de las corrientes filosóficas, sino también al pluralismo casi inagotable de las fuentes de la experiencia humana. Este proceso se va acentuando, no obstante los laudables esfuerzos que varios filósofos modernos están realizando para llegar a una mayor coherencia de sus sistemas y a posiciones más equilibradas. La amplitud y la profundidad de la problemática plan­teada por la aparición de varias nuevas filosofías y por el progreso científico es de tal magnitud, que resulta extremadamente difícil no ya el logro de una síntesis, sino incluso la asimilación de nuevas nociones tan necesarias para una enseñanza filosófica realmente viva y eficaz.

Es natural que esta situación repercuta gravemente en los estudios filosóficos de los seminarios; de ella se resienten tanto los profesores como los alumnos. Nadie desconoce las graves y numerosas tareas que se imponen hoy a la actividad de un profesor de filosofía: la necesidad de asimilar una gran cantidad de nociones nuevas, deri­vadas de las varias mentalidades filosóficas y del progreso de las ciencias; la problemática, totalmente nueva en muchos casos, que hay que afrontar; las exigencias de nuevas adaptaciones en el lenguaje y en los métodos didácticos, etc. Todo lo cual, por otra parte, ha de realizarse con frecuencia en un tiempo relativamente escaso, en un ambiente pobre de recursos y con un alumnado no siempre suficien­temente interesado y preparado.

No pocas dificultades se encuentran también en los alumnos. Estos, aun cuando muestran interés por ciertos problemas vivos que afectan al hombre y a la sociedad, no se sienten por lo general esti­mulados a los estudios filosóficos por el clima cultural de nuestro tiempo –más propenso a las imágenes que a la reflexión– y, sobre todo, por la preparación previa, que con frecuencia es de índole prevalentemente técnica y orientada a la práctica. Hay además otras circunstancias más particulares, que hacen menos atractivo a los alumnos el estudio de la filosofía: la perplejidad que muchos experi­mentan ante la multitud de corrientes filosóficas contrapuestas; la índole demasiado exigente, a su juicio, y acaso la imposibilidad de una búsqueda desinteresada de la verdad; la aversión hacia los sistemas fijos y recomendados por la autoridad; las deficiencias de una ense­ñanza poco actualizada, que presenta una problemática anticuada, sin conexión con la vida; un cierto lenguaje filosófico arcaico, poco accesible al hombre moderno; un excesivo abstractismo, que impide a los alumnos una visión clara del nexo de la filosofía con la teología y, sobre todo, con la actividad pastoral para la que ellos desean primordialmente prepararse.

De ahí el que en algunos seminarios haya una cierta sensación de malestar, de desazón y de disgusto con respecto a la filosofía, dudas sobre el valor y la utilidad práctica de los estudios filosóficos; de ahí también los fenómenos de aflojamiento o incluso de abandono de la auténtica enseñanza filosófica, para dar mayor tiempo a las cien­cias que se consideran más actuales y orientadas a las exigencias con­cretas de la vida.

Como se ve, las principales dificultades que problematizan los estudios filosóficos en los seminarios parecen reducirse a las tres siguientes :

1. La filosofía no tiene ya objeto propio: ha sido definitivamente absorbida y sustituida por las ciencias positivas, naturales y humanas, las cuales afrontan los problemas verdaderos y reales, estudiándolos con la ayuda de los únicos métodos reconocidos hoy como válidos. Es la actitud inspirada en las corrientes positivistas, neopositivistas y estructuralistas.

2. La filosofía ha perdido importancia para la religión y para la teología: los estudios teológicos deben desprenderse de la especula­ción filosófica como de un inútil juego de palabras, y construirse en plena autonomía sobre base positiva, establecida con la crítica histó­rica y con particulares métodos exegéticos. La teología del porvenir será, por consiguiente, una tarea específica de los historiadores y de los filólogos.

