Ilustres profesores y queridísimos estudiantes:
1. Con sentimientos de íntima alegría, después de un no breve espacio de tiempo, me encuentro de nuevo en esta aula, que me es bien conocida por haber entrado en ella tantas veces como alumno en los años de mi juventud, cuando también yo vine de lejos al Pontificio Ateneo Internacional “Angelicum”, para profundizar en el pensamiento del Doctor Común, Santo Tomás de Aquino.
El Ateneo ha conocido desde entonces significativos desarrollos: ha sido elevado al rango de Universidad Pontificia por mi venerado predecesor Juan XXIII, y ha sido dotado de dos Institutos nuevos: a las facultades ya existentes de teología, derecho canónico y filosofía, se han añadido, en efecto, la de ciencias sociales y la del Instituto “Mater Ecclesiae”, destinado a los futuros “maestros en las ciencias religiosas”. Tomo nota con agrado de estos signos de vitalidad de la antigua cepa, que muestra tener en sí corrientes frescas de linfa, gracias a las cuales puede corresponder con nuevas instituciones científicas a las exigencias culturales que van surgiendo poco a poco.
La alegría del encuentro de hoy se acrecienta singularmente por la presencia de una falange selecta de doctos cultivadores del pensamiento tomista, que se han reunido aquí de todas las partes para celebrar el primer centenario de la Encíclica “Aeterni Patris“, publicada el 4 de agosto de 1879 por el gran Pontífice León XIII. El congreso, promovido por la “Sociedad internacional Tomás de Aquino”, se une idealmente con el celebrado recientemente en las cercanías de Córdoba, Argentina, por iniciativa de la Asociación católica argentina de filosofía, que ha querido celebrar la misma efemérides llamando a los mayores exponentes del pensamiento cristiano contemporáneo a tratar sobre el tema “La filosofía del cristiano hoy”. El congreso actual, centrado más directamente en la figura y en la obra de Santo Tomás, mientras honra a este insigne centro romano de estudios tomistas, donde puede decirse que el Aquinate vive “tamquam in domo sua”, constituye también un justo acto de reconocimiento al inmortal Pontífice, que tanta parte tuvo en favorecer el renacimiento del interés hacia la obra filosófica y teológica del Doctor Angélico.
2. Por tanto, presento mi saludo deferente y cordial a los organizadores del congreso y, en primer lugar, a usted, reverendo padre Vincent de Couesnongle, maestro de la Orden dominicana y presidente de la “Sociedad internacional Tomás de Aquino”; con usted saludo también al rector de esta Pontificia Universidad, el reverendo padre José Salguero, a los preclarísimos miembros del cuerpo académico y a todos los ilustres cultivadores de los estudios tomistas, que han honrado con su presencia esta asamblea, animando su desarrollo con la aportación de su competencia.
También deseo dirigir un afectuoso saludo a vosotros, alumnos de esta Universidad que os dedicáis, con ímpetu generoso, al estudio de la filosofía y de la teología, además de a otras útiles ramas científicas auxiliares, teniendo como maestro y guía a Santo Tomás, a cuyo conocimiento os introduce la obra iluminada y diligente de vuestros profesores. El entusiasmo juvenil con que os acercáis al Aquinate para proponerle las preguntas que os sugiere la sensibilidad por los problemas del mundo moderno, y la impresión de luminosa claridad que sacáis de las respuestas que él os ofrece con amplitud lúcida y tranquila, constituyen la prueba más convincente de la inspirada sabiduría, por la que fue movido el Papa León XIII al promulgar la Encíclica, cuyo centenario celebramos este año.
3. Está fuera de duda que la finalidad primaria, a la que miró el gran Pontífice al dar ese paso de importancia histórica, fue reanudar y desarrollar la enseñanza sobre las relaciones entre fe y razón, propuesta por el Concilio Vaticano I, en el que él había tomado parte muy activa como obispo de Perusa. Efectivamente, en la Constitución dogmática “Dei Filius”, los Padres conciliares habían dedicado atención especial a este tema candente: al tratar “de fide et ratione”, se habían opuesto concordemente a las corrientes filosóficas y teológicas inficionadas del racionalismo dominante y, sobre la base de la revelación divina, transmitida e interpretada fielmente por los precedentes Concilios ecuménicos, ilustrada y defendida por los Santos Padres y Doctores de Oriente y Occidente, habían declarado que fe y razón, más que oponerse entre sí, podían y debían encontrarse amigablemente (cf. Ench. Symb. DS: 3015-3020; 3041-3043).
