Exposición del Símbolo de los Apóstoles, esto es, del «Credo»

Exposición del Símbolo de los Apóstoles, esto es, del «Credo»

Prólogo

ARTÍCULO 1: Creo en un solo Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra

ARTÍCULO 2: Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor

ARTÍCULO 3: Que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen

ARTÍCULO 4: Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

ARTÍCULO 5: Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos

ARTÍCULO 6: Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre

ARTÍCULO 7: Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos a los muertos

ARTÍCULO 8: Creo en el Espíritu Santo

ARTÍCULO 9: La santa Iglesia católica

ARTÍCULO 10: La comunión de los santos, la remisión de los pecados

ARTÍCULO 11: La resurrección de la carne

ARTÍCULO 12: La vida eterna. Amén

Prólogo

Lo primero necesario al cristiano es la fe, sin la cual nadie se puede decir fiel cristiano. Y la fe proporciona cuatro bienes:

El primero es que por la fe el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana establece con Dios como un cierto matrimonio espiritual: Oseas 2,20 dice: Te desposaré conmigo en la fe. De ahí que, cuando se bautiza uno, lo primero que hace es confesar la fe, cuando se le dice ¿crees en Dios?, porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Y por eso dice el Señor: El que creyere y se bautizare se salvará (Mt 28,16). Pues el bautismo sin la fe no aprovecha. Y por ello ha de saberse que nadie es acepto a Dios sin la fe: Sin la fe es imposible agradar a Dios (Heb 11,6). Por eso dice S. Agustín, a propósito de Rom 14,23: Todo lo que no proviene de la fe es pecado, que donde no hay el conocimiento de la eterna e inmutable verdad, es falsa la virtud, aun en las costumbres más óptimas.

Segundo. Porque por la fe se incoa en nosotros la vida eterna: pues la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios, por lo cual dice el Señor: Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el solo Dios verdadero (Jn 17,3). Mas este conocimiento de Dios comienza aquí por la fe, pero llegará a la perfección en la vida futura, en la cual le conoceremos tal cual es. Y por eso se dice en Heb 11,1: La fe es la sustancia de las cosas que esperamos. Ninguno, pues, puede llegar a la bienaventuranza sin que primero conozca por la fe: Dichosos los que no vieron y creyeron (Jn 20,29).

Tercero. Porque la fe dirige la vida presente; pues, para que el hombre viva bien, conviene que sepa las cosas necesarias para vivir bien. Y si debiera conocer por el estudio las cosas necesarias para vivir bien, o no podría llegar a ello, o no (lo lograría) sino después de un largo tiempo. Mas la fe enseña todas las cosas necesarias para vivir bien. Pues ella enseña que hay un Dios que es remunerador de los buenos y castigador de los malos; y que hay otra vida y cosas semejantes, por las que somos impulsados suficientemente al bien y evitamos el mal: Mi justo vive de la fe. Y esto es claro, porque antes de la venida de Cristo ningún filósofo con todos sus esfuerzos pudo saber tanto de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna cuanto sabe por la fe una viejecita después de la venida de Cristo, y por eso se dice en Is 11,9: La tierra está llena de la ciencia del Señor.

Cuarto. Porque la fe es por lo que vencemos las tentaciones: Los santos por la fe vencieron reinos (Heb 11,33). Y esto es claro, porque toda tentación o proviene del diablo o del mundo o de la carne. El diablo tienta para que no obedezcas a Dios ni te sometas a él. Y esto se evita por la fe. Pues por la fe conocemos que él es el Señor de todos y por ello hay que obedecerle: Vuestro adversario, el diablo, da vueltas, buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe (1 Pe 5,8). El mundo tienta o halagando con cosas prósperas o atemorizando con las adversas. Pero esto lo vencemos con la fe, que nos hace creer en una vida mejor que ésta: y por eso despreciamos las cosas prósperas de este mundo y no tememos las adversas: Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe (1 Jn 5,4). Y también porque nos enseña a creer en males mayores, a saber, los del infierno. La carne tienta induciéndonos con los deleites momentáneos de la vida presente. Mas la fe nos manifiesta que por éstos, si nos adherimos a ellos indebidamente, perdemos los gozos eternos: Tomando en todas las cosas el escudo de la fe (Ef 6,16). Así pues, es claro que es muy útil tener fe.

Pero dirá alguno: Es una necedad creer lo que no se ve; ni hay que creer las cosas que no se ven.

Respondo. Hay que decir que esta duda la quita en primer lugar la imperfección de nuestro entendimiento, pues si el hombre pudiese conocer perfectamente por sí mismo todas las cosas, sería necedad creer lo que no vemos, pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo nunca investigar perfectamente la naturaleza de una mosca: de donde se lee que un filósofo estuvo treinta años en la soledad para conocer la naturaleza de la abeja. Si, pues, nuestro entendimiento es tan débil, ¿no sería necedad no querer creer de Dios fuera de aquello que el hombre puede conocer por sí mismo? Y por ello se dice en Job 36,26: He aquí el Dios grande, que supera nuestra ciencia.

En segundo lugar se puede responder que, supuesto que un maestro afirmase algo en su ciencia y un rústico dijese que no es como enseña el maestro, por el hecho de no entenderlo, se le tendría por muy tonto a aquel rústico. Mas consta que el entendimiento del ángel excede más al entendimiento del mejor filósofo que el entendimiento del mejor filósofo al entendimiento del rústico. Y, por consiguiente, sería necio el filósofo si no quisiera creer aquellas cosas que dicen los ángeles; y mucho más si no quisiese creer las cosas que dice Dios. Contra esto se dice en Eclo 3,25: Se te han mostrado muchas cosas que están por encima del sentir de hombre.

En tercer lugar se puede responder que, si el hombre no quisiese creer a no ser lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo. ¿Cómo, pues, puede vivir alguien sin creer a otro? ¿Cómo creería que tal hombre es su padre? Y por eso es necesario que el hombre crea a alguien acerca de aquellas cosas que no puede saber por sí mismo. Mas a nadie hay que creer como a Dios. Y por eso aquellos que no creen los dichos de la fe no son sabios, sino tontos y soberbios, como dice el Apóstol: Es soberbio y no sabe nada (1 Tim 6,4). Y por ello decía en la 2 Tim 1,12: Sé a quién he creído y estoy cierto. Y en Eclo 2,8 se dice: Los que teméis a Dios, creedle.

Por lo cual se puede responder también que Dios prueba que son verdaderas las cosas que enseña la fe. Pues si el rey enviara unas cartas con su sello, nadie se atrevería a decir que dichas cartas no provienen de la voluntad del rey. Mas consta que todas las cosas tocantes a la fe de Cristo, que los santos creyeron y nos transmitieron, están selladas con el sello de Dios, cuyo sello muestran aquellas obras que no puede hacer criatura alguna; y tales son los milagros, con los que Cristo confirmó los dichos de los apóstoles y de los santos.

Si dices que nadie vio hacer los milagros, respondo a esto lo siguiente. Consta que todo el mundo daba culto a los ídolos y perseguía la fe en Cristo, como nos dicen también las historias de los paganos; y ahora todos se han convertido a Cristo: sabios y nobles, ricos, poderosos y grandes se convirtieron a la predicación de simples, pobres y pocos que predicaban a Cristo. Esto, pues, ocurrió milagrosamente, o no. Si milagrosamente, ahí tienes lo propuesto. Si no, digo que no pudo darse mayor milagro que el hecho de que todo el mundo se convirtiese sin milagros. No pretendemos, pues, otra cosa.

Así pues, nadie debe dudar de la fe, sino creer las cosas que son de fe más que las cosas que ve, porque la vista del hombre puede engañarse; mas la ciencia de Dios nunca falla.

ARTÍCULO 1

Creo en un solo Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra

Entre todas las cosas que deben creer los fieles esto es lo primero, a saber, que hay un Dios. Mas hay que considerar qué significa este nombre: Dios; que a la verdad no es otra cosa que el gobernador y provisor de todas las cosas. Aquel, pues, que cree que Dios existe, cree que todas las cosas de este mundo son gobernadas y proveídas por él. Mas el que cree que todas las cosas provienen de la casualidad, ése no cree que exista Dios. Mas no hay nadie tan tonto que no crea que las cosas naturales sean gobernadas, provistas y dispuestas, ya que se comportan según cierto orden y determinados tiempos. Pues vemos que el sol, la luna y las estrellas y otras cosas naturales guardan un curso determinado; lo cual no sucedería si fuese por casualidad. Por lo cual, si hubiese alguien que no creyera que Dios existe, sería un necio: Dijo el necio en su corazón: No hay Dios (Sal 13,1).

Mas hay algunos que, aunque crean que Dios gobierna las cosas de la naturaleza, sin embargo no creen que Dios tenga providencia de los actos humanos; es decir: creen que los actos humanos no son dispuestos por Dios. Y la razón es porque ven que en este mundo los buenos son afligidos y los malos prosperan, lo cual parece quitar la providencia divina respecto de los hombres. Por donde, personificándolos, se dice en Job 22,14: (Dios) deambula por las extremidades del orbe y no atiende a nuestras cosas.

Pero esto es bastante necio. Pues a éstos les ocurre como si uno, ignorante de la medicina, viendo que el médico da a un enfermo agua y a otro vino, según lo que dice el arte de la medicina, creyese que esto se hace casualmente, no sabiendo el arte de la medicina, que dispone esto por una causa justa, a saber: dar vino a éste y al otro agua.

Así (ocurre) con Dios. Dios, por una causa justa y en su providencia, dispone aquellas cosas que son necesarias a los hombres: y así aflige a algunos buenos y deja a algunos malos en (su) prosperidad. Por donde a quien cree que (eso) es casual, es y se le conceptúa insipiente. Porque esto no es accidental, sino que él no conoce el arte y la causa de las disposiciones divinas. Job 11,6 dice: Para enseñarte los secretos de la Sabiduría y que su ley es múltiple. Por consiguiente, hay que creer firmemente que Dios, no sólo gobierna y dispone las cosas de la naturaleza, sino también los actos humanos. En el Sal 93,7-9 se dice: Y dijeron: No lo verá el Señor, ni lo entenderá el Dios de Jacob. Entended, incipientes del pueblo y necios, enteraos de una vez: El que plantó el oído ¿no oirá?, el que formó el ojo ¿no verá?, el Señor conoce los pensamientos de los hombres (v.10).

Lo ve todo, por tanto, también los pensamientos y secretos de la voluntad. Por donde se impone a los hombres la necesidad de hacer el bien, porque todo cuanto piensan y hacen está patente ante la mirada divina. El Apóstol, en Heb 4,13 dice: Todo está desnudo y patente a sus ojos.

Mas hay que creer que este Dios, el que todo lo dispone y rige, es uno solo. Razón de lo cual es que aquella disposición de las cosashumanas está bien ordenada en la que se ve que la multitud está organizada y gobernada por uno. Pues la multiplicidad de los que presiden, con frecuencia induce disensiones en los súbditos. Por donde (se deduce) que sobresaliendo el régimen divino sobre el humano, es manifiesto que el régimen del mundo no se realiza por muchos dioses, sino por uno solamente.

Mas hay cuatro cosas por las que los hombres se sintieron inducidos a poner varios dioses.