3. La filosofía contemporánea se ha convertido hoy en una ciencia esotérica, inaccesible a la mayor parte de los candidatos al sacerdocio: las modernas escuelas filosóficas (la fenomenología, el existencialismo, el estructuralismo, el neopositivismo, etc.) cultivan su saber a tal nivel de tecnicismo en el vocabulario, en los análisis y en las demostra­ciones, que vienen a ser un campo privilegiado para estudiosos alta­mente especializados. No se ve, por tanto, la conveniencia ni la posi­bilidad de inserir una ciencia tan difícil y compleja en la formación normal de los candidatos al sacerdocio.

Es comprensible que estos obstáculos parezcan a muchos poco menos que insuperables y capaces de provocar en ciertos ambientes un verdadero desaliento.

II. NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA PARA LOS FUTUROS SACERDOTES

1. Aun teniendo en cuenta lo que llevamos dicho, estamos, sin embargo, convencidos de que todas las tendencias que propenden a abandonar la filosofía o a restarle importancia pueden ser superadas, y por tanto, no deben desalentarnos. Aun cuando los obstáculos que hoy se oponen a la enseñanza filosófica son numerosos y difíciles, no se entiende cómo pueda infravalorarse o incluso suprimirse la filoso­fía en la formación para un verdadero y auténtico humanismo y, en particular, con miras a la misión sacerdotal. En efecto, la voluntad de ceder a semejantes tentaciones significaría querer ignorar todo lo que hay de más genuino y profundo en el pensamiento contemporáneo. Sin duda alguna, los problemas filosóficos más fundamentales se encuentran hoy como nunca al centro de las preocupaciones de los hombres de nuestro tiempo, y ello hasta el punto de invadir todos los campos de la cultura: la literatura (novelas, ensayos, poesía…), el teatro, el cine, la radio-televisión, e incluso la canción. En ellos se encuentran constantemente evocados los eternos temas del pensa­miento humano: el sentido de la vida y de la muerte, el sentido del bien y del mal, el fundamento de los valores, la dignidad y los dere­chos de la persona humana, la confrontación de las culturas y de su patrimonio espiritual, el escándalo del sufrimiento, de la injusticia, de la opresión, de la violencia, la naturaleza y las leyes del amor, el orden y el desorden en la naturaleza, los problemas relativos a la educación, a la autoridad, a la libertad, el sentido de la historia y del progreso, el misterio del más allá, y finalmente, sobre el fondo de estos problemas, Dios, su existencia, su carácter personal y su pro­videncia.

2. Es evidente que ninguno de estos problemas puede hallar una adecuada solución al nivel de las ciencias positivas, naturales y humanas, porque sus método específicos no ofrecen posibilidad al­guna de afrontarlos de manera satisfactoria. Semejantes cuestiones pertenecen a la esfera específica de la filosofía, la cual, trascendiendo los aspectos meramente exteriores y parciales de los fenómenos, se dirige a la realidad integral, tratando de comprenderla y de explicarla a la luz de las últimas causas.

Así la filosofía, aun teniendo necesidad de la aportación de las ciencias experimentales, se presenta como una ciencia distinta de las otras, autónoma y de máxima importancia para el hombre, el cual siente interés no sólo por observar, describir y ordenar los varios fenó­menos, sino también y sobre todo por comprender su verdadero valor y su más hondo sentido. Es claro que ningún otro conocimiento de la realidad lleva las cosas a este supremo nivel de la inteligencia, prerrogativa característica del espíritu humano. En tanto no se da respuesta a estos interrogantes fundamentales, toda la cultura queda por debajo de la capacidad especulativa de nuestra inteligencia. Puede decirse, por consiguiente, que la filosofía tiene un valor cultural insustituible; ella constituye el alma de la auténtica cultura, porque plantea las cuestiones sobre el sentido de las cosas y de la existencia humana en el modo verdaderamente adecuado a las aspiraciones más íntimas del hombre.