La persistencia de los violentos ataques por parte de los enemigos de la fe católica y de la recta razón indujo a León XIII a afianzar y ulteriormente a desarrollar en su Encíclica la doctrina del Vaticano I. En ella, después de haber evocado la gradual y cada vez más amplia aportación que las lumbreras de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, habían dado a la defensa y al progreso del pensamiento filosófico y teológico, el Papa se detiene en la obra de profundización y de síntesis desarrollada por Santo Tomás. Con palabras que merecen ser citadas en su límpido latín clásico, no duda en señalar al Doctor Angélico como aquel que ha llevado la investigación racional sobre los datos de la fe a metas que se han manifestado de valor imperecedero: “Illorum doctrinas, velut dispersa ciuisdam corporis membra, in unum Thomas collegit et coagmentavit, miro ordine digessit, et magnis incrementis ita adauxit, ut catholicae Ecclesiae singulare praesidium et decus iure meritoque habeatur… Praeterea rationem, ut par est, a fine apprime distinguens, utramque tamen amice consocians, utrinsque tum iura conservavit, tum dignitati consuluit, ita quidem ut ratio ad humanum fastigium Thomae pennis evecta, iam fere nequeat sublimius assurgere; neque fides a ragione fere possit plura aut validiora adiumenta praestolari, quam quae iam par est per Thomam consecuta” (Leonis XIII, Acta, vol. I. págs. 274-275).
4. Afirmaciones solemnes y comprometidas. A nosotros que las consideramos a un siglo de distancia, nos ofrecen ante todo una indicación práctica o pedagógica. Efectivamente León XIII quiso proponer a los profesores y alumnos de filosofía y de teología un modelo incomparable de investigador cristiano.
Ahora bien, ¿cuáles son las dotes que han merecido al Aquinate, además de los títulos de “Doctor Ecclesiae” y de “Doctor Angelicus”, que le dio San Pío V, y el de “Patronus caelestis studiorum optimorum”, que le confirió León XIII con la Carta Apostólica “Cum hoc sit”, del 4 de agosto de 1880, es decir, en el primer aniversario de la Encíclica que estamos conmemorando? (cf. Leonis XIII, Acta, vol. II, págs. 108-113).
La primera es sin duda la de haber profesado un pleno obsequio de la mente y del corazón a la revelación divina; obsequio renovado en su lecho de muerte, en la abadía de Fossanova, el 7 de marzo de 1274. ¡Cuán beneficioso sería para la Iglesia de Dios que también hay todos los filósofos y teólogos católicos imitasen el ejemplo sublime dado por el “Doctor communis Ecclesiae”! Este obsequio prestó también el Aquinate a los Santos Padres y Doctores, como testigos concordes de la Palabra revelada, de tal manera que el cardenal Cayetano no dudó en escribir —y el texto se recoge en la Encíclica— “Santo Tomás, porque tuvo en suma reverencia a los Sagrados Doctores, heredó, en cierto sentido el pensamiento de todos ellos” (In Sum. Theol. II-II, q. 148, a. 4 c; Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 273).
La segunda dote que justifica el primado pedagógico del Angélico, es el gran respeto que profesó por el mundo visible, como obra, y por lo tanto vestigio e imagen de Dios Creador. Injustamente, pues, se ha osado tachar a Santo Tomás de naturalismo y empirismo. “El Doctor Angélico, se lee en la Encíclica, dedujo las conclusiones de las esencias constitutivas y de los principios de las cosas, cuya virtualidad es inmensa, conteniendo como en un embrión, las semillas de verdades casi infinitas, que los futuros maestros han hecho fructificar, a su tiempo” (Leonis XIII Acta, vol. I, pág. 273).