Primera, la debilidad del entendimiento humano. Pues los hombres de débil entendimiento, incapaces de trascender las cosas corpóreas, no creyeron que hubiera algo más allá de la naturaleza de los cuerpos sensibles. Y por ello entre aquellos cuerpos pusieron como preeminentes y rectores del mundo los que les parecían más bellos y más dignos. Y tales son los cuerpos celestes; a saber, el sol, la luna y las estrellas. Mas a éstos les ocurrió lo que aquel que fue a la curia del rey, que, queriendo ver al rey, creyó que era el rey cualquiera bien vestido y constituido en un cargo. De ellos dice la Sab 13,2: Que el sol y la luna, o el círculo de las estrellas, rectores del orbe terráqueo, creyeron que eran dioses; e Is 51,6 dice: Levantad vuestros ojos a lo alto y mirad hacia abajo a la tierra, porque los cielos se esfumarán como humo, y la tierra se gastará como un vestido, y sus habitantes perecerán como ellos; mas mi salvación durará eternamente y mi justicia no cesará.

La segunda proviene de la adulación de los hombres. Pues algunos, queriendo adular a (sus) señores y reyes, les dieron el honor debido a Dios, obedeciéndoles y sometiéndose a ellos. De donde a algunos hasta los hicieron dioses después de su muerte; a otros también en vida les llamaron dioses. En Jdt 5,29 se dice: Sepa todo el mundo que Nabucodonosor es el dios de la tierra; y fuera de él no hay ninguno.

La tercera proviene del afecto carnal a los hijos y consanguíneos, pues algunos, por el amor excesivo que tenían a los suyos, les hacían estatuas después de su muerte, y así de aquí se siguió que dieran culto divino a esas estatuas. De ellos se dice en la Sab 14,21: Porque los hombres, sirviendo ya al afecto, ya a los reyes, impusieron el nombre incomunicable –el de Dios– a las piedras y leños –es decir, a las estatuas hechas de esas materias.

La cuarta, por la maldad del diablo. Pues él desde el principio quiso equipararse a Dios. Por donde él mismo dice: Pondré mi trono del lado del septentrión, escalaré el cielo y seré semejante al Altísimo (Is 14,13-14). Y aún no ha depuesto esta voluntad (o propósito); y por eso todo su conato está en hacer que le adoren los hombres y le ofrezcan sacrificios: no porque se deleite en el perro o el gato que se le ofrecen, sino que se goza en el hecho de que se le tribute reverencia como a Dios. Por donde a Cristo le dijo: Todas estas cosas te las daré si, postrándote, me adoras (Mt 4,9). De ahí también procede que, entrando en los ídolos, daban respuestas, para que les veneraran como a dioses: Todos los dioses de los gentiles, demonios (Sal 95,5) y S. Pablo: Pero lo que inmolan los gentiles, a los demonios lo inmolan y no a Dios (1 Cor 10,20).

Mas, aunque estas cosas sean horribles, sin embargo hay muchos que frecuentemente caen en estas cuatro causas. Y, aunque no de boca o de corazón, sin embargo por los hechos muestran creer que hay muchos dioses.

Pues quienes creen que los cuerpos celestes pueden influir en la voluntad del hombre y quienes en sus acciones distinguen determinados tiempos, éstos suponen que los cuerpos celestes son dioses y que dominan a otros fabricando astrolabios: No temáis de los signos del cielo que temen los gentiles, porque las leyes de los pueblos son vanas (Jer 10,2).

Igualmente todos aquellos que obedecen a los reyes más que a Dios, en aquellas cosas en que no deben, les constituyen, en cierto modo, dioses suyos: Hay que obedecer antes a Dios que a los hombres (Hch 5,29).

Igualmente aquellos que aman a sus hijos y consanguíneos más que a Dios, de alguna manera muestran con sus hechos que hay muchos dioses. O también, quienes aman el alimento más que a Dios, de los cuales el Apóstol dice: Cuyo dios es el vientre (Flp 3,19).

Igualmente creen que los demonios son dioses todos aquellos que se dedican a hechicerías y encantamientos. La razón de ello es que piden a los demonios aquello que sólo Dios puede dar; a saber, la revelación de alguna cosa oculta y la verdad de las cosas del futuro. Hay, pues, que creer primeramente que sólo hay un Dios.

Como hemos dicho, lo primero que debemos creer es que hay un solo Dios; y lo segundo, que este Dios es el Creador del cielo y de la tierra, de las cosas visibles y de las invisibles.

Y, dejando de lado al presente las razones sutiles, se ve esto con un ejemplo sencillo; a saber, que todas las cosas han sido creadas y hechas por Dios.

Es evidente que si uno entrase en una casa y a la entrada misma de la casa sintiese calor, y luego, pasando más adentro, sintiese más calor, y así sucesivamente, creería que el fuego estaría más adentro, aun cuando no viese el fuego que produce dichos calores. Así también ocurre a quien considera las cosas de este mundo. Pues descubre que todas ellas están dispuestas según los diversos grados de belleza y de nobleza (o dignidad); y cuanto más próximas están a Dios, ve que son más bellas y mejores. Por donde los cuerpos celestes son más bellos y más nobles que los cuerpos inferiores; y las cosas invisibles, que las visibles. Y por eso hay que creer que todas estas cosas provienen de un Dios único, que da su ser y nobleza a cada una de ellas: Son vanos todos los hombres en quienes no hay la ciencia de Dios, y, por estas cosas que parecen buenas, no pueden conocer al que es, ni, atendiendo a las obras, conocieron quién era su artífice (Sab 13,1); y más abajo: Pues por la magnitud de la belleza y de la creación se puede llegar al conocimiento del Creador de éstas (v.5).

Así, pues, debemos tener por cierto que todas las cosas que hay en el mundo provienen de Dios.

En cuanto a esto debemos evitar tres errores.

El primero es el de los maniqueos, quienes dicen que todas las cosas visibles han sido creadas por el diablo; y por eso a Dios sólo le atribuyen la creación de las invisibles. La causa de este error es el afirmar que Dios es el bien sumo, cosa que es verdadera, y que todas las cosas que provienen del bien son buenas. Por donde, no sabiendo discernir qué sea el mal y qué el bien, creyeron que todas aquellas cosas que en algún aspecto eran malas, eran sencillamente malas. Como el fuego, porque quema, le califican simplemente de malo; y el agua, porque ahoga; y así de lo demás. Por lo cual, como ninguna de estas cosas sensibles es totalmente buena, sino en algún aspecto mala y deficiente, dijeron que las cosas visibles no fueron hechas por el Dios bueno, sino por el malo.

Contra éstos pone S. Agustín este ejemplo: si alguno entrase en la casa de un artesano y encontrase instrumentos en los que tropezase y se hiciese daño, y por ello concluyese que aquel artesano es malo, sería un necio, pues el artesano tiene esos instrumentos para su trabajo. Así de necio es decir que las criaturas son malas, porque son nocivas en algo; pues lo que es nocivo para uno es útil para otro.

Mas este error es contra la fe de la Iglesia; y por eso, para evitarlo, se dice: De todas las cosas visibles e invisibles. Y al principio creó Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1). Y todas las cosas fueron hechas por él (Jn 1,3).

El segundo error es el de quienes defienden que el mundo es «ab aeterno» (que es eterno), según lo cual dice S. Pedro (2 Pe 3,4): Desde que murieron los padres, siguen igual todas las cosas, como desde el principio de la creación.

Éstos se vieron llevados a esta tesis porque no supieron considerar el principio del mundo. Por donde, como dice Rabí Moisés (Maimónides): a éstos les ocurrió como al niño al que nada más nacer lo pusieran en una isla y nunca viese a una mujer embarazada ni nacer a un niño, y se le dijera a tal niño, cuando ya es grande, cómo es concebido el hombre, es llevado en el útero y nace, no creería a nadie que se lo dijera, pues le parecería imposible que el hombre pudiese estar en el útero de la madre. Así éstos, considerando el mundo presente, no creen que haya tenido principio.

Esto es también contra la fe de la Iglesia; y por eso, para rechazarlo, se dice: Creador del cielo y de la tierra. Si, pues, fueron hechos, es claro que no existieron siempre; y por eso se dice: Lo dijo y fueron hechos (Sal 148,5).

El tercer error es el de quienes afirman que Dios hizo el mundo de una materia preexistente. Y a esto fueron llevados por querer medir el poder de Dios por el nuestro. Por ello, como el hombre no puede hacer (nada) sino de una materia preexistente, creyeron que Dios tampoco, del mismo modo. Por lo cual dijeron que en la producción de las cosas tuvo una materia preexistente. Mas esto no es verdad. Porque el hombre no puede hacer nada sin una materia preexistente, porque es un agente particular y no puede introducir esta forma en una determinada materia suministrada por otro. La razón de ello es que su virtud está determinada sólo a la forma, y por ello no puede ser causa sino de esto. Mas Dios es causa universal de todas las cosas, y no sólo crea la forma, sino también la materia. Por donde hizo todo de la nada. Y por eso, para rechazar este error, se dice: Creador del cielo y de la tierra.

En esto se diferencian «crear» y «hacer», porque crear es hacer algo de la nada; mas hacer es hacer algo de algo. Si pues las hizo de la nada, hay que creer que podría hacer todas las cosas si se destruyesen; por donde puede iluminar a un ciego, resucitar a un muerto y realizar los demás hechos milagrosos: Está en tu poder cuanto quieres (Sab 12,18).

Por esta consideración es inducido el hombre a cinco cosas.

La primera, al conocimiento de la divina majestad. Pues el hacedor supera a sus obras. De donde, por ser Dios el hacedor de todas las cosas, consta que es muy superior a todas ellas. Si (los gentiles) seducidos por su belleza –la de los astros, etc. – los tuvieron por dioses, sepan cuánto más bello es el Señor de ellos… (Sab 13,3) y v.4: O si se admiraron de su fuerza y obras, entiendan por ellas cómo el que los hizo es más poderoso que ellos. De ahí se deduce que cuanto se pueda entender y pensar es menos que el mismo Dios: He aquí al Dios grande, que supera nuestra ciencia (Job 36,26).

La segunda. Por aquí el hombre es dirigido a la acción de gracias. Puesto que Dios es el creador de todas las cosas, es cierto que cuanto somos y tenemos proviene de Dios. El Apóstol dice en 1 Cor 4,7: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y el Sal 23,1: Del Señor es la tierra y su plenitud, el orbe terráqueo y todos los que habitan en él. Por eso debemos rendirle acciones de gracias: ¿Qué retribuiré al Señor por todas las cosas que me ha dado? (Sal 115,12).

En tercer lugar somos inducidos a la paciencia. Pues, aunque toda criatura provenga de Dios y por ello sea buena según su naturaleza, sin embargo, si en algo nos daña y nos hace sufrir, debemos creer que ese sufrimiento viene de Dios. Pero no la culpa: porque ningún mal viene de Dios, a no ser lo que se ordena al bien. Y por eso, si toda pena que el hombre sufre viene de Dios, debe soportarla pacientemente. Pues las penas purgan los pecados, humillan a los reos, provocan al amor de Dios a los buenos: Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no soportaremos los males? (Job 2,10).

En cuarto lugar somos inducidos a usar rectamente de las cosas creadas, pues debemos usar las criaturas para aquello para lo que fueron hechas por Dios. Mas han sido hechas para dos cosas, a saber: para gloria de Dios, porque todas las cosas las ha hecho Dios en orden a sí mismo –esto es: para su gloria–, como se dice en Prov 16,4; y también para nuestra utilidad: Las (cosas) que hizo el Señor tu Dios para el servicio de todas las gentes (Dt 4,19). Debemos, pues, usar las cosas para gloria de Dios, a saber: para agradarle y para nuestra utilidad; de modo tal que usándolas, no pequemos. El 1 Par 19,14 dice: Tuyas son todas las cosas; y te hemos dado lo que hemos recibido de ti Todo lo que tienes, pues, ya sea la ciencia, ya la belleza, todo lo debes ordenar y usar para gloria de Dios.

