Venerados y queridos hermanos:
1. Estoy muy contento de encontrarme con vosotros, miembros de la Sociedad “Santo Tomás de Aquino”, y con todos vosotros, participantes en este Congreso internacional, organizado por dicha Sociedad, para profundizar en la doctrina tomista sobre el alma, en relación con los problemas y con los valores de nuestro tiempo.
No puedo dejar de expresar mi complacencia por esta iniciativa, que ciertamente aportará una considerable contribución a la causa del hombre y al servicio de la Iglesia. Aprecio especialmente el intento general de vuestra Sociedad de promover e incrementar el estudio del Doctor Angélico, que en el campo de la teología sistemática y especulativa siempre ha sido objeto, por parte del Magisterio de la Iglesia, de especiales alabanzas y exhortaciones, hasta las tan conocidas indicaciones del último Concilio, en el campo específico de la formación sacerdotal (Optatam totius, 16).
He tenido la alegría de pertenecer a vuestra Sociedad desde su fundación, determinada en el Congreso tomista de 1974, en el cual tomé parte.
Y otro motivo que me hace sentir cordialmente cerca de vosotros es el recuerdo de las palabras que dirigí a los participantes en el Congreso organizado en 1979 para conmemorar el I centenario de la gran Encíclica de León XIII, Aeterni Patris, que dio un impulso tan fuerte al desarrollo de los estudios tomistas y, en general, al progreso y a la confirmación de la filosofía cristiana y de la formación doctrinal de los Pastores y de los fieles.
Saludo muy cordialmente a todos los congresistas, de manera especial a los actuales dirigentes de la Sociedad: al padre Damián Byrne, maestro general de los dominicos, presidente; al padre Abelardo Lobato, director; y al padre Daniel Ols, secretario.
2. El problema del alma está vinculado a la pregunta que el hombre siempre se hace sobre el sentido profundo de su ser y sobre el principio de su vivir, de su pensar y de su obrar. En todos los tiempos el hombre es para sí mismo un gran interrogante. El hombre ha nacido para la verdad y con profunda inquietud busca la verdad sobre el hombre y la respuesta a la pregunta formulada así por San Agustín: «Quid sum ergo, Deus meus? Quae natura mea?» (Conf., X, 17, 26). El hombre conoce algo de sí mismo; pero ignora mucho más que desea conocer.
Hoy más que nunca son numerosas las manifestaciones de la actividad humana; lo cual suscita más que nunca el problema de determinar mejor su origen común y el criterio de su coordinación y de su valor: y esto no es otra cosa que plantearse la cuestión del alma.
Esta investigación nos coloca ante un gran misterio, y nos descubre qué desconocidos somos de nosotros mismos: «Camina, camina —decía Eráclito—, quizás jamás llegarás a alcanzar los confines del alma, por más que recorras sus senderos. Tan profundo es su “logos”» (Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker, 22 B 45, Berlín, 1951). Y de hecho —como decía Santo Tomás (S. Th., I, 3, 1, 2m; 93, 2, c.; 4, c., 1m; 6, c., 2m; I-II, prol.; I Sent., D. III, q. 3, o.; II Sent. D. XVI, q. 3, o.; D. XXXIX, q. 1, 1, 1m; Cont. Gent., IV, c. 26, De Ver., q. X, a. 7, c.)—, es precisamente en el alma donde se encuentra la «imagen de Dios», que hace al hombre «semejante» al Creador; y, por eso, gracias al alma existe en el hombre —creatura finita— una cierta infinitud. Si no en sus propias acciones, sí en sus aspiraciones.
El conocimiento de poseer un alma tiene algo de paradójico, porque parece ser al mismo tiempo un dato casi inmediato y evidente de la experiencia interior, vital y existencial. Y al mismo tiempo, como he dicho, un problema teorético muy oscuro y difícil, en el cual naufragaron —es un decir—hasta grandes pensadores.
Santo Tomás expresa muy bien esta doble y sorprendente constatación, cuando dice: «Secundum hoc scientia de anima est certissima, quad unusquisque in seipso experitur se animam habere et actas animae sibi inesse; sed cognoscere quid sit anima difficillimum est» (De Ver., q. X, a. 8, 8m), y añade: «Requiritur diligens et subtilis inquisitio» (S. Th., I, 87, 1). Un trabajo fatigoso y arriesgado, pero no inútil, sobre todo si es realizado, como vosotros intentáis hacerlo, sirviéndoos también de las luces procedentes de la divina Revelación y del Magisterio de la Iglesia.
