Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, amadísimos hermanos y hermanas:
1. Al mismo tiempo que os saludo cordialmente a todos, con un recuerdo especial para el señor cardenal Luigi Ciappi, que con tanta nobleza ha interpretado los sentimientos comunes, deseo deciros que me alegro de que el IX Congreso tomista internacional promovido por la Pontificia Academia de Santo Tomás haya asumido como tema general de sus trabajos la figura y la valoración de santo Tomás como “Doctor Humanitatis”, tal como yo mismo lo definí en el discurso de clausura del anterior congreso de 1980.
En realidad, santo Tomás merece este título por muchas razones, que se pueden captar en el amplio y orgánico programa del congreso y a las que se les ha dado relieve en vuestras relaciones y comunicaciones: éstas son, de modo especial, la afirmación de la dignidad de la naturaleza humana, tan clara en el Doctor Angélico; su concepción de la curación y elevación del hombre a un nivel superior de grandeza, que tuvo lugar en virtud de la Encarnación del Verbo; la formulación exacta del carácter perfectivo de la gracia, como principio-clave de la visión del mundo y de la ética de los valores humanos, tan desarrollada en la Summa, la importancia que atribuye el Angélico a la razón humana para el conocimiento de la verdad y el tratamiento de las cuestiones morales y ético-sociales.
2. Estos son los elementos más nobles de la verdadera “humanitas”, en el significado cultural y al mismo tiempo espiritual de la palabra, muy por encima de las también respetables “humanae litterae”, que algún humanista post-medieval quiso luego contraponer a las “litterae divinae”. Pero esa contraposición no tiene razón de ser, pues desde los tiempos patrísticos, los doctos escritores que se convertían al cristianismo, habían puesto de manifiesto todo su aprecio por las culturas helénica y latina, las cuales hablan intentado conciliar con los libros sagrados en sus estudios, en su predicación, en sus comentarios a la Biblia.
Santo Tomás, heredero de la tradición de los Padres, era, sin duda, un “doctor divinitatis”, tal como se llamaba la teología como ciencia de Dios o, según la denominación tomista, “sacra doctrina” (cf. I, q. 1, a. 1 ss.). Pero, debido a su concepción del hombre y de la naturaleza humana como entidad sustancial de alma y cuerpo, y al amplio espacio dedicado a las cuestiones “de homine” en la Summa y en otras obras, así como a la profundización y esclarecimiento a menudo decisivo de esas cuestiones, perfectamente le podemos atribuir también el calificativo de “doctor humanitatis”, estrechamente vinculado con una relación esencial tanto con las premisas fundamentales como con la misma estructura de la “ciencia de Dios”. En efecto, él coloca su tratado “De homine” en el “De Deo Creatore” (cf. I, q. 75 ss.), en cuanto que el hombre es obra de las manos de Dios, lleva dentro de sí la imagen de Dios y tiende por naturaleza a una semejanza con Dios cada vez más plena (cf. I, q. 93).
Según esta dimensión teológica y teocéntrica de la antropología, santo Tomás encuadra en la II parte de la Summa también toda la ética y la teología moral, en cuanto consideración y regulación del motus rationalis creaturae in Deum (cf. I, q. 2, prol.) al nivel de acción libre y elección consciente. De aquí el carácter sapiencial sea de su metafísica y de su teología (cf. I, q. 1, a. 6), que de su ética como ciencia directiva de los actos humanos en orden a las “razones eternas” (cf. I, q. 1, aa. 4, 6; II-II, q. 9, a. 3; q. 45, a. 3).
Es el carácter que falta a la ética secularizada, ligada como está a principios filosóficos voluntariamente arreligiosos o irreligiosos, en el marco de una concepción de la vida, del deber y del mismo destino del hombre, que hoy se suele llamar laica. Calificación, esta, de significado cuanto menos ambiguo, que está en la raíz de tantos malentendidos y equívocos por una parte en las relaciones entre religiones y por otra en las relaciones con el pensamiento, la ética, las modernas ciencias del hombre y del mundo. Una semejante concepción peca ya al nivel del concepto de naturaleza, pues ésta, de por sí, en cuanto creada por Dios, tiende a su Principio. Precisamente sobre este punto crucial – que se traduce a nivel cristiano en la relación entre razón y fe – la antropología tomista ha arrojado una luz decisiva, y aún puede iluminarla más.
3. Sabemos que santo Tomás subraya el valor sobrenatural de la fe: ésta trasciende la inteligencia natural como “luz infusa por Dios” para el conocimiento de verdades que superan las posibilidades y las exigencias de la pura razón (cf. II-II, q. 6, a. 1). Y, sin embargo, no se trata de un acto irracional, sino de una síntesis vital, en la que el factor principal es, sin duda, el divino, que mueve la voluntad a adherirse a la verdad revelada por Dios, Soberano de la inteligencia, absolutamente infalible y santo.