En quinto lugar, por aquí somos conducidos al conocimiento de la dignidad del hombre. Pues Dios hace todo por el hombre, como se dice en el Sal 8,8: Todo lo sometiste bajo sus pies. Y el hombre es el más semejante a Dios entre las criaturas, después de los ángeles, por donde se dice en Gén 1,26: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Esto, a la verdad, no lo dijo del cielo o de las estrellas, sino del hombre. Mas no en cuanto al cuerpo, sino en cuanto al alma, que es incorruptible y tiene una voluntad libre, en lo que se asemeja más a Dios que las demás criaturas. Debemos, pues, ver al hombre, después de los ángeles, como más digno que las demás criaturas, y no aminorar nuestra dignidad de ningún modo por el pecado o por el apetito desordenado de las cosas corpóreas, que son más viles (o inferiores) a nosotros y que han sido hechas para nuestro servicio; sino que debemos mantenernos en el modo en que nos hizo Dios. Pues Dios hizo al hombre para que presidiese a todas las cosas que hay en la tierra, y para que estuviese sujeto a Dios. Por consiguiente debemos dominar y presidir sobre las cosas; mas debemos someternos a Dios, obedecerle y servirle. Y por aquí llegaremos a gozar de Dios; cosa que él se digne concedernos.

ARTÍCULO 2

Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor

No sólo es necesario para los cristianos creer que hay un solo Dios, y que éste es el creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas; sino que también es necesario creer que Dios es Padre y que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios. Esto, como dice el bienaventurado Pedro en su segunda carta canónica, c.1, no es una fábula, sino cosa cierta y probada por la palabra de Dios en el monte. Por donde dice: Pues no es que, siguiendo doctas fábulas, os hayamos notificado el poder y la presencia de N. Señor Jesucristo; sino que nos fue dado contemplar su grandeza. Pues, recibiendo de Dios Padre honor y gloria, bajó a él de la magnifica gloria una voz de este modo: Éste es mi Hijo, en el que me he complacido: escuchadle. Y nosotros oímos esta voz bajada del cielo, estando con él en el monte santo (2 Pe 1,16-18).

También el mismo Cristo llama a Dios «su Padre» en muchos lugares y se dice Hijo de Dios. Y los Apóstoles y los SS. Padres pusieron entre los artículos de la fe que «Cristo es Hijo de Dios», diciendo: Y en Jesucristo, su Hijo, a saber: de Dios. Se sobreentiende «creo».

Pero hubo algunos herejes que entendieron esto de una manera torcida.

Así, Fotino dice que Cristo no es Hijo de Dios de diversa manera que los hombres buenos, los cuales, viviendo bien, merecen llamarse hijos de Dios por adopción, haciendo la voluntad de Dios. Y así Cristo, que vivió bien e hizo la voluntad de Dios, mereció ser llamado Hijo de Dios. Y Fotino pretendió que Cristo no vivió antes que la Bienaventurada Virgen, sino que empezó a ser cuando fue concebido en ella.

Y así erró en dos cosas. Primero al no decir que él era verdadero Hijo de Dios según la naturaleza; y en segundo lugar, diciendo que él, según todo su ser, había empezado en el tiempo. Siendo así que nuestra fe sostiene que es Dios por naturaleza y que es «ab aeterno» (desde la eternidad). De ambas cosas tenemos argumentos en la S. Escritura.

Pues contra lo primero se dice que es, no sólo Hijo, sino también Unigénito: El Unigénito, que está en el seno del Padre, él nos lo ha narrado (Jn 1,18); contra lo segundo, en Jn 8,58 se dice: Antes que fuese Abrahán, soy yo. Mas consta que Abrahán fue antes que la Bienaventurada Virgen. Y por eso los SS. Padres añadieron en otro Símbolo –el Niceno– contra lo primero: Hijo Unigénito de Dios; y contra lo segundo: Nacido del Padre antes de todos los siglos.

Mas Sabelio, aunque dijo que Cristo fue antes que la Bienaventurada Virgen, sostuvo, sin embargo, que no hay una persona del Padre y otra del Hijo, sino que el Padre mismo se encarnó; y que por consiguiente la persona del Padre y del Hijo era la misma. Mas esto es erróneo, pues suprime la Trinidad de las personas; y contra ello está la autoridad de Jn 8,16: Yo no estoy solo; sino que estoy Yo y el Padre que me envió. Es claro que nadie se envía a sí mismo. Así pues, miente Sabelio; y por ello en el Símbolo de los Padres se añade: Dios de Dios, luz de luz. Esto es, que debemos creer que «el Dios Hijo es del Dios Padre; y que el Hijo es luz de la luz del Padre».

Arrio, aunque dijo que Cristo fue antes que la Sma. Virgen y que la persona del Padre era distinta que la persona del Hijo, sin embargo atribuyó a Cristo estas tres cosas: primera, que el Hijo de Dios fue una criatura; segunda, que no fue eterno, sino hecho en el tiempo como la criatura más noble; y, tercera, que el Hijo de Dios no fue de la misma naturaleza que el Padre y que así no fue Dios verdadero.

Pero esto es igualmente erróneo y contra los testimonios de la S. Escritura. Pues se dice en Jn 10,30: Yo y el Padre somos uno; esto es, en cuanto a la naturaleza; y por eso, como el Padre fue siempre, así también el Hijo; y como el Padre es Dios verdadero, también el Hijo. Donde, pues, Arrio dice que Cristo fue criatura, en contra dice el Símbolo de los Padres: Dios verdadero de Dios verdadero; donde dice que no existió eternamente, sino desde un tiempo determinado, en el Símbolo por el contrario se dice: Engendrado, no creado; y contra aquello que afirma no ser de la misma sustancia que el Padre, se añade en el Símbolo: Consustancial con el Padre.

Es, pues, claro que debemos creer que Cristo es el Unigénito de Dios y verdadero Dios de Dios, y que existió siempre con el Padre, y que una es la persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de la misma naturaleza que el Padre. Mas esto lo creemos aquí por la fe; pero lo conoceremos en la vida eterna por la visión perfecta. Y por ello, para nuestro consuelo, diremos algo de estas cosas.

Es pues de saber que las cosas diversas tienen una generación diversa. La generación en Dios es distinta de la de las otras cosas. Por donde no podemos llegar a concebir la generación de Dios a no ser por la generación de aquello que en las criaturas se acerca más a la semejanza de Dios. Mas, como hemos dicho, no hay nada tan semejante a Dios como el alma del hombre. Y el modo de generación en el alma es que el hombre piensa algo en su alma, lo cual se llama concepción del entendimiento; y esta concepción nace del alma como de su padre y se llama «verbo» (palabra) del entendimiento, o del hombre. Así pues, el alma, pensando, engendra su «verbo» (o palabra). Así también el Hijo de Dios no es otra cosa que el Verbo de Dios; y no como la palabra proferida exteriormente, porque ésa pasa, sino como el verbo o la palabra proferida interiormente. Y por eso el Verbo de Dios es de la misma naturaleza que Dios e igual a Dios. Por donde S. Juan, hablando del Verbo, destruyó tres herejías: primero, la herejía de Fotino, alcanzada cuando dice (1,1): Al principio era el Verbo; segundo, la de Sabelio, al decir: Y el Verbo estaba junto a Dios; tercero, la de Arrio, cuando dice: Y Dios era el Verbo.

El «verbo» (la palabra) está en nosotros de una manera y en Dios de otra manera distinta. En nosotros el «verbo» es un accidente; mas en Dios el Verbo de Dios es idéntico al mismo Dios, al no haber en Dios nada que no sea su esencia. Nadie puede decir que Dios no tenga Verbo, pues resultaría que Dios sería insipientísimo. Y por eso, como Dios existió siempre, así también su Verbo.

Mas así como el artífice hace todo por la forma que antes pensó en su interior, la cual es su «verbo»; así también Dios obra con su Verbo como por su arte: Todas las cosas fueron hechas por él (Jn 1,3).

Si, pues, el Verbo de Dios es su Hijo y todas las cosas son cierta semejanza de este Verbo, debemos en primer lugar oír con gusto las palabras de Dios: esto es, pues, una señal de que amamos a Dios, si oímos con gusto sus palabras.

En segundo lugar debemos creer en sus palabras, porque por ello habita en nosotros el Verbo de Dios; esto es, Cristo, que es el Verbo de Dios. El Apóstol, en Ef 3,17 dice: Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones; y Jn 5,38: No tenéis en vosotros permanentemente el Verbo de Dios.

En tercer lugar conviene que meditemos continuamente en el Verbo de Dios, que permanece en nosotros. Pues no sólo conviene creer, sino meditar: en otro caso no aprovechará (el creer solo). Esta meditación es muy eficaz contra el pecado: el Sal 118,11 dice: En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar contra ti; y en el Sal 1,2 se dice a su vez del varón justo: En su Ley meditará día y noche. Por donde de la Sma. Virgen se dice en Lc 2,51: Conservaba todas estas cosas –en la Vulgata: «verba» o «palabras», hebraísmo– meditándolas en su corazón.

Cuarto. Conviene que el hombre comunique a otros la palabra de Dios, amonestando, predicando e inflamando. En Ef 4,29 dice el Apóstol: Que no salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino si hay alguna buena, para edificación; y el mismo dice en Col 3,16: Que la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente, enseñando y amonestándoos unos a otros en toda sabiduría. Y el mismo S. Pablo dice en 1 Tim 4,2: Predica la palabra, insiste oportuna e importunamente, arguye, ruega, increpa con toda paciencia y doctrina.

Por último, la palabra de Dios debe llevarse a la práctica: Sed cumplidores de la palabra y no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismos (Sant 1,22).

Estas cinco cosas guardó por su orden la Sma. Virgen en la concepción del Verbo de Dios en sí; en primer lugar, oyó: El Espíritu Santo vendrá sobre ti (Lc 2,35); en segundo lugar consintió por la fe: He aquí la Esclava del Señor (v.38); en tercer lugar lo tuvo (al Verbo) y llevó en su vientre; en cuarto lugar, lo profirió y dio a luz; y en quinto lugar, lo nutrió y amamantó; por donde la Iglesia canta: Al Rey de los ángeles sola la Virgen amamantó con un pecho lleno del cielo.

ARTÍCULO 3

Que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen

El cristiano no sólo tiene que creer en el Hijo de Dios, como hemos dicho; sino que debe creer en su encarnación. Y por eso S. Juan, después de decir muchas cosas sutiles y arduas, inmediatamente nos habla de la encarnación del Verbo, cuando dice: Y el Verbo se hizo carne (Jn 1,14).

Y para que podamos captar algo de esto, aduciré dos ejemplos.

Es claro que no hay nada semejante al Hijo de Dios como el verbo (o palabra) concebido en nuestro interior, no pronunciado. Mas nadie conoce ese ‘verbo’ mientras está en el interior del hombre, a no ser quien lo concibe; sino que empieza a conocerse cuando se pronuncia. Así el Verbo de Dios, mientras estaba en el corazón del Padre no era conocido más que del Padre; pero revestido de la carne como (nuestra palabra o verbo) de la voz, entonces comenzó a manifestarse y fue conocido: Después de esto fue visto en la tierra y conversó con los hombres (Bar 3,38).