3. En muchos casos, por lo demás, no es ni siquiera posible un recurso exclusivo a la luz de la revelación. Una tal actitud de espíritu resultaría radicalmente insuficiente, por los siguientes motivos:

a) La adhesión perfecta del hombre a la revelación divina no puede ser concebida como un acto de fe ciega, una postura fideística carente de motivos racionales. El acto de fe presupone por su natura­leza «las razones de creer», «los motivos de credibilidad», los cuales son en gran parte de índole filosófica; el conocimiento de Dios, el concepto de creación, la providencia, el discernimiento de la verda­dera religión revelada, el conocimiento del hombre como persona libre y responsable. Se puede decir que toda palabra del Nuevo Testamento presupone formalmente estas nociones filosóficas funda­mentales. El sacerdote tiene, por tanto, necesidad de la filosofía para asegurar a su fe personal las bases racionales de valor científico que corresponden al nivel de su cultura intelectual.

b) El programa de la fides quaerens intellectum no ha perdido nada de su actualidad: la verdad revelada reclama siempre la refle­xión por parte del creyente; ella le invita al trabajo de análisis, de profundización y de síntesis, que se llama «teología especulativa».

Evidentemente, no se trata aquí de repetir el error cometido en los siglos pasados, cuando la especulación teológica fue cultivada de modo con frecuencia exagerado y unilateral, hasta prevalecer sobre los estudios bíblicos y patrísticos. A este respecto, es necesario resti­tuir la primacía al estudio de las fuentes de la revelación, como tam­bién al de la transmisión del mensaje evangélico a través de los siglos, primacía que es indiscutible y que jamás debe ser menoscabada. Es asimismo reprobable el empleo abusivo de la filosofía en el campo que esencialmente corresponde a la ciencia revelada. Sin embargo, una vez restablecido el justo equilibrio y realizados enormes progresos en las ciencias bíblicas y en todos los sectores de la teología positiva, es posible y necesario completar y perfeccionar dicho trabajo histó­rico con la reflexión racional sobre los datos revelados. Disponiendo hoy, por fortuna, de datos mucho más seguros y ricos que en otro tiempo, el teólogo especulativo debe someter a una crítica inteligente los conceptos y las categorías mentales en que se expresa la revela­ción. En este delicado trabajo, no sólo tendrá que hacer acopio de los descubrimientos logrados por las ciencias naturales y, sobre todo, de las ciencias humana (psicología, antropología, sociología, lingüística, pedagogía, etc.), sino que deberá recurrir también, y de modo parti­cular, a la sana filosofía, para poder ayudarse con el aporte de su reflexión sobre los presupuestos y las conclusiones de los conoci­mientos facilitados por las disciplinas positivas. Dado que los mismos métodos de las ciencias positivas (exégesis, historia, etc.) parten con frecuencia de varios preliminares, que comportan implícitas opciones filosóficas, una sana filosofía podrá también contribuir notablemente a la clarificación y valoración crítica de tales opciones (hoy particu­larmente necesaria, por ejemplo, para el método exegético de Bultmann), aunque sin arrogarse una función crítica absoluta respecto a los datos revelados.

Este influjo recíproco de las dos ciencias, profundamente radi­cado ya en la misma naturaleza de ambas, queda acentuado por la nueva situación que ha venido a crearse estos últimos años en la teología, la cual –al intentar abrirse a nuevas dimensiones (histórica, antropológica-existencial-personalística), desarrollar varios aspectos nuevos (psicológico, social-político, ortopráctico, etc.), y profundizar también en sus métodos (el problema hermenéutico)– comporta una nueva problemática, que llega tal vez a rozar los mismos presu­puestos del conocimiento teológico (por ejemplo, la posibilidad de las definiciones dogmáticas de valor permanente) y que exige, por tanto, una nueva clarificación y profundización de los conceptos, tales como la verdad, la capacidad y límites del conocimiento hu­mano, el progreso, la evolución, la naturaleza humana y la persona humana, la ley natural, la imputabilidad de las acciones morales, etc.

