Juan Pablo II: Discurso a los participantes en el VIII congreso tomista internacional (13 de septiembre de 1980)

Santo Tomás 11-JPIICastelgandolfo, Sábado 13 de septiembre de 1980

Venerados y queridos hermanos:

Estoy sinceramente contento de poder recibir hoy, en un encuentro cordial, a los participantes en el VIII Congreso Tomista Internacional celebrado con ocasión del centenario de la Encíclica Aeterni Patris de León XIII, y, además, de la fundación, por obra del mismo Sumo Pontífice, de la “Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino”.

Saludo con afecto a todos los presentes y, en particular, al venerado hermano cardenal Luigi Ciappi, Presidente de la Academia, y a Mons. Antonio Piolanti, vicepresidente.

1. Con la celebración del VIII Congreso Tomista Internacional organizado por la “Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino y de Religión Católica”, concluyen las manifestaciones conmemorativas del centenario de la Encíclica Aeterni Patris, publicada el 4 de agosto de 1879, y de la fundación de la misma Academia, que tuvo lugar el 13 de octubre de 1879, por obra del gran Pontífice León XIII.

Desde el primer Congreso, celebrado en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, en noviembre del año pasado, hasta hoy, las celebraciones se han multiplicado en Europa y en otros continentes. Estas reuniones académicas finales, que han visto reunirse en Roma a ilustres y calificados maestros de todas las partes del mundo, atraídos por el nombre del Papa León XIII y de Santo Tomás de Aquino, han podido hacer simultáneamente el balance de las celebraciones habidas el año en curso y el del centenario de la Encíclica.

Desde el comienzo de mi pontificado no he dejado pasar ocasión propicia sin evocar la excelsa figura de Santo Tomás, como, por ejemplo, en mi visita a la Pontificia Universidad “Angelicum” y al Instituto Católico de París[1], en la alocución a la UNESCO[2] y, de manera explícita o implícita, en mis encuentros con los superiores, profesores y alumnos de las Pontificias Universidades Gregoriana y Lateranense.

2. No han pasado en vano los 100 años de la Encíclica Aeterni Patris, ni ha perdido su actualidad ese célebre Documento del Magisterio. La Encíclica se basa en un principio fundamental que le confiere una profunda unidad orgánica interior. Es el principio de la armonía entre las verdades de la razón y las de la fe. Por esto tenía grandísimo interés León XIII. Este principio, siempre candente y actual, ha hecho notables progresos en el arco de estos 100 años. Basta tener en cuenta la coherencia del Magisterio de la Iglesia, desde el Papa León XIII a Pablo VI, y lo mucho que ha madurado en el Concilio Vaticano II, especialmente en los documentos: Optatam totius, Gravissimum educationis, Gaudium et spes.

A la luz del Concilio Vaticano II vemos, quizá mejor que hace un siglo, la unidad y la continuidad entre el auténtico humanismo y el auténtico cristianismo, entre la razón y la fe, gracias a las orientaciones de la Aeterni Patris de León XIII, el cual con este documento, que llevaba como subtítulo De philosophia christiana… ad mentem Sancti Thomae… in scholis catholicis instaurando, manifestaba la conciencia de que había llegado una crisis, una ruptura, un conflicto o, al menos, un ofuscamiento acerca de la relación entre la razón y la fe. Dentro de la cultura del siglo XIX se pueden, en efecto, individuar dos actitudes extremas: el racionalismo (la razón sin la fe) y el fideísmo (la fe sin la razón). La cultura cristiana se movía entre estos dos extremos, pendiente de una o de otra parte. El Concilio Vaticano I había dicho ya su palabra a este respecto. Había llegado ya el tiempo de imprimir un nuevo curso a los estudios dentro de la Iglesia. León XIII se dispuso, con clarividencia, a esta tarea, representando –éste es el sentido de instaurar– el pensamiento perenne de la Iglesia, según la límpida y profunda metodología del Doctor Angélico.