Otro ejemplo es el siguiente. Que aunque el «verbo» (o la palabra) pronunciado se conozca por el oído, sin embargo no se ve ni se toca. Mas, cuando se escribe en el papel, entonces se ve y se toca. Así también el Verbo de Dios se hizo visible y tangible al ser como escrito en nuestra carne. Y, como el papel en el que está escrita la palabra del rey se dice palabra del rey, así el hombre al cual está unido el Verbo de Dios en una hipóstasis (o persona) se dice Hijo de Dios. Isaías 8,1 dice: Toma un libro grande y escribe en él con un estilete de hombre. Y por eso los santos Apóstoles dijeron: Que fue concebido por (obra de) el Espíritu Santo y nació de María Virgen.

En lo cual ciertamente muchos erraron. Por donde también los Santos Padres en otro Símbolo, en el concilio Niceno, añadieron muchas cosas, por las cuales ahora se destruyen muchos errores.

Pues Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo para salvar también a los demonios, por donde afirmó que los demonios todos serían salvados al fin del mundo. Pero esto está en contra de la S. Escritura, pues en Mt 25,41 se dice: Apartaos de mí, malditos, (e id) al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus ángeles. Y por eso, para suprimir esto, se añade: Que por nosotros los hombres –no por los demonios– y por nuestra salvación. En lo cual ciertamente aparece más el amor de Dios a nosotros.

Fotino afirmó que Cristo nació de la Sma. Virgen; mas añadió que fue un mero hombre, quien viviendo virtuosamente y haciendo la voluntad de Dios, mereció hacerse Hijo de Dios, como también los otros santos, contra lo cual se dice en Jn 6,38: Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Es claro que no habría bajado, si no estuviese allí; y (si) fuese un mero hombre, no estaría en el cielo. Y por eso, para rechazar esto, se añadió: Descendió del cielo.

Manés dijo que, aunque el Hijo de Dios hubiese existido siempre y hubiese bajado del cielo, sin embargo no tuvo una carne verdadera, sino aparente. Mas esto es falso: pues no convenía que el doctor de la verdad tuviera falsedad alguna; y por ello, como mostró tener verdadera carne, así la tuvo. Por donde dijo en Lc 24,39: Palpad y ved que el espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y para rechazar esto añadieron (los Padres): Y se encarnó.

Ebión, quien fue de linaje judío, dijo que Cristo nació de la Sma. Virgen; pero por unión con varón y de semen viril. Mas esto es falso, pues el ángel dijo: Lo que hay en ella es del Espíritu Santo (Mt 1,20). Y por eso los SS. Padres, para rechazar esto, añadieron: Del Espíritu Santo.

Valentín, aunque confesó que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, defendió, sin embargo, que el Espíritu Santo trajo un cuerpo celeste y lo colocó en la Sma. Virgen, y ése fue el cuerpo de Cristo. Por donde la Sma. Virgen no hizo otra cosa que ser su lugar. Por ello dijo que tal cuerpo pasó ,por la Sma. Virgen como por un acueducto. Mas esto es falso, ya que el Ángel le dijo: Lo santo, que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35); y el Apóstol, en Gál 4,4: Mas, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de una mujer, y por eso añadieron: Nacido de María Virgen.

Arrio y Apolinar dijeron que, aunque Cristo fuese el Verbo de Dios y hubiese nacido de María la Virgen, sin embargo que no tuvo alma, sino que el lugar del alma humana lo tuvo la divinidad. Mas esto está contra la Escritura, pues Cristo dijo: Ahora está turbada mi alma (Jn 12,27); y otra vez: Triste está mi alma hasta la muerte (Mt 26,38). Y por ello los SS. Padres, para rechazar esto, añadieron: Y se hizo hombre. Pues el hombre consta de alma y cuerpo; por donde con toda verdad tuvo todo lo que el hombre puede tener, excepto el pecado.

Con esta afirmación de que se hizo hombre se eliminan todos los errores susodichos y todos los demás que se pudieran decir, principalmente el error de Eutiques, quien afirmó que (en Cristo) se habíahecho una mezcla; a saber, que de la mezcla de la naturaleza divina y de la humana había resultado la naturaleza de Cristo, quien no era ni meramente Dios ni meramente hombre. Mas esto es falso, porque entonces no sería hombre; y también está contra esto lo que se dice (en el Credo): Se hizo hombre.

Se elimina también el error de Nestorio, quien afirmó que el Hijo de Dios se habría unido al hombre sólo por inhabitación. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre, sino (que ‘estaría’) en el hombre. Y que sea hombre, es evidente por el Apóstol, que dice en Flp 2,7: Hallado en su condición como hombre; y (por) Jn 8,40: ¿Por qué queréis matarme, a un hombre que os he dicho la verdad que oí a Dios?

De esto podemos tomar algunas cosas para (nuestra) edificación.

En primer lugar, se confirma nuestra fe. Si alguno dijese cosas de un país remoto y él no hubiese estado allí, no se le creería como si hubiese estado en él. Antes, pues, de que viniese Cristo al mundo, los patriarcas, los profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas de Dios. Sin embargo no las creyeron los hombres como a Cristo, que estuvo con Dios; más aún: es uno con él. Por donde nuestra fe, que nos confió Cristo, es muy segura. Jn 1,18 dice: A Dios nadie lo ha visto nunca: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él nos lo ha narrado. De ahí que muchos secretos de la fe, antes ocultos, se nos hayan manifestado después de la venida de Cristo.

En segundo lugar, por estas cosas se eleva nuestra esperanza. Es evidente que el Hijo de Dios, asumiendo nuestra carne, no vino a nosotros por una banalidad, sino para una gran utilidad nuestra. Por donde realizó una especie de intercambio; a saber, asumir un cuerpo animado y dignarse nacer de la Virgen, para conferirnos su divinidad; y así se hizo hombre para hacer Dios al hombre. Por el cual tenemos acceso por la fe a esta gracia en que estamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios (Rom 5,2).

En tercer lugar, por esto se enciende la caridad. Pues no hay indicio tan evidente del amor divino que el hecho de que Dios, el Creador de todas las cosas, se haya hecho criatura; que el Señor se ha hecho hermano nuestro; que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del hombre: De tal modo amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito (Jn 3,16). Y por eso, por la consideración de esto, debe acrecentarse e inflamarse (nuestro) amor a Dios.

En cuarto lugar, somos inducidos a conservar pura nuestra alma. Pues de tal manera fue ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por la unión con Dios, que fue vinculada a una persona divina. Por donde el ángel, después de la encarnación, no permitió que Juan le adorase, cosa que antes permitió con los más grandes patriarcas. Por eso el hombre, recordando y atendiendo a esta exaltación, debe desdeñar envilecerse a sí mismo y su naturaleza por el pecado. Por ello dice San Pedro: Por el cual (Cristo) nos dio las promesas máximas y preciosas, de modo que por ellas vengamos a ser consortes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo (2 Pe 1,4).

En quinto lugar, por estas cosas se inflama nuestro deseo de llegar a Cristo. Si algún rey fuese hermano de quien estuviese lejos de él, aquel cuyo hermano es el rey desearía venir a él y estar y permanecer junto a él. Por consiguiente, siendo Cristo hermano nuestro, debemos desear estar con él y unirnos a él: Donde quiera estuviere el cuerpo, allí se congregarán los buitres (Mt 24,28); el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Deseo que ciertamente crece en nosotros, considerando su encarnación.

ARTÍCULO 4

Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

Como es necesario que el cristiano crea en la encarnación del Hijo de Dios, así también es necesario que crea en su pasión y muerte. Porque, como dice S. Gregorio: No nos aprovecharía nada el haber nacido, si no nos hubiese aprovechado el ser redimidos”. Mas esto, que Cristo haya muerto por nosotros, es tan arduo (o incomprensible), que apenas lo puede captar nuestro entendimiento; más aún, no cae de ningún modo en nuestro entendimiento. Y esto es lo que dice el Apóstol en Hch 13,41 citando a los profetas, en concreto a Habacuc en el pasaje que sigue: Hago una obra en vuestros días, tal que no la creeréis si alguien os la contare; y en Hab 1,5: Ha tenido lugar en vuestros días una obra que nadie la creerá cuando se narre. Tan grande es la gracia de Dios y su amor a nosotros que hizo a favor nuestro más de lo que podemos entender.

Sin embargo no debemos creer que Cristo de tal modo sufrió la muerte, que muriera su divinidad, sino que murió su naturaleza humana. Pues no murió en cuanto era Dios, sino en cuanto que era hombre. Y esto es claro por tres ejemplos.

Uno está en nosotros mismos. Pues es evidente que cuando muere una persona por la separación del alma y del cuerpo, no muere el alma, sino el cuerpo mismo o la carne. Así también en la muerte de Cristo no murió la divinidad, sino la naturaleza humana.

Pero si los judíos no mataron a la divinidad, parece que no pecaron más que si hubiesen asesinado a otro hombre cualquiera. A esto hay que decir que, si el rey estuviese vestido con un traje y alguno manchase ese traje, incurriría en tanta culpa como si manchase al mismo rey. Los judíos, aunque no pudiesen asesinar a Dios, sin embargo, matando la naturaleza humana asumida por Cristo, fueron tan castigados como si hubiesen asesinado a la divinidad.

Igualmente, como hemos dicho más arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de Dios, y el Verbo de Dios se encarnó como la palabra del rey escrita en un papel. Si pues alguien desgarrara el papel del rey, se estimaría como si desgarrase la palabra del rey. Y por eso se tiene en tanto el pecado de los judíos como si hubiesen matado al Verbo de Dios.

Pero ¿qué necesidad hubo de que el Verbo de Dios padeciese por nosotros? ¡Grande! Puede colegirse una doble necesidad. Una, como remedio contra el pecado; otra, para ejemplo en cuanto a las cosas que hacer.

A) En cuanto al remedio, porque en la pasión de Cristo encontramos remedio para todos los males en que incurrimos por el pecado. E incurrimos en cinco males:

1.º En la mancha. Pues cuando el hombre peca, afea su alma. Porque así como la virtud del alma es su belleza, así el pecado es su mancilla: ¿Qué pasa, Israel, que en el país de los enemigos te has… manchado con los muertos? (Bar 3,10). Pero esto lo borra la pasión de Cristo, pues Cristo con su pasión dispuso un baño con su sangre, con el que lavar a los pecadores: Nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5). En el bautismo se lava el alma con la sangre de Cristo; pues por la sangre de Cristo (el bautismo) tiene (su) virtud regeneradora. Y por eso cuando se mancha uno (después) por el pecado, injuria a Cristo y peca más que antes: Si alguno anula (o viola) la Ley de Moisés, con (el testimonio de) dos o tres testigos muere sin compasión ninguna; ¿cuánto más pensáis que merece suplicios mayores quien conculcare al Hijo de Dios y tuviera por profana la sangre de Cristo? (Heb 10,28-29).

2.º Incurrimos en ofensa de Dios. Pues como el carnal ama la belleza carnal, así Dios (ama) la espiritual, que es la belleza del alma. Cuando, pues, el alma se mancha con el pecado, Dios es ofendido y tiene odio al pecador: Son odiosos a Dios el impío y su impiedad (Sab 14,9).

Mas borra esto la pasión de Cristo, que satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el cual el hombre mismo no podía satisfacer; y su amor y obediencia fueron mayores que el pecado y prevaricación del primer hombre: Siendo enemigos (de Dios) fuimos reconciliados por la muerte de su Hijo (Rom 5,10).