Finalmente, la tercera dote que indujo a León XIII a proponer al Aquinate como modelo de “los mejores estudios” a los profesores y alumnos, es la adhesión sincera y total, que conservó siempre, al Magisterio de la Iglesia, a cuyo juicio sometió todas sus obras, durante la vida y en el momento de la muerte. ¡Quién no recuerda la profesión emocionante que quiso pronunciar en la celda de la abadía de Fossanova, de rodillas ante la Eucaristía, antes de recibirla como Viático de vida eterna! “Las obras del Angélico, escribe también León XIII, contienen la doctrina más conforme al Magisterio de la Iglesia” (Leonis XIII Acta, vol. I, pág. 280). Y no se deduce de los escritos del Santo Doctor que él haya reservado el obsequio de su mente solamente al Magisterio solemne e infalible de los Concilios y de los Sumos Pontífices. Hecho este edificantísimo y digno también de ser imitado hoy por cuantos desean conformarse a la Constitución dogmática Lumen Gentium (núm. 25).
5. Las tres dotes aludidas, que acompañaron todo el esfuerzo especulativo de Santo Tomás, son también las que han garantizado la ortodoxia de sus resultados. Esta es la razón por la que el Papa León XIII, queriendo “agere de ineunda philosophicorum studiorum ratione, quae et bono fidei apte respondeat, et ipsi humanarum scientiarum dignitati sit consentanea” (Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 256), remitía sobre todo a Santo Tomás “inter Scholasticos Doctores omnium princeps et magister” (Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 272).
El método, los principios, la doctrina del Aquinate, recordaba el inmortal Pontífice, han encontrado en el curso de los siglos el favor preferencial no sólo de los doctos, sino también del supremo Magisterio de la Iglesia (cf. Encícl. “Aeterni Patris”, Leonis XIII Acta, vol. I, págs. 274-277). También hoy, insistía él, a fin de que la reflexión filosófica y teológica no se apoye sobre un “fundamento inestable”, que la vuelva “oscilante y superficial” (cf. Encícl. “Aeterni Patris“, Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 278), es necesario que retorne a inspirarse en la “sabiduría áurea” de Santo Tomás, para sacar de ella luz y vigor en la profundización del dato revelado y en la promoción de un conveniente progreso científico (cf. Encícl. “Aeterni Patris“,Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 282).
Después de cien años de historia del pensamiento, estamos en disposición de sopesar cuán ponderadas y sabias fueron estas valoraciones. No sin razón, pues los Sumos Pontífices, sucesores de León XIII y el mismo Código de derecho canónico (cf. can. 1366 pár. 2) las han recogido y hecho propias. También el Concilio Vaticano II prescribe, como sabemos, el estudio y la enseñanza del patrimonio perenne de la filosofía, una parte insigne del cual la constituye el pensamiento del Doctor Angélico. (A este propósito me agrada recordar que Pablo VI quiso invitar al Concilio al filósofo Jacques Maritain, uno de los más ilustres intérpretes modernos del pensamiento tomista, intentando también de este modo manifestar alta consideración al Maestro del siglo XIII y al mismo tiempo a un modo de “hacer filosofía” en sintonía con los “signos de los tiempos”). El Decreto sobre la formación sacerdotal “Optatam totius”, antes de hablar de la necesidad de tener en cuenta la enseñanza de las corrientes filosóficas modernas, especialmente “de las que ejercen mayor influjo en la propia nación”, exige que “las disciplinas filosóficas se enseñen de manera que los alumnos lleguen ante todo a un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez” (núm. 15).
En la Declaración sobre la educación cristiana “Gravissimum educationis” leemos: “…teniendo en cuenta con esmero las investigaciones más recientes del progreso contemporáneo, se percibe con profundidad mayor cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad, siguiendo las huellas de los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomás de Aquino” (núm. 10). Las palabras del Concilio son claras: en la estrecha conexión con el patrimonio cultural del pasado y en particular con el pensamiento de Santo Tomás, los Padres han visto un elemento fundamental para una formación adecuada del clero y de la juventud cristiana y por lo tanto, en perspectiva, una condición necesaria para la deseada renovación de la Iglesia.
No es el caso de que reafirme aquí mi voluntad de dar ejecución plena a las disposiciones conciliares, desde el momento en que me he pronunciado explícitamente en este sentido ya en la homilía del 17 de octubre de 1978, el día siguiente de mi elección a la Cátedra de Pedro (cf. AAS, 70, 1978, págs. 921-923) y tantas otras veces después.