El dualismo que ponía en oposición razón y fe, muy al contrario de ser moderno, constituía una reanudación de la doctrina medieval de la “doble verdad”, que amenazaba desde el interior a “la unidad íntima del hombre-cristiano” (cf. Pablo VI, Lumen Ecclesiae, 12). Habían sido los grandes Doctores Escolásticos del siglo XIII quienes habían vuelto a poner en buen camino la cultura cristiana. Como afirmaba Pablo VI, “al realizar la obra que marca el culmen del pensamiento cristiano medieval, Santo Tomás no estuvo solo. Antes y después de él, otros muchos ilustres doctores trabajaron con la misma finalidad: entre ellos hay que recordar a San Buenaventura y a San Alberto Magno, a Alejandro de Hales, Duns Scoto. Pero sin duda, Santo Tomás, por disposición de la divina Providencia, alcanzó el ápice de toda la teología y filosofía “escolástica”, como suele llamársela, y fijó en la Iglesia el quicio central en torno al cual, entonces y después, se ha podido desarrollar el pensamiento cristiano con progreso seguro” (Lumen Ecclesiae, 13).

En esto radica la motivación de la preferencia que da la Iglesia al método y a la doctrina del Doctor Angélico. No es una preferencia exclusiva; al contrario, se trata de una preferencia ejemplar, que permitió a León XIII declararlo: inter Scholasticos Doctores, omnium princeps et magister (Aeterni Patris, 13). Y esto es verdaderamente Santo Tomás de Aquino, no sólo por la competencia, el equilibrio, la profundidad, la limpidez del estilo, sino aún más por el vivísimo sentido de fidelidad a la verdad, que también puede llamarse realismo. Fidelidad a la voz de las cosas creadas, para construir el edificio de la filosofía; fidelidad a la voz de la Iglesia, para construir el edificio de la teología.

3. En el saber filosófico, antes de escuchar cuanto dicen los sabios de la humanidad, a juicio del Aquinate, es preciso escuchar y preguntar a las cosas. Tunc homo creaturas interrogat, quando eas diligenter considerat; sed tunc interrogata respondent (Super Job, XII, lect. 1). La verdadera filosofía debe reflejar fielmente el orden de las cosas mismas, de otro modo acaba reduciéndose a una arbitraria opinión subjetiva. Ordo principalius inventiur in ipsis rebus et ex eis derivatur ad cognitionem nostram (S. Th. II-IIae, q. 26, a. 1, ad 2). La filosofía no consiste en un sistema construido subjetivamente a placer del filósofo, sino que debe ser el reflejo fiel del orden de las cosas en la mente humana.

En este sentido, Santo Tomás puede ser considerado un auténtico pionero del moderno realismo científico, que hace hablar a las cosas mediante el experimento empírico, aun cuando su interés se limita a hacerlas hablar desde el punto de vista filosófico. Más bien, hay que preguntarse si no ha sido precisamente el realismo filosófico quien, históricamente, ha estimulado al realismo de las ciencias empíricas en todos sus sectores.

Este realismo, muy lejos de excluir el sentido histórico, crea las bases para la historicidad del saber, sin hacerlo decaer en la frágil contingencia del historicismo, hoy ampliamente difundido. Por esto, después de haber concedido la precedencia a la voz de las cosas, Santo Tomás se sitúa en respetuosa escucha de cuanto han dicho y dicen los filósofos para dar una valoración de ello, poniéndolos en confrontación con la realidad concreta. Ut videatur quid veritatis sit in singulis opinionibus et in quo deficiant. Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt (I Dist. 23, q. 1, a. 3). Es imposible que el conocer humano y las opiniones de los hombres estén totalmente privadas de toda verdad. Es un principio que Santo Tomás toma de San Agustín y lo hace propio: Nulla est falsa doctrina quae non vera falsis intermisceat (S. Th. II-IIae, q. 172, a. 6; cf. también Impossibile est aliquam cognitionem esse totaliter falsam, sine aliqua veritate; S. Th. II-IIae, q. 172, a. 6; cf. también  S. Th. I, q. 11, a. 2, ad 1).

Esta presencia de verdad, aunque sea parcial e imperfecta y a veces torcida, es un puente que une a cada uno de los hombres a los otros hombres y hace posible el entendimiento, cuando hay buena voluntad.