Pero el acto de fe incluye también una racionabilidad propia, tanto porque el que cree se refiere a la evidencia histórica del correspondiente hecho, como por la justa valoración del presupuesto metafísico y teológico de que Dios no puede engañarse ni engañarnos. Además, la fe supone una racionalidad o inteligibilidad propia, por ser un acto de la inteligencia humana (cf. II-II, q. 4, a. 2), y es, a su modo, un ejercicio del pensamiento, tanto en la búsqueda como en el asentimiento (cf. II-II, q. 2, a. 1).
El acto de fe nace, pues, de la libre elección humana razonable y consciente como un rationabile obsequium (logiké latreía: Rm 12, 1), que se funda en un motivo de máximo rigor persuasivo, que es la autoridad misma de Dios como Verdad, Bien, Santidad, que coincide con su Ser subsistente. La última razón de la fe, fundamento de toda la antropología y la ética cristiana, es la “summa et prima Veritas” (cf. I, q. 16, a. 5): Dios como Ser infinito, del que la Verdad no es más que el otro nombre. Por eso, la razón humana no queda anulada ni se envilece con el acto de fe, sino que ejerce su suprema grandeza intelectual en la humildad con que reconoce y acepta la infinita grandeza de Dios.
4. Si hoy existe – como existe – una crisis de la ética, esto depende del debilitamiento del sentido de la verdad en las inteligencias y en las conciencias, que han perdido la referencia a la fundación última de la verdad misma. Es inútil intentar enmascarar la realidad o buscar escapatorias de este núcleo central de la crisis: sin Dios no hay fundamento para lo creado, sin la Verdad primera se oscurece la razón última de las verdades humanas y por tanto se compromete la validez de la cultura que, aún rica en adquisiciones filosóficas, científicas, literarias, etc., no refleja, no ayuda, no sacia a todo el hombre. Y desde el momento que la referencia a la primera Verdad se realiza históricamente en la fe con que se acoge la revelación divina, el rechazo de ésta última expone al hombre a peligrosas oscuridades y errores sobre la existencia misma de Dios, a la que puede llegar por sí misma la razón natural.
En la condición presente de la humanidad, que lleva en sí las consecuencias del pecado original, la gracia es de hecho necesaria, tanto en el orden cognoscitivo como en el práctico, para alcanzar plenamente, por una parte, lo que la razón puede captar de Dios y, por otra, para adecuar con coherencia la propia conducta a los dictados de la ley natural (cf. DS 3004-3005). La consecuencia de ello es que los diversos aspectos de la vida humana encuentran en el orden sobrenatural el fundamento más sólido y la garantía más segura de autenticidad: en particular el amor y la amistad (cf. I, q. 1, a. 8, ad 2), la sociabilidad y la solidaridad, el derecho y el ordenamiento jurídico-político, y por encima de todo la libertad que no es real en ningún aspecto, si no se funda en la verdad.
5. Hay, pues, que desear y favorecer de todas modos el estudio constante y profundo de la doctrina filosófica, teológica, ética y política que santo Tomás ha dejado en heredad a las escuelas católicas y que la Iglesia no ha dudado en hacer propia, especialmente en lo que se refiere a la naturaleza, la capacidad, la perfectibilidad, la vocación y la responsabilidad del hombre en la esfera sea personal que social, como se sigue también de las directrices del Concilio Vaticano II (cf. decreto Optatam totius, n. 16; declaración Gravissimum educationis, n. 9: con las notas).
El hecho de que en los textos conciliares y post-conciliares no se haya insistido sobre el aspecto vinculante de las disposiciones sobre el seguimiento de santo Tomás como “guía de los estudios” – según quiso llamarlo Pío XI en la encíclica Studiorum Ducem –, ha sido por no pocos interpretado como facultad de desertar la cátedra del antiguo Maestro para abrirse a los criterios del relativismo y del subjetivismo en los diversos campos de la “sagrada doctrina”. Sin duda, el Concilio quiso estimular el desarrollo de los estudios teológicos y reconocer a los que los cultivan un legítimo pluralismo y una sana libertad de investigación, pero a condición de permanecer fieles a la verdad revelada, contenida en la Sagrada Escritura, transmitida en la Tradición cristiana, interpretada con autoridad por el Magisterio de la Iglesia y teológicamente profundizada por los Padres y Doctores, sobre todo por Santo Tomás.