6. Me siento, pues, muy contento de encontrarme esta tarde en medio de vosotros, que llenáis las aulas de la Pontificia Universidad de Santo Tomás, atraídos por su doctrina filosófica y teológica, como lo fueron los numerosísimos discípulos de varias naciones que rodearon la cátedra del hermano dominico en el siglo XIII, cuando era profesor en la Universidad o de París o de Nápoles o en el mismo “Studium curiae”, o en el estudio del convento de Santa Sabina en Roma.
La filosofía de Santo Tomás merece estudio atento y aceptación convencida por parte de la juventud de nuestro tiempo, por su espíritu de apertura y de universalismo, características que es difícil encontrar en muchas corrientes del pensamiento contemporáneo. Se trata de la apertura al conjunto de la realidad en todas sus partes y dimensiones, sin reducciones o particularismos (sin absolutizaciones de un aspecto determinado), tal como lo exige la inteligencia en nombre de la verdad objetiva e integral, concerniente a la realidad. Apertura esta que es también una significativa nota distintiva de la fe cristiana, de la que es signo específico la catolicidad. Esta apertura tiene su fundamento y su fuente en el hecho de que la filosofía de Santo Tomás es filosofía del ser, esto es del “actus essendi”, cuyo valor trascendental es el camino más directo para elevarse al conocimiento del Ser subsistente y Acto puro que es Dios. Por este motivo, esta filosofía podría ser llamada incluso filosofía de la proclamación del ser, canto en honor de lo existente.
De esta proclamación del ser la filosofía de Santo Tomás saca su capacidad de acoger y de “afirmar” todo lo que aparece ante el entendimiento humano (el dato de experiencia en el sentido más amplio) como existente determinado en toda la riqueza inagotable de su contenido; deduce, en particular, la capacidad de acoger y de “afirmar” ese “ser” que está en disposición de conocerse a sí mismo, de maravillarse en sí y sobre todo de decidir de sí, y de forjar la propia historia irrepetible. En este “ser”, en su dignidad piensa Santo Tomás cuando habla del hombre como de algo que es “perfectissimum in tota natura” (S. Th. I, q. 29, a. 3), una “persona”, para la que él pide una atención específica y excepcional. Así está dicho lo esencial acerca de la dignidad del ser humano, aun cuando todavía queda mucho por indagar en este campo, con la ayuda de las reflexiones mismas ofrecidas por las corrientes filosóficas contemporáneas.
De esta afirmación del ser saca también la filosofía de Santo Tomás su auto justificación metodológica, como de disciplina irreductible a cualquier otra ciencia, y más aún tal, que trasciende a todas, poniéndose en relación con ellas como autónoma y a la vez como completiva de ellas en sentido sustancial.
Más aún, de esta afirmación del ser la filosofía de Santo Tomás deduce la posibilidad y al mismo tiempo la exigencia de sobrepasar todo lo que nos ofrece directamente el conocimiento en cuanto existente (el dato de experiencia), para llegar al “ipsum Esse subsistens” y a la vez al Amor creador, en el que halla su explicación última (y por esto necesaria) el hecho de que “potius est esse quam non esse” y, en particular el hecho que nosotros existamos… “Ipsum enim esse —afirma el Angélico— est communius effectus, primus et intimior omnibus aliis effectibus; et ideo soli Deo competit secumdum virtutem propriam talis effectus” (De potentia, q. 3, a. 7 c.).
Santo Tomás encaminó la filosofía sobre las huellas de esta intuición, indicando al mismo tiempo que sólo en este camino el entendimiento se siente a gusto (como “en su propia casa”) y que por esto el entendimiento no puede renunciar absolutamente a este camino, si no quiere renunciar a sí mismo.
Al poner como objeto propio de la metafísica la realidad “sub ratione entis”, Santo Tomás indicó en la analogía trascendental del ser el criterio metodológico para formular las proposiciones acerca de toda la realidad, comprendido en ella el Absoluto. Es difícil supervalorar la importancia metodológica de este descubrimiento para la investigación filosófica, como, por lo demás, también para el conocimiento humano en general.