En esta visual, Santo Tomás ha prestado siempre respetuosa escucha a todos los autores, aun cuando no podía compartir del todo sus opiniones; aun cuando se trataba de autores precristianos o no cristianos, como, por ejemplo, los árabes comentadores de los filósofos griegos. De aquí su invitación a acercarse con optimismo humano incluso a los primeros filósofos griegos, cuyo lenguaje no resulta siempre claro ni preciso, tratando de llegar más allá de la expresión lingüística, todavía rudimentaria, para escrutar sus intenciones profundas y su espíritu, no cuidando de ad ea quae exterius ex eorum verbis apparet, sino de la intentio (De Coelo et mundo, III, lect. 2, núm. 552), que los guía y anima. Luego, cuando se trata de grandes Padres y Doctores de la Iglesia, entonces busca siempre de encontrar el acuerdo, más en la plenitud de la verdad que poseen como cristianos, que en el modo, aparentemente diverso del suyo, con que se expresan. Es sabido, por ejemplo, cómo trata de atenuar y casi de hacer desaparecer toda divergencia con San Agustín, bien que usando el método justo: profundius intentionem Augustini scrutari (De spirit. creaturis, a. 10 ad 8).

Por lo demás, la base de su actitud, comprensiva para con todos, sin dejar de ser genuinamente crítica, cada vez que sentía el deber de hacerlo, y lo hizo valientemente en muchos casos, está en la concepción misma de la verdad. Licet sint multae veritates participatae, est una sapientia absoluta supra omnia elevata, scilicet sapientia divina, per cuius participationem omnes sapientes sunt sapientes (Super Job, I, lect. 1, núm. 33). Esta sabiduría suprema, que brilla en la creación, no encuentra siempre a la mente humana dispuesta a recibirla por múltiples razones. Licet enim aliquae mentes sint tenebrosae, id est sapida et lucida sapientia privatae, nulla tamen adeo tenebrosa est quin aliquid divinae lucis participet,.. quia omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est (ib., lect. 3, núm. 103). De aquí la esperanza de conversión para cada hombre, en cuanto extraviado intelectual y moralmente.

Este método realista e histórico, fundamentalmente optimista y abierto, hace de Santo Tomás no sólo el “Doctor communis Ecclesiae”, como lo llama Pablo VI en su hermosa Carta Lumen Ecclesiae, sino el “Doctor Humanitatis”, porque está siempre dispuesto y disponible a recibir los valores humanos de todas las culturas. Con toda razón puede afirmar el Angélico: “Veritas in seipsa fortis est et nulla impugnatione convelltiur” (Contra gentiles, III, c. 10, núm. 3460/b). La verdad, como Jesucristo, puede ser renegada, perseguida, combatida, herida, martirizada, crucificada; pero siempre revive y resucita y no puede jamás ser arrancada del corazón humano. Santo Tomás puso toda la fuerza de su genio al servicio exclusivo de la verdad, detrás de la cual parece querer desaparecer como por temor a estorbar su fulgor, para que ella, y no él, brille en toda su luminosidad.

4. A la fidelidad a la voz de las cosas, en filosofía, corresponde en teología, según Santo Tomás, la fidelidad a la voz de la Palabra de Dios, transmitida por la Iglesia. Su norma es el principio que nunca viene a menos: Magis standum est auctoritati Ecclesiae… quam cuiuscumque Doctoris (S. Th. II-IIae, q. 10, a. 12). La verdad que propone la autoridad de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo es, pues, la medida de la verdad, que expresan todos los teólogos y doctores pasados, presentes y futuros. Aquí la autoridad de la doctrina del Aquinate se resuelve y se refunde en la autoridad de la doctrina de la Iglesia. He aquí por qué la Iglesia lo ha propuesto como modelo ejemplar de la investigación teológica.

También en teología el Aquinate prefiere, pues, a la voz de los Doctores, y a la propia voz, la de la Iglesia universal, como anticipándose a lo que dice el Vaticano II: “La totalidad de los fieles que han recibido la unción del Espíritu Santo no puede equivocarse cuando cree” (Lumen gentium, 12); “Cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los obispos juntamente con él definen un punto de doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos (Lumen gentium, 25).

No es posible reseñar todos los motivos que han inducido al Magisterio a elegir como guía segura en las disciplinas teológicas y filosóficas a Santo Tomás de Aquino; pero uno es, sin duda, éste: el haber puesto los principios de valor universal, que rigen la relación entre razón y fe. La fe contiene, en modo superior, diverso y eminente, los valores de la sabiduría humana, por esto es imposible que la razón pueda discordar de la fe y, si está en desacuerdo, es necesario revisar y volver a considerar las conclusiones de la filosofía. En este sentido la misma fe se convierte en una ayuda preciosa para la filosofía.