3.º En tercer lugar incurrimos en la enfermedad (espiritual). Pues el hombre, cuando peca una vez, cree poder contenerse después de pecar. Mas sucede todo lo contrario. Porque por el primer pecado se debilita y se hace más propenso al pecado. Y el pecado le domina más; y cuanto es en sí, se coloca en tal situación de no poder levantarse, a no ser por el poder divino, como quien se tira a un pozo. Por donde después que el hombre pecó, nuestra naturaleza se debilitó y se corrompió; y entonces el hombre fue más propenso a pecar. Mas Cristo aminora esta debilidad y enfermedad, aunque no la quitara del todo. Sin embargo de tal manera fue confortado el hombre por la pasión de Cristo y debilitado el pecado, que no sólo puede dominarlo, sino que puede trabajar, ayudado por la gracia de Dios, que le confiere en los sacramentos, los cuales reciben su eficacia de la pasión de Cristo, de modo que pueda escapar (resilire) de los pecados: Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para destrucción del cuerpo del pecado (Rom 6,6). Pues antes de la pasión de Cristo pocos ha habido que hayan vivido sin pecado mortal; mas después, muchos han vivido y viven sin pecado mortal.

4.º En cuarto lugar incurrimos en el reato del castigo. Pues la justicia de Dios exige esto: que quienquiera que peque sea castigado. Y el castigo se mide por la culpa. Por donde, como la culpa del pecado mortal sea infinita, como contra un bien infinito, a saber, Dios, cuyos preceptos desprecia el pecador, el castigo debido al pecado mortal es infinito. Mas Cristo por su pasión nos quitó este castigo y lo sufrió él mismo: Nuestros pecados –esto es: la pena por el pecado– la sufrió él en su cuerpo (1 Pe 2,24). Pues la pasión de Cristo fue de tanta virtud que basta para expiar los pecados todos de todo el mundo, aunque fuesen cien mil. De ahí proviene que los bautizados quedan desatados de todos los pecados. De ahí también, que el sacerdote perdone los pecados. De ahí también, que quienquiera que se identifica más con la pasión de Cristo consigue mayor perdón y merece más gracias.

5.º En quinto lugar incurrimos en el destierro del reino. Pues quienes ofenden al rey son obligados a exiliarse del reino. Así el hombre por el pecado fue expulsado del paraíso. Por ello Adán, nada más pecar, fue echado del paraíso y se cerró su puerta. Mas Cristo, con su pasión, abrió aquella puerta y volvió a llamar al reino a los desterrados. Abierto el costado de Cristo, se abrió la puerta del paraíso; y derramada su sangre, fue quitada la debilidad, expiada la pena y los desterrados son llamados de nuevo al Reino. De ahí es que al ladrón inmediatamente se le dice: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,43). Esto no se dijo antiguamente: no se dijo a cualquiera, a Adán, a Abrahán o David; sino que hoy, esto es: cuando se abrió la puerta, el ladrón pidió perdón y lo encontró: Teniendo confianza en la entrada del (santo de) los santos –el santuario– por la sangre de Cristo (Heb 10,19). Así que es evidente la utilidad por parte del remedio.

B) Mas no es menor la utilidad en cuanto al ejemplo. Pues, como dice S. Agustín, la pasión de Cristo basta para modelar totalmente nuestra vida. Quienquiera que desee llevar una vida perfecta, no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y desee lo que Cristo deseó.

En la cruz no falta ejemplo ninguno de virtud. Pues si buscas un ejemplo de caridad: Ninguno tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos Un 15,13). Y eso lo hizo Cristo en la Cruz. Y por eso, si él dio su vida por nosotros, no nos debe parecer grave soportar por él cualquier (clase de) males: ¿Qué pagaré al Señor por todas las cosas que él me dio? (Sal 115,12).

Si buscas un ejemplo de paciencia, es excelentísima la que encontramos en la Cruz. La paciencia se manifiesta grande en dos cosas: o cuando uno sufre pacientemente grandes cosas; o cuando sufre aquellas cosas que puede evitar y no las evita.

Pues Cristo sufrió grandes cosas en la Cruz: Oh, vosotros que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor como el mío (Lam 1,12); y (lo hizo) pacientemente, porque: Cuando sufría no amenazaba (1 Pe 2,23) y en Is 53,7: Como oveja será conducido al matadero y como cordero ante quien le trasquila enmudecerá.

Así mismo lo pudo evitar y no lo evitó: ¿Acaso piensas que no puedo rogar a mi Padre y me proporcionaría ahora más de doce legiones de Ángeles? (Mt 26,53).

Es pues grande la paciencia de Cristo en la Cruz: Corramos por la paciencia al combate que se nos propone, mirando a Jesús, el autor y consumados de nuestra fe, quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciando la confusión (Heb 12,1-2).

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al Crucifijo, pues Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir: Tu causa fue juzgada como la de un impío (Job 36,17). Verdaderamente como de un impío, porque fue condenado a una muerte ignominiosísima (Sab 2,20). El Señor quiso morir por el siervo; la vida de los ángeles, por el hombre: Se hizo obediente hasta la muerte (Flp 2,8).

Si buscas un ejemplo de obediencia, sigue a Aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Así como por la desobediencia de un hombre muchos vinieron a ser pecadores, así por la obediencia de uno vendrán a ser justos muchos (Rom 12,19).

Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sigue a aquel que es el Rey de reyes y Señor de los señores, en el cual están los tesoros de la Sabiduría; mas en la Cruz fue desnudado, ultrajado, escupido, golpeado, coronado de espinas, abrevado con hiel y vinagre y muerto. Así es que no te apegues a los vestidos y a las riquezas, porque se dividieron entre sí mis vestidos (Sal 21,19); no (te apegues) a los honores, porque «yo experimenté desprecios y azotes»; no (te apegues) a las dignidades, «porque, trenzando una corona de espinas, me la pusieron en mi cabeza»; no (te apegues) a las delicias, pues en mi sed me abrevaron con vinagre (Sal 68,22). S. Agustín, a propósito de aquello de Heb 12 –quien, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la Cruz, despreciada la confusión– dice: El hombre Cristo Jesús despreció todos los bienes terrenos, para indicar que deben ser despreciados.

ARTÍCULO 5

Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos

Como hemos dicho, la muerte de Cristo consistió en la separación del alma del cuerpo, como también la de los demás hombres. Mas la Divinidad, estuvo tan indisolublemente unida al hombre Cristo, que, aunque el alma y el cuerpo se separaron el uno del otro, sin embargo la Divinidad misma estuvo siempre perfectísimamente unida al alma y al cuerpo. Y por tanto el Hijo de Dios estuvo en el sepulcro con el cuerpo y descendió a los infiernos con el alma.

Hay cuatro razones por las que Cristo descendió a los infiernos en cuanto al alma.

La primera para sufrir toda la pena del pecado y así expiar toda su culpa. Pues la pena del pecado del hombre no sólo era la muerte del cuerpo, sino que era también un castigo del alma. Ya que el pecado también era respecto del alma, la misma alma era castigada en cuanto a la carencia de la visión divina, para abolir lo cual aún no se había satisfecho. Y por eso después de la muerte, antes de la venida de Cristo, descendían todos al infierno, también los Santos Padres. Así que Cristo, para sufrir toda la pena debida a los pecadores, quiso, no sólo morir, sino también descender al infierno en cuanto al alma. Por donde en el Sal 87,4 se dice: He sido computado con los que descienden al lago: he venido a ser un hombre sin ayuda, libre entre los muertos. Los otros estaban allí como siervos; mas Cristo (fue) como libre.

La segunda razón es para socorrer perfectamente a todos sus amigos. Pues tenía amigos, no sólo en el mundo, sino también en el infierno. Pues en esto consiste el ser amigo de Cristo: en tener caridad; mas en el infierno había muchos que habían muerto con caridad y fe en el que había de venir, como Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, David y otros varones justos y perfectos. Y puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo y los había socorrido por su muerte, quiso también visitar a los suyos que estaban en el infierno, para socorrerles, descendiendo a ellos: Penetraré todas las partes inferiores de la tierra y veré a todos los que duermen, e iluminaré a los que esperan en el Señor (Eclo 24,45).

La tercera razón es para triunfar perfectamente del diablo. Pues entonces triunfa uno de otro cuando lo vence, no sólo en el campo, sino que le invade hasta en su propia casa y le quita el trono del reino y su casa. Mas Cristo había triunfado del diablo y lo había vencido en la cruz, por donde dice Jn 12,31: Ahora es el juicio del mundo; ahora el príncipe de este mundo –esto es, el diablo– será echado fuera. Y así, para triunfar perfectamente, quiso quitarle la sede de su reino y ligarle en su casa, que es el infierno. Y por eso descendió allá y le despojó de todas sus cosas, le ligó y le despojó de su presa: Despojando a los principados y potestades los condujo gloriosamente, triunfando públicamente de ellos en sí mismo (Col 2,15).

Así mismo también porque Cristo había recibido la potestad y la posesión del cielo y de la tierra, para que así (lo hiciese), según dice el Apóstol a los Filipenses: Que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestes, terrestres y de los del infierno (Flp 2,10); y en Mc 16,17: En mi nombre expulsarán demonios.

La cuarta y última razón es para librar a los santos que estaban en el infierno. Pues así como Cristo padeció la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso descender al infierno para librar a los que estaban allí: Tú también en la sangre de tu alianza sacaste a tus vencidos del lago, en el cual no hay agua (Zac 9,11); Oh muerte, seré tu muerte; seré tu mordisco, infierno (Os 13,14).

Pues aunque Cristo hubiese destruido a la muerte totalmente, sin embargo no destruyó totalmente el infierno, sino que «lo mordió»; a saber, porque no libró a todos del infierno, sino a aquellos que no tenían pecado mortal e igualmente a los que no tenían pecado original, del cual, en cuanto a la persona, habían sido liberados por la circuncisión; o antes de la circuncisión, los que se habían salvado en la fe de sus padres fieles, en cuanto a aquellos que no tenían uso de razón; o por los sacrificios y la fe en el Mesías venidero respecto de los adultos; mas estaban allí por el pecado original de Adán, del cual, en cuanto a la naturaleza, no pudieron ser liberados sino por Cristo. Y por ello dejó allí a aquellos que habían descendido con pecado mortal y a los niños incircuncisos. Y por eso dice: Seré tu mordisco, infierno. Así pues, queda claro que Cristo descendió a los infiernos y el porqué.

De aquí podemos deducir cuatro cosas para nuestra edificación.

Primera, la esperanza firme en Dios. Pues por más que el hombre se vea afligido, sin embargo siempre debe esperar en la ayuda de Dios y confiar en él. Pues no hay cosa tan grave como estar en el infierno. Si pues Cristo libró a aquellos que estaban en el infierno, mucho más debe confiar cualquiera, si es amigo de Dios, que le librará de cualquier angustia: Ésta –a saber, la Sabiduría– no abandonó al justo vendido…, bajó con él a la fosa, y en las cadenas no lo abandonó (Sab 10,13.14). Y, puesto que Dios ayuda especialmente a sus siervos, debe estar muy seguro aquel que sirve a Dios: El que teme a Dios no temblará (por) nada, porque él mismo es su esperanza (Eclo 24,16).