c) La filosofía es, finalmente, un terreno insustituible de en­cuentro y de diálogo entre los creyentes y los no creyentes. A este respecto, ella tiene un valor pastoral muy evidente. Es, por tanto, absolutamente inadmisible que un sacerdote católico, llamado a ejercer su ministerio dentro de la sociedad pluralística, en la que se debaten fundamentales problemas filosóficos a través de todos los medios de comunicación social y a todos los niveles culturales, sea incapaz de mantener un inteligente intercambio de puntos de vista con los no cristianos acerca de las cuestiones fundamentales que tocan de cerca tanto su fe personal, cuanto los problemas más can­dentes del mundo.

d) Hay que destacar, además, que todas las orientaciones pastorales, las opciones pedagógicas y las mismas normas jurídicas, las reformas sociales y muchas decisiones políticas comportan presu­puestos y consecuencias de orden filosófico, que necesitan ser acla­rados y críticamente valorados. No cabe duda que una auténtica filosofía puede contribuir notablemente a la humanización del mundo y de su cultura, proporcionando una justa jerarquía de valores tan necesaria para una acción fructuosa.

III. ALGUNAS LÍNEAS DIRECTRICES PARA LA ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA

Se ha procurado poner en evidencia cómo una sólida formación filosófica es hoy más necesaria que nunca para los futuros sacerdotes. Al mismo tiempo se ha querido dar una respuesta a algunas obje­ciones que se esgrimen contra la filosofía, ya de parte de ciertos cul­tivadores de las ciencias positivas, ya de parte de algunos ambientes teológicos. Queda por responder todavía a las dificultades que nacen de la situación actual de la misma filosofía, es decir, del pluralismo filosófico, del alto nivel de tecnicismo del vocabulario, etc.

Estas dificultades son reales, pero no deben ser exageradas. En todo caso, es bueno desear estar a la altura de los tiempos, pero hace falta, por otra parte, ser realistas, evitando el «perfeccionismo». En las dificultades actuales, cada seminario tendrá que realizar lo que sea posible, teniendo en cuenta su situación concreta, los recursos locales, sin pretender alcanzar una perfección ideal.

1. Los primeros esfuerzos deben dedicarse a la organización con­creta de los estudios, proponiéndose ante todo los siguientes objetivos:

a)    Procurar una sólida preparación profesional a los profesores. Supuestas las crecientes exigencias en el campo filosófico, es abso­lutamente necesario que aquellos posean una seria preparación específica, lograda en Centros de estudio que ofrezcan garantías desde el punto de vista doctrinal y estén reconocidos como institutos de auténtica investigación filosófica.

b)    Favorecer por todos los medios una actualización perma­nente de los profesores, mediante cursos de estudio y encuentros, a fin de intercambiar ideas y experiencias didácticas. A facilitar su trabajo contribuirá también una conveniente remuneración econó­mica y una justa distribución de las lecciones, que permita a cada uno un serio y sistemático estudio personal.

c)     Salir al paso de las dificultades de los alumnos, mejorando los métodos didácticos, como se desea en el Decreto Optatam totius, n. 17, y en la Ratio Fundamentalis, cap. XV, pero conservando ín­tegro el tiempo asignado a la filosofía, a saber, el bienio señalado en el n. 61c de la Ratio Fundamentalis.

Para una orientación más segura de los alumnos, será bueno pro­mover, aunque respetando la autonomía de cada disciplina, un diá­logo entre los profesores de filosofía y de teología, para crear una cierta coherencia entre los dos ámbitos, según exige una eficaz cola­boración interdisciplinar (cf. Ratio Fundamentalis, n. 61b; cap. XI, nota 148a).

d)    Enriquecer las bibliotecas de los seminarios, para ofrecer pu­blicaciones útiles a la investigación de los profesores y de los alumnos.

e)     Promover una estrecha colaboración entre seminarios e institutos teológicos, favoreciendo el intercambio de profesores.