Siempre es válida la recomendación de León XIII: “Quapropter qui philosophiae studium cum obsequio fidei christianae coniungunt, ii optime philosophantur: quandoquidem divinarum veritatum splendor, animo exceptus, ipsam iuvat intelligentiam; cui non modo nihil de dignitate detrahti, sed nobiltiatis, acuminis, firmitatis plurimum addit” (Aeterni Patris, 13).

La verdad filosófica y la teológica convergen en la única verdad. La verdad de la razón se remonta desde las críaturas a Dios; la verdad de la fe desciende directamente de Dios al hombre. Pero esta diversidad de método y de origen no quita su unicidad fundamental, porque idéntico es el Autor tanto de la verdad que se manifiesta a través de la creación, como de la verdad que se comunica personalmente al hombre a través de su Palabra. Investigación filosófica e investigación teológica son dos direcciones diversas de marcha de la única verdad, destinadas a encontrarse, no a enfrentarse, por el mismo camino, para ayudarse. Así la razón iluminada, robustecida, garantizada por la fe se convierte en una compañera fiel de la fe misma y la fe amplía inmensamente el horizonte limitado de la razón humana. Santo Tomás es realmente un maestro iluminador sobre este punto: “Quia vero naturalis ratio per creaturas in Dei cognitionem ascendit; fidei vero in nos, e converso, divina revelatione descendit, est autem eadem via ascensus et descensus, oportet eadem via procedere in his quae supra rationem creduntur, qua in superioribus processum est circa ea quae ratione investigantur de Deo” (Contra gentiles, IV, 1, núm. 3349).

La diferencia del método y de los instrumentos de investigación diversifica bastante el saber filosófico del teológico. Incluso la mejor filosofía, la de estilo tomista, a la que Pablo VI definió muy bien como “filosofía natural de la mente humana”, dócil para escuchar y fiel para expresar la verdad de las cosas, está siempre condicionada por los límites de la inteligencia y del lenguaje humano. Por esto, el Angélico no duda en afirmar: “Locus ab auctoritate quae fundatur super ratione humana est infirmissimus” (S. Th. I, q. 1, a. 8, ad 2). Cualquier filosofía, en cuanto es un producto del hombre, tiene los límites del hombre. Al contrarío, “locus ab auctoritate quae fundatur super revelatione divina est efficacissimus” (ib.). La autoridad divina es absoluta, por esto la fe goza de la firmeza y de la seguridad de Dios mismo; la ciencia humana tiene siempre la debilidad del hombre, en la medida en que se funda sobre el hombre. Sin embargo, también en la filosofía hay algo absolutamente verdadero, indefectible y necesario, como son los primeros principios, fundamento de todo conocimiento.

La recta filosofía eleva el hombre a Dios, como la Revelación acerca Dios al hombre. Para San Agustín: “verus philosophus est amator Dei” (San Agustín, De Civ. Dei. VIII, 1: PL 41, 225). Santo Tomás, haciéndose eco, dice, en otras palabras, lo mismo: “Fere totius philosophiae consideratio ad Dei cognitionem ordinatur” (Contra gentiles, I, c. 4, núm. 23). “Sapientia est veritatem praecipue de primo principio meditari” (Contra gentiles, I, c. 1, núm. 6). Amor a la verdad y amor al bien, cuando son auténticos, van siempre juntos. Para desautorizar la idea, sostenida por algunos, de que Santo Tomás es un intelectual frío, está el hecho de que el Angélico resuelve el conocer mismo en amor de la verdad, cuando pone como principio de todo conocimiento: “verum est bonum intellectus” (Ethic. I, lect. 12, núm. 139; cf. también Ethic. VI, núm. 1143; S. Th. q. 5, a. 1, ad 4; I-IIae, q. 8, a. 1). Por lo tanto, el entendimiento está hecho para la verdad y la ama como su bien connatural. Y puesto que el entendimiento no se sacia con verdad alguna parcial conquistada, sino que tiende siempre más allá, el entendimiento tiende más allá de toda verdad particular y se dirige naturalmente a la verdad total y absoluta que, en concreto, no puede ser más que Dios.

El deseo de la verdad se transfigura en deseo natural de Dios y encuentra su clarificación solamente en la luz de Cristo, la verdad hecha Persona.