3. El programa de vuestro Congreso relaciona el gran tema del alma con la más amplia y compleja realidad del problema antropológico.
Hoy día en el mundo de la cultura es fuerte la exigencia de evitar una antropología «dualista», que contrapone el alma y el cuerpo de una forma casi hostil. A la luz de la enseñanza bíblica, se afirma con fuerza la unidad psicofísica del ser humano. La misma exigencia está presente en Santo Tomás, y —como dije en una audiencia general de 1981[1]— consiste en que él «en su antropología metafísica (y a la vez teológica) prescindió de la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo, y se acercó al pensamiento de Aristóteles». En efecto, como admite Santo Tomás, el hombre en verdad padece una división interna entre la «carne» y el «espíritu». Sin embargo, según el de Aquino, esta oposición interna y dolorosa es «antinatural», porque es consecuencia del pecado; mientras que la exigencia profunda del hombre de la unidad y de la armonía entre la vida física y la espiritual es satisfecha por la vida de la gracia.
El Doctor Angélico, en su tratado «De homine, qui ex spirituali et corporali substantia componitur» (S. Th., I, 75, prol.), refleja claramente las enseñanzas del Concilio Lateranense IV, que entonces estaban recientes: presentaban la naturaleza humana como intermedia entre la naturaleza puramente espiritual o angélica, y la naturaleza puramente corporal, «quasi communem ex spiritu et corpore constitutam» (Concilio Lateranense IV, c. I – De fide catholica, Denzinger 800). Por tanto, distinción real y esencial entre el alma y el cuerpo. El hombre para el Doctor universal es «essentia composita» (S. Th., I, 76, 1), «substantia composita» (Cont. Gent., II, c. 68). Pero su ser es solamente uno: «Unum esse substantiae intellectualis et materiae corporalis» (ib.). «Unum esse formae et materiae» (ib.), donde el alma es «la forma» y el cuerpo, «la materia».
Efectivamente, como se sabe, con su famosa doctrina del alma espiritual como «forma sustancial» del cuerpo, Santo Tomás solucionó el arduo problema de la relación entre el ama y el cuerpo que salvase, por una parte la distinción de los componentes esenciales, y por otra la unidad del ser personal del hombre. Y es igualmente sabido que esta doctrina, y también la de la inmortalidad del alma humana, fue confirmada por dos sucesivos Concilios Ecuménicos (Lateranense IV y V), y después pasó a ser patrimonio de la fe católica. La doctrina antropológica como «la unidad del alma y del cuerpo» ha sido tomada de nuevo por el Concilio Vaticano II; por tanto, este Concilio puede encontrar en el pensamiento del Doctor Angélico un intérprete particularmente adecuado.
4. Pero la antropología tomista no se reduce a la consideración abstracta de la naturaleza humana; sino que muestra también, sobre la base de la experiencia y, sobre todo, de las enseñanzas de la Revelación, una notable sensibilidad —tan apreciada por los modernos— hacia la condición concreta e histórica de la persona humana —según diríamos hoy—, por su «situación existencial» de criatura herida por el pecado y redimida por la sangre de Cristo, por la originalidad y la dignidad de cada persona, por su aspecto dinámico y moral, y, finalmente, por la «fenomenología» de la existencia humana, dicho con una expresión hoy en boga. En efecto, dice Santo Tomás: «Perfectissimum autem est ipsum individuum generatum, quod in generatione humana est hypostasis, vel persona, ad cuius constitutionem ordinatur et anima et corpus» (Cont. Gent., IV, c. 44).
Para comprender el aprecio que el Doctor Angélico tiene de la realidad personal, debemos tener presente su metafísica, en la que el ser, entendido como «acto de ser» (esse ut actus), constituye la máxima perfección. Ahora bien, la persona todavía más que la «naturaleza» y que la «esencia», mediante el acto de ser que la hace subsistir, se eleva exactamente al sumo de la perfección del ser y de la realidad, y, por lo tanto, del bien y del valor.
5. Si la doctrina de la naturaleza humana como «unidad de alma y cuerpo» explica en el Doctor universal la inteligibilidad del ser humano y de su historia, la doctrina de la persona nos orienta de una manera especial desde el punto de vista ético y de aquel que es el camino concreto del hombre en el plan de la creación y de la salvación cristiana.