Es evidente que, a la hora de adoptar estos u otros remedios opor­tunos, corresponde a las autoridades locales decidir, según las nece­sidades concretas. De todos modos, sin embargo, mientras se realizan los deseados esfuerzos renovadores, no se perderá nunca de vista la importancia fundamental de las Facultades filosóficas y de otros Centros de estudios filosóficos especializados, a los cuales corresponde la grave y delicada tarea de preparar a los futuros profesores y de sostener su actividad formativa mediante cursos periódicos de «aggiornamento», la divulgación científica y, sobre todo, la publicación de buenos libros manuales que respondan a las necesidades de nuestro tiempo. Será, pues, una de las principales preocupaciones de las auto­ridades competentes la de organizar bien y promover la actividad de tales Institutos.

2. En la medida en que se asegura una buena organización de los estudios, hará falta proveer también, y sobre todo, a la solución de los problemas más importantes y delicados que se refieren al con­tenido de la enseñanza y a los programas de estudio. Dichos problemas deberán ser resueltos, teniendo en la debida consideración la finalidad de los estudios mismos dentro del cuadro de la formación sacerdotal.,

Aun cuando el Concilio Vaticano II trazó claramente algunas líneas fundamentales para la deseada renovación de la enseñanza filosófica, hoy, a distancia de seis años, nos vemos forzados a recono­cer que, por desgracia, no todos los seminarios se hallan en la línea querida por la Iglesia. Diversas causas, muchas veces complejas y difíciles de precisar, han contribuido a que la enseñanza filosófica, en vez de progresar, haya perdido mucho de su vigor, y presente incertidumbres, sobre todo, acerca de su contenido y de su finalidad. A la vista de dicha situación, consideramos necesario puntualizar cuanto sigue:

La formación filosófica en los seminarios no debe limitarse a enseñar a los jóvenes a «filosofar». Ciertamente es importante que los jóvenes seminaristas aprendan a filosofar, es decir, a buscar con amor sincero y continuo la verdad, desarrollando y agudizando su propio sentido crítico, reconociendo los límites del conocimiento humano y profundizando los presupuestos racionales de la propia fe; pero esto no basta. Es necesario que la enseñanza de la filosofía presente principios y contenidos válidos, que los alumnos puedan considerar con atención, debatir y asimilar gradualmente.

Ni se puede reducir la enseñanza de la filosofía a una búsqueda que se limite a recoger y describir con la ayuda de las ciencias humanas los datos de la experiencia; antes bien, es necesario proceder a una reflexión verdaderamente filosófica, a la luz de principios metafísicos seguros, de suerte que se llegue a afirmaciones de valor objetivo y absoluto.

A tal fin, resulta ciertamente útil la historia de la filosofía, que presenta las principales soluciones que los grandes pensadores de la humanidad han tratado de dar, en el correr de los siglos, a los pro­blemas del mundo y de la vida, y en particular, la historia de la filosofía contemporánea, así como el estudio de obras escogidas de la literatura, para mejor comprender la problemática actual. Sin embargo, la enseñanza de la filosofía no puede ceñirse a la presentación de lo que otros han dicho; es preciso ayudar al joven a afrontar directa­mente los problemas de la realidad, a tratar de confrontar y debatir las varias soluciones, para formarse convicciones propias y alcanzar una visión coherente de la realidad.

Es claro, por lo demás, que esta visión coherente de la realidad, a la que debe llevar la enseñanza de la filosofía en los seminarios, no puede estar en contraste con la revelación cristiana. Ciertamente, no hay dificultad en admitir un sano pluralismo filosófico, debido a la diversidad de las regiones, de las culturas, de las mentalidades, de forma que por caminos distintos se pueden alcanzar las mismas ver­dades, las cuales asimismo pueden presentarse y exponerse de manera diversa; lo que no puede admitirse es un pluralismo filosófico que comprometa el núcleo fundamental de afirmaciones que tienen co­nexión con la revelación, pues no cabe contradicción entre las verdades naturales de la filosofía y las sobrenaturales de la fe. A este propósito, se puede en general afirmar que la naturaleza de la revelación judío-cristiana es absolutamente incompatible con todo relativismo episte­mológico, moral o metafísico, con todo materialismo, panteísmo, inmanentismo, subjetivismo y ateísmo.