Así toda la filosofía y la teología de Santo Tomás no se sitúan fuera, sino dentro del célebre aforismo agustiniano: “fecisti nos ad te; et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te”(San Agustín, Confesiones I, 1). Y cuando Santo Tomás pasa desde la tendencia connatural del hombre hacia la verdad y el bien al orden de la gracia y de la redención, se transforma, no menos que San Agustín, San Buenaventura y San Bernardo, en un cantor del primado de la caridad: “Charitas est mater et radix omnium virtutum in quantum est omnium virtutum forma” (S. Th. I-IIae, q. 62, a. 4; cf. también I-IIae, q. 65, a. 2; I-IIae q. 65, a. 3; I-IIae, q. 68, a. 5).

5. Hay aún otros motivos que hacen actual a Santo Tomás: su altísimo sentido del hombre, “tam nobilis creatura” (Contra gentiles, IV, 1, núm. 3.337). Es fácil advertir la idea que tiene de esta “nobilis creatura”, imagen de Dios, cada vez que se dispone a hablar de la Encarnación y de la Redención. Desde su primera gran obra juvenil, el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, en el prólogo al Libro Tercero, en el que se dispone a tratar de la Encarnación del Verbo, no duda en parangonar al hombre con el “mar”, en cuanto que recoge, unifica y eleva en sí a todo el mundo infrahumano, como el mar recoge todas las aguas de los ríos que desembocan en él.

En el mismo prólogo define al hombre como el horizonte de la creación, en el que se juntan el cielo y la tierra; como vínculo del tiempo y de la eternidad; como síntesis de la creación. Su vivísimo sentido del hombre jamás decae en todas sus obras. En los últimos tiempos de su vida, al comenzar el tratado de la Encarnación, en la tercera parte de la Summa Theologica, inspirándose también en San Agustín, afirma que sólo asumiendo la naturaleza humana, el Verbo podía mostrar “quanta sit dignitas humanae naturae ne eam inquinemus peccando” (S. Th. III, q. 1, a. 2). E inmediatamente después añade: encarnándose y asumiendo la naturaleza humana. Dios pudo demostrar “quam excelsum locum inter creaturas habeat humana natura” (ib.).

6. En las sesiones de vuestro Congreso se ha observado, entre otras cosas, que los principios de la filosofía y de la teología de Santo Tomás no han tenido quizá en el sector moral una valorización, como la exigen los tiempos y como es posible recabar de los grandes principios puestos por el Aquinate de modo que empalmen sólidamente con las bases metafísicas para una mayor organización y vigor. En el sector social se ha hecho más, pero todavía hay mucho espacio que llenar, para salir al encuentro de los problemas más vivos y urgentes del hombre de hoy.

Puede ser éste un programa que comprometa a la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino para un futuro inmediato; teniendo la mirada atenta a los signos de los tiempos, a las exigencias de mayor organización y penetración, según las orientaciones del Vaticano II (cf.Optatam totius, 16; Gravissimum educationis, 10), y a las corrientes de pensamiento del mundo contemporáneo, en no pocos aspectos diversos de los del tiempo de Santo Tomás e incluso del período en que emanó de León XIII la Encíclica Aeterni Patris.

Santo Tomás ha marcado un camino, que puede y debe ser llevado adelante y actualizado, sin traicionar su espíritu y los principios de fondo, pero teniendo también en cuenta las conquistas científicas modernas. El verdadero progreso de la ciencia no puede contradecir nunca a la filosofía, como la filosofía nunca puede contradecir a la fe. Las nuevas aportaciones científicas pueden tener una función catártica y liberadora ante los límites impuestos a la investigación filosófica por la regresión medieval, por no decir por la no existencia, de una ciencia que nosotros poseemos hoy. La luz no puede ser oscurecida, sino sólo potenciada por la luz. La ciencia y la filosofía pueden y deben colaborar mutuamente, con tal que la una y la otra permanezcan fieles al método propio. La filosofía puede iluminar a la ciencia y liberarla de sus límites, como, a su vez, la ciencia puede proyectar nueva luz sobre la filosofía misma y abrirle nuevos caminos. Esta es la enseñanza del Maestro de Aquino, pero antes aún es la Palabra de la verdad misma, Jesucristo, que nos asegura: “Veritas liberabit vos” (Jn 8, 32).