En segundo lugar, debemos concebir temor y expulsar la presunción. Pues aunque Cristo haya sufrido por los pecadores y bajase a los infiernos, sin embargo no libró a todos, sino sólo a aquellos que estaban sin pecado mortal, como hemos dicho. Mas a aquellos que habían muerto en pecado mortal, los dejó (allí). Y por eso, que ninguno que baje allá con pecado mortal, espere el perdón. Sino que permanecerá en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, a saber, eternamente: Irán éstos al suplicio eterno; mas los justos, a la vida eterna (Mt 25,46).

En tercer lugar, debemos ser solícitos. Pues Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación. También nosotros debemos ser solícitos en descender allá frecuentemente considerando aquellas penas, como hacía aquel santo, Ezequías, diciendo: Yo dije: en medio de mis días iré a las puertas del infierno (Is 38,10). Pues quien en vida desciende frecuentemente con el pensamiento, no desciende fácilmente en la muerte, porque esta consideración le retrae del pecado. Pues vemos que los hombres de este mundo se precaven de las acciones malas por el castigo temporal, ¿cuánto más, pues, deben precaverse por las penas del infierno, que son mayores cuanto a la duración, cuanto a la acerbidad y cuanto a la multiplicidad? Recuerda tus novísimos y no pecarás jamás (Eclo 7,40).

En cuarto lugar, de esto nos resulta un ejemplo (o lección) de amor. Pues Cristo descendió a los infiernos para liberar a los suyos; por ello también nosotros debemos bajar allá para socorrer a los nuestros. Pues ellos no pueden nada; y por eso debemos socorrer a quienes están en el purgatorio. Sería demasiado duro aquel que no socorriese a un ser suyo querido que estuviese en una cárcel terrena: luego sería mucho más duro quien no socorriese a su amigo que está en el purgatorio, no habiendo comparación ninguna entre las penas de este mundo y aquéllas: Compadeceos de mí, compadeceos de mí, por lo menos vosotros, mis amigos, porque me ha tocado la mano del Señor (Job 19,21). Santo y saludable es el pensamiento de rogar por los difuntos para que sean liberados de sus pecados (2 Mac 12,46).

Mas se les socorre principalmente por tres cosas, como dice S. Agustín; a saber, por las misas, las oraciones y las limosnas. S. Gregorio añade una cuarta: el ayuno. Y no hay de qué admirarse. Porque también en este mundo un amigo puede satisfacer por su amigo. Mas ha de entenderse esto de aquellos que están en el purgatorio.

Dos cosas necesita conocer el hombre.; a saber, la gloria de Dios y las penas del infierno. Pues los hombres son atraídos por la gloria y, aterrados por las penas, se precaven y retraen de los pecados. Mas estas cosas son muy difíciles de conocer para el hombre. Pues de la gloria se dice en la Sab 9,16: ¿Quién investigó las cosas que hay en el cielo? Y esto a la verdad es difícil para los terrenos, porque como se dice en Jn 3,31: El que es de la tierra habla de la tierra; pero no es difícil para los espirituales, porque el que vino del cielo está sobre todos, como se dice allí mismo. Y por eso Dios descendió del cielo y se encarnó, para enseñarnos las cosas celestiales.

También era difícil conocer las penas del infierno: No se ha conocido a nadie que haya venido de los infiernos (Sab 2,1): esto se dice en persona de los impíos. Mas ahora (ya) no se puede decir: porque como (Cristo) descendió del cielo para enseñar las cosas celestiales, así también resucitó de los infiernos, para instruirnos sobre los infiernos. Y por ello es necesario que creamos, no sólo que se hizo hombre y murió, sino que resucitó de entre los muertos. Y por eso se dice: Al tercer día resucitó de entre los muertos.

Vemos que muchos resucitaron de entre los muertos, como Lázaro, el hijo de la viuda y la hija del archisinagogo. Mas la resurrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos en cuatro cosas.

Primero, en cuanto a la causa de la resurrección, pues los otros que resucitaron, no resucitaron por su propia virtud, sino por la de Cristo o por las preces de algún santo. Pero Cristo resucitó por su propia virtud, pues no sólo era hombre, sino también Dios; y la Divinidad del Verbo nunca se separó ni del alma ni del cuerpo. Y por eso, cuando quiso, reasumió el cuerpo al alma y el alma al cuerpo: Tengo poder para exponer mi alma y tengo poder para asumirla de nuevo (Jn 10,18). Y, aunque murió, esto no fue por debilidad o por necesidad, sino por virtud, porque fue voluntariamente. Y esto es claro, pues cuando expiró, clamó con una gran voz, cosa que no pueden hacer otros moribundos, porque mueren por debilidad. Por donde el Centurión dijo: Verdaderamente éste era Hijo de Dios (Mt 27,54). Y así como por su virtud expuso su alma, así por su virtud la recibió. Y por eso se dice que resucitó y no que fuese resucitado, como por otro: Yo me dormí y tuve un sueño profundo y me levanté (Sal 3,6). Y esto no es contrario a lo que se dice en Hch 2,32: A este Jesús lo resucitó Dios, pues también lo resucitó el Padre y el Hijo, porque el poder del Padre y del Hijo es el mismo.

En segundo lugar, difiere en cuanto a la vida a la que resucitó: porque Cristo (resucitó) a una vida gloriosa e incorruptible, como dice el Apóstol en Rom 6,4: Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre; mas los otros (resucitaron) a la misma vida que tenían antes, como se ve por Lázaro y los demás.

En tercer lugar difiere en cuanto al fruto y la eficacia, puesto que por la virtud de la resurrección de Cristo resucitan todos: Muchos cuerpos de los santos que habían muerto, resucitaron (Mt 27,52); y el Apóstol dice en 1 Cor 15,20: Cristo, primicias de los que duermen (el sueño de la muerte), resucitó de entre los muertos. Mas piensa que Cristo llegó a la gloria por su pasión: ¿Acaso no convino que Cristo padeciera así y de este modo entrase en su gloria? (Lc 24,26). Y atiende a que Cristo vino para enseñarnos cómo podremos llegar a la gloria: Hch 14,21 dice: por muchas tribulaciones conviene que entremos en el Reino de Dios.

En cuarto lugar se diferencia en cuanto al tiempo, puesto que la resurrección de los demás se difiere hasta el fin del mundo, a no ser que a algunos se les conceda por privilegio, como a la Sma. Virgen y, como piadosamente se cree, a S. Juan Evangelista. Pero Cristo resucitó al tercer día. La razón de lo cual es que la resurrección y la muerte y la natividad de Cristo fueron por nuestra salvación; y por eso quiso resucitar cuando se hubiese cumplido nuestra salvación. Mas si hubiese resucitado inmediatamente, no se habría creído que hubiese muerto. Y así mismo, si hubiese tardado mucho, los discípulos no habrían permanecido en la fe; y así la utilidad de su pasión habría sido nula: ¿Qué utilidad hay en mi sangre, mientras bajo a la corrupción? (Sal 29,10). Y por eso resucitó al tercer día, a fin de que se le creyese muerto y para que los discípulos no perdiesen la fe.

De aquí podemos deducir cuatro cosas para nuestra edificación.

Primero, que nos preocupemos de resurgir espiritualmente de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de la justicia (o santidad), que se obtiene por la penitencia. El Apóstol (dice) en Ef 5,14: Despierta tú, que duermes, y levántate de los muertos y te iluminará Cristo. Esta es la resurrección primera, (de la que se dice en) Ap 20,6: Dichoso el que tiene parte en la resurrección primera.

En segundo lugar, que no diferamos el resurgir hasta (la hora de) la muerte, sino pronto, pues Cristo resucitó al tercer día: No tardes en convertirte al Señor y no lo difieras de un día para otro (Eclo 5,8), puesto que, oprimido por la enfermedad, no puedes pensar en lo que toca a la salvación; y también porque pierdes la participación en todas las obras buenas que se hacen en la Iglesia e incurres en muchos males por perseverar en el pecado. Además el diablo, cuanto más tiempo (te) posea, tanto más difícilmente (te) dejará, como dice S. Beda.

En tercer lugar, para que resurjamos a una vida incorruptible; a saber, para que no muramos de nuevo; esto es: que (vivamos) en tal propósito de modo que no pequemos en adelante: Cristo, resucitando de entre los muertos, ya no muere más: la muerte no le volverá a dominar (Rom 6,9); y más abajo (v.11-13): Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, viviendo para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias; ni tampoco ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de la iniquidad; sino ofreceos a Dios como vivos (sacados) de los muertos.

En cuarto lugar, a fin de que resurjamos a la vida nueva y gloriosa; a saber, para que evitemos todas aquellas cosas que antes fueron ocasión y causa de la muerte y del pecado: (Que) como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, también nosotros caminemos en una novedad de vida (Rom 6,4). Esta vida nueva es la vida de la justicia (o santidad), que renueva el alma y conduce a la vida de la gloria. Amén.

ARTÍCULO 6

Ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre

Después de creer en la resurrección de Cristo, hay que creer en su ascensión, por la que subió al cielo a los cuarenta días. Por ello se dice: Ascendió a los cielos.

Acerca de lo cual debes notar tres cosas.

Primero, que (la Ascensión) fue sublime, racional y útil.

A) Ciertamente fue sublime, porque subió a los cielos. Y esto se explica de tres formas.

Primero, sobre todos los cielos corpóreos. El Apóstol dice en Ef 4,10: Ascendió sobre todos los cielos. Lo cual comenzó primeramente en Cristo, pues antes el cuerpo terreno no estaba más que en la tierra, tanto que el mismo Adán no estuvo sino en el paraíso terrestre.

Segundo, subió sobre todos los cielos espirituales, a saber, sobre las naturalezas espirituales: Colocando –el Padre– a Jesús a su derecha en los cielos sobre todos los principados y potestades, (sobre toda) virtud y dominación y todo nombre –o persona– que se pueda nombrar, no sólo en este siglo, sino también en el futuro; y sometió todas las cosas bajo sus pies (Ef 1,20).

Tercero, subió hasta la sede del Padre: He aquí que venía sobre las nubes del cielo uno como Hijo del hombre y llegó hasta el antiguo en días (Dan 7,13); y Mc 16,19 dice: Y en verdad el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.

Mas en Dios la diestra no se toma corporalmente, sino en sentido metafórico; porque en cuanto Dios se dice estar sentado a la derecha del Padre, es decir, ser igual al Padre. En cuanto hombre está (también) sentado a la derecha del Padre; esto es, (es igual) en los bienes más excelentes. Esto es lo que ambicionó el diablo: Subiré al cielo, levantaré mi solio sobre los astros de Dios; me sentaré en el monte de la alianza, en las extremidades del aquilón; subiré sobre la altura de las nubes, seré semejante al Altísimo (Is 14,13). Mas allí (nadie) llegó, a no ser Cristo; por eso se dice: ascendió al cielo; está sentado a la derecha del Padre. En el Sal 109,1 se dice: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha.

B) La ascensión de Cristo fue razonable, porque fue a los cielos. Y esto por tres razones.

Primero, porque a Cristo se le debía el cielo por su naturaleza. Pues es natural que cada cosa vuelva al lugar de donde procede por su origen. Y el principio del origen de Cristo es Dios. Cristo procede de Dios, el cual está sobre todas las cosas: Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre (Jn 16,28). Nadie subió al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo (Jn 3,13). Y, aunque los santos suban al cielo, sin embargo no como Cristo, porque Cristo (subió) por su virtud, mas los santos, atraídos por Cristo: Atráeme en pos de ti (Cant 1,3). 0 puede decirse que nadie ascendió al cielo a no ser Cristo, porque los santos no ascienden sino en cuanto son miembros de Cristo, que es Cabeza de la Iglesia: Dondequiera esté el cuerpo, allí se congregarán las águilas (Mt 24,28).