En cuanto a su función de guía en los estudios, la Iglesia, al confirmarla, ha preferido apoyarse más que sobre directivas de índole jurídica, sobre la madurez y sabiduría de aquellos que intentan acercarse a la Palabra de Dios con sincero deseo de descubrir y conocer cada vez más a fondo su contenido y de comunicarlo a los demás, especialmente a los jóvenes confiados a su enseñanza.
6. A este propósito, es bueno recordar un aspecto del método y del comportamiento de Santo Tomás, resaltado por mi predecesor Benedicto XIV, cuando en la constitución apostólica Sollicita ac provida del 10 de julio de 1753, escribía que “el Príncipe Angélico de las escuelas… ha necesariamente contrariado las opiniones de los filósofos y teólogos, a los que se había visto obligado a confutar en nombre de la verdad, pero lo que completa admirablemente los méritos de un doctor tan grande es que nunca se le vio despreciar, herir o humillar a ningún adversario, sino al contrario los trató a todos con gran bondad y respeto. En efecto, si las palabras de aquellos contenían algo de duro, de ambiguo, de oscuro, él las endulzaba y explicaba con una interpretación indulgente y benévola. Que si la causa de la religión y de la fe le imponía rechazar sus ideas, él lo hacía con una tal modestia que lo volvía no menos digno de elogio cuando se separaba de ellos que cuando afirmaba la verdad católica. Aquellos que se glorían de recurrir a un maestro tan eminente – y nosotros nos alegramos de que sean tan numerosos, a causa de nuestro interés y de nuestra particularísima veneración por él – propónganse como modelo la moderación de palabra de un tal doctor y su modo caritativo de comportarse en las discusiones con los adversarios. Y los que no pertenecen a su escuela, esfuércense por conformarse también a este método…” (n. 24).
7. Hago mías las sabias recomendaciones del Papa Benedicto XIV y las amplío a toda la vasta área –que podríamos denominar planetaria– de las relaciones con las culturas y las mismas religiones, en el empeño de la evangelización del mundo, hoy más urgente que nunca.
Ciertamente ésta ha de efectuarse según el mandato del mismo Jesucristo (cf. Mt 28, 19). Primero el Concilio y después mi predecesor Pablo VI, en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, han explicado en qué relación se coloca la predicación del Evangelio con las culturas, y yo mismo, desde mi primera encíclica Redemptor hominis, he insistido en la necesidad de la penetración en el ámbito de las culturas y, se puede decir, en el alma misma de los pueblos. Así nace el problema de la que se suele llamar “inculturación” de la misión evangelizadora, problema del cual, sin duda, se experimenta cada día la complejidad y la dificultad, pero también su ineludible urgencia.
Este puede recibir luz justamente del método tomista, para acercarse a las filosofías y a las culturas, para la selección y la asimilación de sus valores, la adaptación de la catequesis y predicación cristiana a sus características, a sus ritmos, a sus modos históricos de acercarse a la realidad, investigando sus causas profundas, las razones supremas.
8. Santo Tomás no podía prever ciertamente un mundo cultural y religioso tan vasto, complejo y articulado cual nosotros hoy lo conocemos, ni por tanto podía dictar soluciones concretas al ingente cúmulo de problemas específicos, que nosotros hoy debemos afrontar. Pero, ya que su máxima preocupación fue aquella de situarse y mantenerse de parte de la verdad universal, objetiva y trascendente, de servirla desinteresadamente, de buscarla dondequiera que se encontrase aunque fuera solo un reflejo, convencido como estaba de que “omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est” (cf. PL 191, 1651; 17, 258; 1-11, q. 109, a. 1, ad 1), ha trazado un método de trabajo misionero que hoy es sustancialmente válido también sobre el plano de las relaciones ecuménicas e interreligiosas, además de serlo para la relación con todas las culturas antiguas y nuevas.
La referencia tan explícita y pertinente que el Doctor Angélico hace al Espíritu Santo también en este tema eclesiológico y misionero, es de gran actualidad. Muchas veces lo he querido mencionar en varios de mis documentos. Estoy convencido de que la Iglesia, animada por el Espíritu Santo, está en camino hacia una fase nueva y más rica de relaciones con todos los grupos humanos, a todos los niveles, especialmente en aquellos espirituales y religiosos, en este escenario de una edad que Pablo VI llamaba “tremenda y maravillosa”.
Es un hecho, de todos modos, que ella (la Iglesia), consciente de las posibilidades y de los riesgos que un tal camino conlleva, continúa recomendando a sus hijos con materna insistencia ese humilde y gran “guía de los estudios” que ha sido por siglos santo Tomás de Aquino.
A todos mi afectuosa bendición.
S.S. Juan Pablo II
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