7. Como es sabido, León XIII, rico en sabiduría y en experiencia pastoral, no se contentó con dictar orientaciones teóricas. Exhortó a los obispos a crear academias y centros de estudios tomistas, y antes que nadie él mismo dio ejemplo de ello, al instituir aquí en Roma la “Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino”, a la que se unió después, en 1934, la más antigua “Academia de Religión Católica”. El Congreso que se ha desarrollado estos días tenía también la finalidad de celebrar el centenario de vuestra misma Academia. Y con toda razón, ya que han pertenecido a ella, como Presidentes o como socios, personajes ilustres, cardenales insignes, muchos de los mejores genios y maestros de las ciencias sagradas de Roma y del mundo. Una Academia, que fue siempre particularmente querida por todos mis predecesores hasta Pablo VI, que recibió en audiencia a sus miembros nada menos que dos veces, con ocasión de los Congresos precedentes, dirigiéndoles discursos y dándoles orientaciones memorables.

No se pueden pasar por alto las características principales que han permitido a vuestra Academia mantener la fe en los compromisos que, de vez en cuando, le han asignado los Sumos Pontífices: su Universidad Católica, por la que siempre ha contado entre sus socios a personalidades residentes en Roma y fuera de Roma —¿cómo no recordar a Jacques Maritain y a Etienne Gilson?—; a miembros del clero diocesano y a religiosos de todas las órdenes y congregaciones; y el estar al día en el estudio de los problemas contemporáneos, hechos objeto de análisis, a la luz de la doctrina de la Iglesia: “Ecclesiae Doctorum, praesertim Sancti Thomae vestigio premendo” (Gravissimum educationis, 10), como preludiando al Concilio Vaticano II.

El testimonio más convincente son las obras de la Academia: los numerosos ciclos de conferencias, las publicaciones, los congresos periódicos que quiso el Papa Pío XI y celebrados con ejemplar puntualidad y con provecho de los estudios católicos.

Ni puedo menos de recordar, entre los alumnos que obtuvieron el doctorado en la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino, a mis dos ilustres predecesores: Pío XI y Pablo VI.

Venerados y queridos hermanos:

El Concilio Vaticano II que ha dado nuevo impulso a los estudios católicos con sus decretos sobre la formación sacerdotal y sobre la educación católica, bajo la guía del Maestro Santo Tomás (S.Thoma magistro: cf. Optatam totius, 16), sirva de estímulo y auspicio para una vida renovada y para más abundantes frutos, en el próximo futuro, para bien de la Iglesia.

Mientras os manifiesto mi más viva complacencia por el Congreso Tomista Internacional, que, en estos días, ha dado verdaderamente una notable aportación científica, tanto por la calidad de los participantes y relatores, como por la cuidadosa actualización de los varios problemas históricos y filosóficos, os exhorto a continuar realizando, con gran interés y seriedad, las finalidades de vuestra Academia; que sea un centro vivo, vibrante, moderno, en el cual el método y la doctrina del Aquinate se pongan en contacto continuo y en diálogo sereno con los complejos fermentos de la cultura contemporánea, en la que vivimos y estamos inmersos.

Con estos deseos os renuevo mi sincera benevolencia y os imparto de corazón mi bendición apostólica.



[1]Nº 5:  ¡”Que la fe piense”, según la expresión admirable de San Agustín! En París, desde antiguo, estáis viviendo esa efervescencia del pensamiento, que puede ser tan creadora, como la mostró Santo Tomás con brillantez en vuestra antigua Universidad, donde él fue, antes que el modelo de los profesores, el modelo de los estudiantes. Hoy, como entonces, hay que construir sobre el fundamento firme de la fidelidad; hay que hacerlo con vigor renovado, pero tomando siempre como base el Evangelio, inagotable en su eterna novedad, y la doctrina claramente formulada por la Iglesia.

[2] Nº 6:  Genus humanum arte et ratione vivit (cf. Santo Tomás, comentando a Aristóteles, en Post. Analyt., núm. 1). Estas palabras de uno de los más grandes genios del cristianismo, que fue al mismo tiempo un fecundo continuador del pensamiento antiguo, nos hacen ir más allá del círculo y de la significación contemporánea de la cultura occidental, sea mediterránea o atlántica. Tienen una significación aplicable al conjunto de la humanidad en la que se encuentran las diversas tradiciones que constituyen su herencia espiritual y las diversas épocas de su cultura. La significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de Santo Tomás de Aquino, en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura también en el sentido de que el hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura.

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