Así en la antropología de Santo Tomás encontramos ampliamente satisfechas, sea la exigencia del análisis sutil y sistemático, sea la de dar fundamento y justificación a los más elevados valores de la persona —hoy tan fuertemente invocados—, como el valor de la conciencia moral, de los derechos inalienables, de la justicia, de la libertad y de la paz; en fin, todo lo que contribuye a poner en evidencia el verdadero bien del hombre redimido por Cristo, para que recuperase la dignidad perdida y alcanzara la condición de hijo de Dios. La antropología de Santo Tomás siempre une estrechamente la consideración de la «naturaleza» y la de la «persona», de tal modo que la naturaleza funda los valores objetivos de la persona, y ésta da un significado real a los valores universales de la naturaleza.
La doctrina del alma está en el centro de la antropología tomista; pero esta antropología no podría ser entendida en su preciso significado y en su verdadera amplitud —y ni siquiera la doctrina del alma—, sin hacer referencia, como hizo el Doctor Angélico, no solamente a nociones de carácter racional —metafísico o cosmológico—, sino también, y en definitiva, a los datos provenientes de la Revelación bíblica y de las enseñanzas de la Iglesia.
6. Santo Tomás, porque fue tan fiel y dócil al Magisterio eclesial, pudo ofrecer a la Iglesia y a las almas un preciosísimo servicio doctrinal, que a su tiempo le hizo merecedor del título de “Doctor universal”.
La profunda «eclesialidad» del pensamiento tomista le libra de estrecheces, de la caducidad y del hermetismo, y le hace sumamente abierto y dispuesto a un progreso ilimitado, capaz de asimilar los valores nuevos y auténticos que surjan en la historia de cualquier cultura. También en esta ocasión quiero repetir lo siguiente. Es tarea principal de los discípulos del Aquinate, y especialmente de vuestra Sociedad, saber tomar y conservar esta “alma” universal y perenne del pensamiento tomista, y actualizarla hoy en un diálogo y en una confrontación constructiva con las culturas contemporáneas, de forma que se puedan asumir sus valores, rechazando los errores.
La antropología tomista encuentra su culminación y su inspiración teológica de fondo en el tratado sobre la humanidad de Cristo. El análisis y la interpretación de este sublime misterio de la salvación llevó al Doctor Angélico a afinar y a profundizar admirable e inmejorablemente las nociones de su antropología, que han llegado así a servir extraordinariamente aun en el campo puramente racional y en el orden humano y natural. Por el contrario, este sutil instrumento de investigación puede ser también hoy muy útil para proponer los verdaderos perfiles de una auténtica cristología, criticando sus deformaciones.
Con estos sentimientos y deseos, imploro abundantes favores celestiales sobre los trabajos y conclusiones de esta vuestra iniciativa cultural, mientras cordialmente imparto a todos vosotros una bendición especial.
[1] 6. Antes de disponernos a desarrollar este tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado clave para la formación de toda la antropología teológica, que podría ser considerada sencillamente como “antropología de la resurrección”. La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se acercara a la concepción de Aristóteles [Cf. ad es.: “Habet autem anima alium modum essendi cum unitur corpori, et cum fuerit a corpore separata, manente tamen eadem animae natura; non ita quod uniri corpori sit ei accidentale, sed per rationem suae naturae corpori unitur…” (Santo Tomás, S. Th. I q.89, a I).
“Si autem hoc non est ex natura animae, sed per accidens hoc convenit eiex eo quod corpori alligatur, sicut Platonici posuerunt… remoto impedimento corporis, rediret anima ad suam naturam… Sed, secundum hoc, non esset anima corpori unita propter melius animae…; sed hoc esset solum propter melius corporis: quod est irrationabile, cum materia sit propter formam, et non e converso…” (ib.). “Secundum se convenit animae corpori uniri… Anima humana manet in suo esse cum fuerit a corpore separata, habent aptitudinem et inclinationem naturalem ad corporis unionem” (S.Th I q.76, a. I ad 6).]
En efecto, la resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su “prisión” terrena, cual juzgaba Platón)[2], sino que, juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles [3], de manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada) del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre definitiva y perfectamente “integrado“, a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta.
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