En segundo lugar se le debía a Cristo el cielo por su victoria. Pues Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el diablo y lo venció; y por eso mereció ser exaltado sobre todas las cosas: Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono (Ap 3,21).

En tercer lugar, por su humillación. Ninguna humildad es tan grande como la de Cristo, quien, siendo Dios, quiso hacerse hombre; y siendo Señor, quiso recibir la forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte, como se dice en Flp 2,8, y descendió hasta el infierno; y por eso mereció ser exaltado hasta al cielo, a la sede de Dios. Pues la humildad es la vía para la exaltación: El que se humilla será exaltado (Lc 14,11); el que descendió es el mismo que ascendió sobre todos los cielos (Ef 4,10).

C) Y, en tercer lugar, la ascensión de Cristo fue útil; y esto en cuanto a tres aspectos.

Primero, en cuanto a la guía: pues ascendió para conducirnos. Ya que nosotros no sabíamos el camino, mas él nos lo mostró: Ascendió, mostrando el camino ante ellos (Miq 2,13). Y para asegurarnos de la posesión del reino celeste: Voy a prepararos un lugar (Jn 14,2).

En segundo lugar, en cuanto a la seguridad, pues subió para interceder por nosotros: Accediendo por sí mismo a Dios, siempre vivo para interceder por nosotros (Heb 7,25); tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo (1 Jn 2,1).

En tercer lugar, a fin de atraer nuestros corazones a sí: Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt 6,21); para que despreciemos las cosas temporales; dice el Apóstol en Col 3,1: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de allí arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; estimad las cosas de allí arriba, no las de la tierra.

ARTÍCULO 7

Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos a los muertos

Al oficio del rey y del señor pertenece el juzgar: El rey, que se sienta en el solio del juicio, disipa todo mal con su mirada (Prov 20,8). Puesto que Cristo subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios, como Señor de todas las cosas, es claro que le compete el juicio. Y por eso en la regla de la fe católica confesamos que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Esto también lo dijeron los ángeles: Este Jesús, que ha sido elevado de vosotros al cielo, vendrá así: como lo habéis visto ir al cielo (Hch 1,11).

Tres son las cosas a considerar respecto de este juicio. Primero, la forma del juicio; segundo, que este juicio es de temer; y lo tercero es cómo debemos prepararnos para este juicio.

A) El Juez es Cristo: El es quien ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos (Hch 10,42). Ya tomemos por «muertos» a los pecadores y por «vivos» a quienes viven bien; ya tomemos por «vivos» literalmente a quienes vivan entonces (cuando venga) y por «muertos» a todos los muertos hasta entonces. Y es juez no sólo en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Y esto por tres razones.

Primera, porque es necesario que los que han de ser juzgados vean al juez. Mas la Divinidad es tan deleitable que nadie la puede ver sin gozo; y por ello ningún condenado puede verla, pues entonces se alegraría. Y por ello es necesario que se aparezca en la forma de hombre, para ser visto por todos: Le dio la potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre (Jn 5,27).

Segunda, porque él mismo mereció este oficio en cuanto hombre. Pues él, en cuanto hombre, fue juzgado injustamente, y por eso Dios le hizo juez de todo el mundo: Tu causa fue juzgada como la de un impío: recibirás la causa y el juicio (Job 36,17).

Tercera, para que cese la desesperación de los hombres si son juzgados por un hombre. Pues si sólo Dios juzgase, los hombres aterrados se desesperarían: Verán al Hijo del hombre que viene sobre una nube (Lc 21,27). Y serán juzgados todos los que son, fueron y serán. El Apóstol, en la 2 Cor 5,10, dice: Todos nosotros habremos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno manifieste las cosas propias de sí mismo, según obró, ya lo bueno ya lo malo.

Mas hay una cuádruple diferencia entre los que han de ser juzgados, como dice S. Gregorio. Pues los que han de ser juzgados o son buenos o malos.

Pero de entre los malos algunos serán condenados; mas no serán juzgados, pues no se discutirán sus acciones, ya que quien no cree ya está juzgado, como se dice en Jn 3,18. Algunos serán condenados y juzgados, como los fieles que murieron en pecado mortal: La paga del pecado es la muerte, dice el Apóstol en Rom 6,23, pues no serán excluidos del juicio por la fe que tuvieron.

De entre los buenos algunos se salvarán y no serán juzgados; a saber, los pobres de espíritu por Dios; más aún, juzgarán a otros: Vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando se siente el Hijo del hombre en el trono de su majestad, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos, para juzgar a las tribus de Israel (Mt 19,28). Lo cual a la verdad se entiende, no sólo de los Apóstoles (que oían a Cristo), sino también de todos los pobres. En otro caso, S. Pablo, que trabajó más que los otros, no sería del número de ellos. Y, por consiguiente, ha de entenderse también de todos los que siguieron a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por eso el Apóstol dice en 1 Cor 6,3: ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? E Isaías (3,14): El Señor vendrá al juicio con los ancianos de su pueblo y sus príncipes.

Mas algunos se salvarán y serán juzgados, a saber: los que murieron en justicia (o gracia). Aunque murieran en gracia, cayeron en algo en el trato de las cosas temporales; y por eso serán juzgados, pero se salvarán. Mas serán juzgados de todas las acciones, buenas y malas: Camina en las vías de tu corazón… y sábete que por todas estas cosas Dios te llevará a juicio (Ecl 11,9). Todas las cosas que se hacen, sean buenas o malas, las llevará Dios a juicio por cualquier fallo (Eclo 12,14). (Juzgará) también de las palabras ociosas: De toda palabra ociosa que hablaren los hombres darán razón en el día del juicio (Mt 12,36). (Y) de los pensamientos: Habrá interrogatorio de los pensamientos del impío (Sab 1,9). Y así queda clara la forma del juicio.

B) Aquel juicio es de temer por cuatro cosas.

Primero, por la sabiduría del juez. Pues conoce todo: los pensamientos, las palabras y las obras, porque todas las cosas están desnudas y patentes a sus ojos, como se dice en Heb 4,13; y en Prov 16,2: Todos los caminos del hombre están patentes a sus ojos. El también conoce nuestras palabras: Oído celoso todo lo oye (Sab 1,10). E igualmente nuestros pensamientos: Maligno es el corazón del hombre: ¿quién lo conocerá? Yo el Señor, que escudriño el corazón y pruebo los riñones, que doy a cada uno según su camino (o conducta) y según el fruto de sus artes (Jer 17,9).

Allí habrá testigos infalibles; a saber, las propias conciencias de los hombres. El Apóstol dice en Rom 2,15-16: Dando testimonio sus propias conciencias y acusándose entre sí o defendiéndose el día en que juzgará Dios las cosas ocultas de los hombres.

Segundo, por el poder del juez, porque es omnipotente en sí mismo: He aquí que el Señor Dios vendrá con poder (Is 40,10). Así mismo será omnipotente por los otros, pues toda criatura estará con él (de su lado): Luchará con él contra los insensatos todo el orbe terráqueo (Sab 5,21); y por eso decía Job (10,7): No habiendo nadie que pueda salvar de tu mano; y el Sal 138,8: Si subiera al cielo, allí estás tú; si desciendo al infierno, allí estás presente.

Tercero, por la justicia inflexible del juez. Pues ahora es tiempo de misericordia; pero el tiempo futuro será sólo tiempo de justicia; y por eso ahora es nuestro tiempo; mas entonces será sólo el tiempo de Dios: Cuando tome a mi cargo el tiempo, juzgaré con justicia (Sal 74,3). El celo y el furor del varón no perdonará el día de la venganza, ni se aplacará por las súplicas de nadie, ni recibirá muchos dones por la redención (Prov 6,34).

Cuarto, por la ira del juez. De un modo se aparecerá a los justos, pues es dulce y deleitable: Verán al Rey en su decoro (Is 33,17); y de otro, a los malos, como airado y cruel, de tal modo que dirán a los montes: Caed sobre nosotros y ocultadnos de la ira del Cordero, como se dice en Ap 6,16. Mas esta ira no significa en Dios conmoción del ánimo, sino el efecto de la ira, a saber, la pena infligida a los pecadores, esto es, eterna. Orígenes dice: ¡Cuán estrechos serán para los pecadores los caminos en el juicio! Arriba estará el juez airado, etc..

C) Finalmente, contra este temor debemos poner cuatro remedios. El primero, las buenas acciones. El Apóstol dice en Rom 13,3: ¿Quieres no temer al poder? Haz el bien y obtendrás alabanza de él.

El segundo es la confesión y la penitencia de los (pecados) cometidos. En lo cual deben (darse) tres cosas; a saber: dolor en el pensamiento, humildad en la confesión y rigor en la satisfacción. Las cuales cosas a la verdad expían la pena eterna.

El tercero es la limosna, que purifica todo: Haceos amigos de la riqueza injusta, para que cuando muráis, os reciban en las eternas moradas (Lc 16,9).

El cuarto es la caridad, esto es, el amor de Dios y del prójimo. La cual ciertamente cubre la multitud de los pecados, como se dice en 1 Pe 4,8 y en Prov 10,12.

ARTÍCULO 8

Creo en el Espíritu Santo

Como hemos dicho, el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, como el «verbo» del hombre es la concepción del entendimiento. Mas a veces el hombre tiene un «verbo» muerto, a saber, cuando piensa lo que debe hacer, pero no tiene la voluntad de hacerlo; como cuando uno cree y no obra y (entonces) su fe se dice muerta, como se dice en Sant 2,7. Mas el Verbo de Dios es vivo: Viva es la palabra de Dios (Heb 4,12); y por ello es necesario que Dios tenga en sí voluntad y amor. Por donde dice S. Agustín en el libro De Trinitate: El verbo, que intentamos insinuar, es una noticia con amor. Pues como el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así el amor de Dios es el Espíritu Santo. Y por eso, entonces el hombre tiene al Espíritu Santo, cuando ama a Dios. El Apóstol dice en Rom 5,5: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. Mas hubo algunos que, pensando mal del Espíritu Santo, dijeron que era una criatura y que era menor que el Padre y el Hijo; y que era siervo y ministro de Dios. Y por ello los Santos (Padres) para rechazar estos errores añadieron en el Símbolo (Niceno) cinco palabras sobre el Espíritu Santo.

La primera es que, aunque haya otros espíritus, a saber, los ángeles, sin embargo son ministros de Dios, según aquello del Apóstol en Heb 1,14: Todos (ellos) son espíritus servidores; mas el Espíritu Santo es Señor: Dios es Espíritu (Jn 4,24); y el Apóstol en la 2 Cor 3,17 dice: Mas el Señor es Espíritu. Y por ello donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad, como se dice en la 2 Cor 3,17. La razón de ello es que hace amar a Dios y quita el amor del mundo. Por eso se dice: (Creo) en el Espíritu Santo, Señor.

La segunda es que, puesto que la vida del alma está en su unión con Dios, siendo Dios la vida del alma, como el alma la vida del cuerpo, el Espíritu Santo une a Dios por el amor, porque él es el amor de Dios y por eso vivifica: El Espíritu es el que vivifica (Jn 6,64). De ahí que se diga: Y vivificante.

La tercera es que el Espíritu Santo es de la misma sustancia que el Padre y el Hijo. Porque como el Hijo es el Verbo del Padre, así el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo; y por eso procede de uno y otro. Y como el Verbo de Dios es de la misma sustancia del Padre, así también (lo es) el Amor del Padre y del Hijo. Y por eso se dice: Que procede del Padre y del Hijo. Por donde es evidente que no es criatura.