Es superfluo subrayar cuánto deba la misma teología a esta filosofía, al no ser ella sino “fides quaerens intellectum” o “intellectus fidei”. Por lo tanto, ni siquiera la teología podrá renunciar a la filosofía de Santo Tomás.
7. ¿Acaso se deberá temer que la adopción de la filosofía de Santo Tomás haya de comprometer la justa pluralidad de las culturas y el progreso del pensamiento humano? Semejante temor sería manifiestamente vano, porque la “filosofía perenne”, en virtud del principio metodológico mencionado, según el cual toda la riqueza de contenido de la realidad encuentra su fuente en el “actus essendi”, tiene, por así decirlo, anticipadamente el derecho a todo lo que es verdadero en relación con la realidad. Recíprocamente, toda comprensión de la realidad —que refleje efectivamente esta realidad— tiene pleno derecho de ciudadanía en la “filosofía del ser”, independientemente de quien tiene el mérito de haber permitido este progreso en la comprensión, e independientemente de la escuela filosófica a la que pertenece. Las otras corrientes filosóficas, por tanto, si se las mira desde este punto de vista, pueden, es más, deben ser consideradas como aliadas naturales de la filosofía de Santo Tomás, y como partners dignos de atención y de respeto en el diálogo que se desarrolla en presencia de la realidad y en nombre de una verdad no incompleta sobre ella. He aquí por qué la indicación de Santo Tomás a los discípulos en la “Epistula de modo studendi”: “Ne respicias a quo sed quod dicitur”, deriva tan íntimamente del espíritu de su filosofía. Por lo tanto, estimo vivamente el ordenamiento de los estudios de la Facultad de Filosofía de esta Universidad, en el cual, además de los cursos teóricos sobre Aristóteles y Santo Tomás, figuran cursos de ciencia y filosofía, antropología filosófica, física y filosofía, historia de la filosofía moderna, el movimiento fenomenológico, en conformidad con la reciente Constitución Apostólica Sapientia christiana: De Studiorum Universitatibus et Facultatibus Ecclesiasticis (AAS 71, 1979, págs 495-496).
8. Pero hay otra razón que asegura la validez perenne de la filosofía de Santo Tomás: es la preocupación dominante por la búsqueda de la verdad. “Studium philosophiae —escribe el Aquinate comentando a su filósofo preferido, Aristóteles— non est ad hoc quod sciatur quid homines senserint, sed qualiter se habeat veritas” (De coelo et mundo, I, lect. 22, ed. R. Spiazzi, núm. 228) He aquí por qué la filosofía de Santo Tomás sobresale por su realismo, su objetividad: es la filosofía “de l’être et non du paraître”. La conquista de la verdad natural, que tiene su fuente suprema en Dios Creador, como la verdad divina la tiene en Dios Revelador, ha hecho a la filosofía del Angélico sumamente idónea para ser la “ancilla fidei”, sin humillarse a sí misma y sin restringir sus campos de investigación, sino al contrario, adquiriendo desarrollos inimaginables por la sola razón humana. Por esto el Sumo Pontífice Pío XI, de santa memoria, al publicar la Encíclica “Studiorum ducem“, con ocasión del VI centenario de la canonización de Santo Tomás, no dudó en afirmar: “In Thoma honorando maius quiddam quam Thomae ipsius existimatio vertitur, id est Ecclesiae docentis auctoritas” (AAS 13, 1923, pág. 324).
9. En realidad, Santo Tomás ha sabido iluminar con su “ratio fide illustrata” (Conc. Vaticano I, Const. dogm. “Dei Filius“, cap. 4; DS. 3016), también los problemas referentes al Verbo Encarnado “Salvador de todos los hombres” (Prólogo de la tercera parte de la Summa Theologiae). Son los problemas a los que he aludido en mi primera Encíclica “Redemptor hominis“, donde he presentado a Cristo como “Redentor del hombre y del mundo, centro del cosmos y de la historia… camino principal de la Iglesia” para volver “hacia la casa del Padre” (núms. 1, 8, 13). Este es un tema de primerísimo orden para la vida de la Iglesia y para la ciencia cristiana. ¿Acaso no es la cristología el fundamento y la condición primera para la elaboración de una antropología más completa, según las exigencias de nuestros tiempos? Efectivamente, no debemos olvidar que sólo Cristo “revela plenamente el hombre al hombre” (cf. Const. past. Gaudium et spes, 22). Santo Tomás ha inundado, además, de la luz racional, purificada y sublimada por la fe, los problemas concernientes al hombre: su naturaleza creada a imagen y semejanza de Dios, su personalidad digna de respeto desde el primer instante de su concepción, el destino sobrenatural del hombre en la visión beatífica de Dios Uno y Trino. En este punto debemos a Santo Tomás una definición precisa y siempre válida de aquello en lo que consiste la grandeza sustancial del hombre: “Ipse est sibi providens” (cf. Contra gentes, III, 81).