Por consiguiente, el mencionado núcleo fundamental de verdades comporta en particular la certeza:

a)     que el conocimiento humano está en grado de captar, en las realidades contingentes, verdades objetivas y necesarias, y de llegar así a un realismo crítico, punto de partida de la ontología;

b)     que es posible construir una ontología realística, que desta­que los valores trascendentales y termine en la afirmación de un Absoluto personal y creador del universo;

c)     que es igualmente posible una antropología que salvaguarde la auténtica espiritualidad del hombre, que conduzca a una ética teocéntrica y trascendente con relación a la vida terrena, al mismo tiempo que abierta a la dimensión social del hombre.

Este núcleo fundamental de verdades, que excluye todo rela­tivismo historicístico y todo inmanentismo materialista o idealista, corresponde a aquel conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, de que habla el Concilio Vaticano II (Decr. Optatam totius, n. 15), el cual quiere que la enseñanza filosófica en los seminarios, apoyada en las riquezas que el pensamiento del pasado nos ha transmitido (innixi patrimonio philosophico perenniter valido, ibid.), al mismo tiempo se abra para acoger las riquezas que el pensamiento moderno continúa aportando (ratione habita quoque philosophicarum investigationum progredientis aetatis, ibid.).

En este sentido, están plenamente justificadas y siguen siendo válidas las repetidas recomendaciones de la Iglesia sobre la filosofía de Santo Tomás, en la cual aquellos primeros principios de verdad natural son clara y orgánicamente enunciados y armonizados con la revelación, al mismo tiempo que se encierra también en ella aquel dinamismo innovador que, según atestiguan los biógrafos, caracteri­zaba la enseñanza de Santo Tomás, y debe también hoy caracterizar la enseñanza de cuantos desean seguir sus huellas, en una continua y renovada síntesis de las conclusiones válidas recibidas de la tradi­ción con las nuevas conquistas del pensamiento humano.

Todo esto debe hacerse, teniendo particularmente en cuenta las problemáticas y las características propias de las diversas regiones y culturas, procurando que los alumnos consigan un adecuado cono­cimiento de las principales concepciones filosóficas del propio tiempo y del propio ambiente, de forma que el estudio de la filosofía sea una verdadera preparación para la vida y el ministerio que les espera, y les ponga en condiciones de poder dialogar con los hombres contem­poráneos (Decr. Optatam totius, ibid.), no sólo con los creyentes, sino también con los que no tienen fe.

Excelencia Reverendísima:

Al solicitar Vuestra atención sobre los problemas de la formación filosófica de los futuros sacerdotes, deseamos ofrecerle algún elemento de reflexión y, sobre todo, la ayuda para una conveniente renovación formativa en el campo que, en las actuales circunstancias, se de­muestra tan importante. Conscientes de los límites de esta nuestra carta –ceñida intencionadamente a lo esencial, por razón de su finalidad–, queremos esperar que ella, junto con los textos claros del Concilio Vaticano II y de la Ratio Fundamentalis Institutionis sacerdotalis, pueda ofrecer al menos alguna útil indicación y orientación a los profesores en la actividad educativa que están realizando.

Expresando a Vuestra Excelencia y a cuantos se dedican a la formación de sus seminaristas mis mejores votos y deseos de todo bien, con sentimientos de distinguido aprecio y veneración, una vez más me profeso

devmo. en Jesucristo,

Gabriel María card. Garrone

José Schröffer, Secretario

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