El hombre es señor de sí mismo, puede proveer por sí y proyectar el propio destino. Sin embargo, este hecho considerado en sí mismo, no decide todavía sobre la grandeza del hombre y no garantiza la plenitud de su autorrealización personal. Solamente es decisivo el hecho de que el hombre se someta en su actuar a la verdad, que él no determina, sino que sólo la descubre en la naturaleza, y que se le ha dado junto con el ser. Dios es quien pone la realidad como creador y la manifiesta aún mejor como revelador en Jesucristo y en su Iglesia. El Concilio Vaticano II, calificando esta autoprovidencia del hombre “sub ratione veri” con el nombre de ministerio real (“munus regale”) toca en su profundidad esta intuición.
Esta es la doctrina que me he propuesto plantear de nuevo y poner al día en la Encíclica “Redemptor hominis“, señalando en el hombre “el camino primero y fundamental de la Iglesia” (núm. 14).
10. Al final de estas consideraciones necesariamente sumarias, se me impone una última palabra. Es la palabra con que León XIII concluía la “Aeterni Patris“. “Exempla sequamur Doctoris Angelici”, recomendaba él (Leonis XIII, Acta, Vol. I, pág. 283). Es cuanto también repito esta tarde. En efecto, la exhortación está plenamente justificada por el testimonio de vida con que Santo Tomás ha corroborado la doctrina impartida en la cátedra. Antes que metodología técnica de un maestro, la suya ha sido la metodología del Santo, que vive en plenitud el Evangelio, en el que la caridad es todo. Amor a Dios, fuente suprema de toda verdad; amor al prójimo, obra maestra de Dios; amor a las cosas creadas, que son también cofres preciosos llenos de tesoros que Dios ha volcado en ellas.
He aquí cuál fue la fuerza inspiradora de todo su afán de estudioso y cuál el impulso secreto de su donación total como persona consagrada. “A caritate omnia procedunt sicut a principio et in caritatem omnia ordinantur sicut in finem”, ha escrito él (In Jn Ev. XV, 2). Y, efectivamente, el gigantesco esfuerzo intelectual de este maestro del pensamiento estuvo estimulado, sostenido y orientado por un corazón henchido de amor a Dios y al prójimo. “Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis”. (In Jn Ev. V, 6). Son palabras emblemáticas que dejan entrever, tras el pensador capaz de los vuelos especulativos más audaces, al místico habituado a beber directamente en la fuente misma de toda verdad la respuesta a las interpelaciones más profundas del espíritu humano. Por lo demás, ¿no confesó él mismo que jamás había escrito ni había dado lecciones sin recurrir antes a la oración?
Quien se acerca a Santo Tomás, no puede prescindir de este testimonio que emerge de su vida; más aún, debe encaminarse valientemente sobre sus huellas con el compromiso de imitar sus ejemplos, si quiere llegar a gustar los frutos más recónditos y sabrosos de su doctrina. Es lo que nos recuerda la oración que la liturgia pone en nuestros labios el día de su fiesta: “Oh Dios, que hiciste de Santo Tomás un varón preclaro por su anhelo de santidad y por su conocimiento de las ciencias sagradas; humildemente te rogamos nos concedas las gracias de comprender su doctrina y de imitar su vida”.
Pidamos esto también al Señor esta tarde, confiando nuestra oración a la intercesión del mismo “maestro Tomás”, maestro profundamente humano porque profundamente cristiano, y precisamente porque profundamente cristiano, profundamente humano.
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