La cuarta es ser igual al Padre y al Hijo en cuanto al culto: los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). (Y en) Mt 28,19: Enseñad a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y por eso se dice: Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.

Quinta. Y se manifiesta que es igual a Dios, porque los santos profetas hablaron por Dios. Mas es claro que si el Espíritu Santo no fuese Dios, no se diría que los profetas hablaron por él. Mas S. Pedro (2 Pe 1,21) dice: Inspirados por el Espíritu Santo hablaron los santos hombres de Dios. E Isaías: Me envió el Señor Dios y su Espíritu (48,6). Por donde aquí se dice: Que habló por los Profetas.

Con esto quedan refutados dos errores: a saber, el error de los maniqueos, que dijeron que el A.Testamento no provenía de Dios; lo cual es falso, porque el Espíritu Santo habló por los Profetas. E igualmente el error de Priscila y de Montano, quienes dijeron que los Profetas no hablaron por el Espíritu Santo, sino como locos.

Mas del Espíritu Santo nos vienen muchos frutos.

El primero que nos purifica de los pecados. La razón es que quien construye es el que repara. Mas el alma es creada por el Espíritu Santo, porque Dios hace todo por él. Pues Dios amando su bondad causa todo: Amas todas las cosas que hiciste y no has odiado nada de lo que hiciste (Sab 11,25). Dionisio, en el c.4 De divinis nominibus, dice: El amor divino no le permite ser estéril. El amor divino no le permitió quedar sin ruto. Conviene, pues, que los corazones de los hombres, devastados por el pecado, sean reparados por el Espíritu Santo: Envía tu Espíritu y serán creados y renovarás la faz de la tierra. Y no es extraño que el Espíritu Santo purifique, porque todos los pecados se remiten por el amor: Se le han perdonado muchos pecados, pues ha amado mucho (Lc 7,47) y Prov 10,12 dice: El amor cubre muchos delitos; e igualmente la 1 Pe 4,8: La caridad cubre multitud de pecados.

Segundo, ilumina el entendimiento, porque todo lo que conocemos lo conocemos por el Espíritu Santo: El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os recordará todo cuanto yo os haya dicho (Jn 14,26). E igualmente en la 1 Jn 2,27: Su unción os enseñará todo.

Tercero, ayuda y en cierto modo obliga a guardar los mandamientos. Pues ninguno podría guardar los mandamientos de Dios si no amase a Dios: Si alguno me ama, guardará mi mandamiento (Jn 14,23). Mas el Espíritu Santo hace amar a Dios y por consiguiente ayuda: Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros; quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne y pondré mi espíritu en medio de vosotros; y haré que caminéis en mis preceptos y que guardéis y obréis (según) mis preceptos (Ez 36,26).

Cuarto, confirma en la esperanza de la vida eterna, porque es prenda de aquella heredad. Dice el Apóstol en Ef 1,13-14: Habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra heredad. Pues es como las arras de la vida eterna. La razón de ello es que al hombre se le debe la vida eterna en cuanto es hijo de Dios; y esto ocurre porque se hace semejante a Cristo. Mas uno se asemeja a Cristo por tener el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo. En Rom 8,15-16 dice el Apóstol: Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud de nuevo en el temor; sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en el que clamamos Abba, Padre. Pues el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y en Gál 4,6: Porque sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abba, Padre.

Quinto, aconseja en las dudas y nos enseña cuál sea la voluntad de Dios: El que tiene oídos que oiga qué dice el Espíritu a las iglesias (Ap 2,7); e Is 1,4: Que le oigan como al maestro.

ARTÍCULO 9

La santa Iglesia católica

Así como vemos que en el hombre hay un alma y un cuerpo y sin embargo tiene diversos miembros, así también la Iglesia católica es un cuerpo y tiene diversos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo. Por eso, después (de profesar) la fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica.

Respecto de lo cual ha de saberse que «Iglesia» es lo mismo que «congregación». Por donde (decir) «santa Iglesia» es lo mismo que decir congregación de los fieles; y cada uno de los cristianos es como un miembro de la misma Iglesia, de la cual se dice en Eclo (51,31): Acercaos a mí los ignorantes y congregaos en la casa de la instrucción. Esta santa Iglesia tiene cuatro condiciones (o notas); pues es una, santa, católica, esto es, universal, es fuerte y firme.

A) En cuanto a lo primero es de saber que, aunque herejes diversos hayan inventado herejías diversas, (éstos) no pertenecen a la Iglesia, pues están divididos en facciones: mas la Iglesia es una: Una es mi paloma, mi perfecta (Cant 6,8).

La unidad de la Iglesia resulta de tres cosas.

Primera, de la unidad de la fe. Pues todos los cristianos que son del cuerpo de la Iglesia creen lo mismo: Que digáis todos lo mismo, y no haya cismas entre vosotros (1 Cor 1,10); y Ef 4,5 dice: Un solo Dios, una sola e, un solo bautismo. Segunda, de la unidad de la esperanza, porque todos están corroborados en una sola esperanza de llegar a la vida eterna; por eso dice el Apóstol en Ef 4,4: Un solo cuerpo y un solo espíritu, así como habéis sido llamados en una esperanza de vuestra vocación.

Tercera, de la unidad de la caridad, porque todos están unidos en el amor de Dios y, entre sí, en el amor mutuo: Yo les he dado la gloria que tú me diste para que sean uno como nosotros somos uno (Jn 17,22). Se manifiesta este amor, si es verdadero, cuando los miembros son solícitos unos por otros y cuando se compadecen unos de otros. Crezcamos en la caridad a través de todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo; desde el cual crece todo el cuerpo en su edificación por la caridad, (como) un cuerpo compacto a través de todas las articulaciones y suministros según la capacidad de cada miembro; porque cada uno debe servir al prójimo con la gracia que Dios le ha concedido. Por donde ninguno debe despreciar, ni sufrir ser rechazado y expulsado de esta Iglesia. Porque no hay más que una Iglesia en la que se puedan salvar los hombres, como tampoco nadie se pudo salvar fuera del arca de Noé.

B) Respecto de lo segundo es de saber que hay otra congregación; pero de los malvados: Odié la iglesia de los malignos (Sal 25,5). Mas ésta es mala, mientras la Iglesia de Cristo es santa. Dice el Apóstol en 1 Cor 3,17: El templo de Dios es santo; y ése sois vosotros. De ahí que se diga: (Creo) en la santa Iglesia.

Mas los fieles de esta congregación se santifican por tres (¡ cuatro!) motivos:

Primero, porque como cuando se consagra una iglesia se lava materialmente, así también los fieles han sido lavados con la sangre de Cristo: Nos amó y nos libró de nuestros pecados con su sangre (Ap 1,5); y Heb 13,12: Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta.

Segundo, por la unción. Porque así como se unge la Iglesia, también son ungidos los fieles con una unción espiritual, para santificarlos. En otro caso no serían cristianos, pues Cristo es (lo mismo que) ungido. Y esta unción es la gracia del Espíritu Santo: El cual es Dios, que nos ungió (2 Cor 1,21); y la 1 Cor 1,21 dice: Habéis sido santificados en el nombre de N. Señor Jesucristo.

Tercero, por la inhabitación de la Trinidad, pues dondequiera que Dios habita, ese lugar es santo, por donde se dice en Gén 28,16: Verdaderamente es santo este lugar; y en el Sal 92,5: A tu casa, Señor, conviene la santidad.

Cuarto, por la invocación de Dios: Mas Tú, Señor, estás en nosotros y tu nombre ha sido invocado sobre nosotros (Jer 14,9). Hay, pues, que tener cuidado no sea que, después de una tal santificación, manchemos por el pecado nuestra alma, que es templo de Dios. Dice el Apóstol en 1 Cor 3,17: Si alguien violare el templo de Dios, le destruirá Dios a él.

C) En cuanto a lo tercero, es de saber que la Iglesia es católica, esto es, universal:

Primero, en cuanto al lugar, pues está difundida por todo el mundo, contra los Donatistas: Vuestra fe se anuncia en todo el mundo (Rom 1,8); y en Mc 16,15: Id por el mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Por donde, (si) Dios era conocido sólo en Judea, ahora lo es por todo el mundo.

Esta Iglesia tiene tres partes. Una está en la tierra, otra en el cielo y la tercera en el purgatorio.

Segundo, es universal en cuanto a la condición de los hombres, porque ninguno es excluido: ni señor, ni siervo, ni varón ni mujer: (En Cristo) no hay varón ni mujer (Gál 3,28).

Es universal en cuanto al tiempo. Algunos dijeron que la Iglesia debe durar hasta un cierto tiempo. Pero esto es falso, pues esta Iglesia empezó desde el tiempo de Abel y durará hasta el fin del mundo. Al final del evangelio de Mateo (28,20) se dice: He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo. Y después del fin del mundo permanecerá en el cielo.

D) En cuanto a lo cuarto es de saber que la Iglesia es firme. Pues una casa se dice firme:

Primero, si tiene buenos cimientos. Mas el cimiento principal de la Iglesia es Cristo: en la 1 Cor 3,11 dice el Apóstol: Ninguno puede poner otro fundamento que el que ha sido puesto, el cual es Cristo Jesús. Fundamento secundario son los Apóstoles y su doctrina. Y por eso (también) es firme. Por donde en el Ap 21,14 se dice que la ciudad tenía doce cimientos y en ellos estaban escritos los nombres de los doce Apóstoles. De ahí que se diga apostólica. De ahí también el que para significar la firmeza de esta Iglesia se haya dicho que S. Pedro es el vértice.

Segundo, se manifiesta la firmeza de una casa si, sacudida, no puede ser destruida. Mas la Iglesia nunca pudo ser destruida: ni por los perseguidores, más aún, durante las persecuciones creció más, y quienes la perseguían y a los que ella perseguía, terminaron: Quien cayere sobre esta piedra, será hecho añicos; y sobre el que ella cayere, lo triturará (Mt 21,44); ni por los errores, más aún, cuantos más errores surgieron, más se manifestó la verdad: Hombres de mente corrompida, réprobos en cuanto a la fe; pero no prosperarán en adelante (2 Tim 3,8); ni por las tentaciones de los demonios, pues la Iglesia es como una torre (o castillo) en la que se refugia quienquiera que lucha contra el diablo: Torre fortísima el nombre del Señor (Prov 18,10). Y por ello el diablo se empeña principalmente en su destrucción; pero no prevalece, pues el Señor dijo: Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18), como si dijera: «lucharán contra ti; pero no prevalecerán».

De ahí resulta que sola la Iglesia de Pedro (en cuya porción entró toda Italia, cuando los discípulos fueron enviados a predicar) siempre estuvo firme en la fe; y, mientras en otras regiones o no hay fe o está mezclada con muchos errores, sin embargo la Iglesia de Pedro está vigorosa en la fe y se halla limpia de errores. Y no es de extrañar, pues el Señor dijo a Pedro: Yo rogué por ti, Pedro, para que no falle tu fe (Lc 22,32).

ARTÍCULO 10

La comunión de los santos, la remisión de los pecados

Como en los cuerpos naturales la acción de un miembro cede en bien de todo el cuerpo, así también en el cuerpo espiritual, esto es: en la Iglesia. Y, puesto que todos los fieles son un cuerpo, el bien de uno se comunica a otro: Cada uno de los miembros es miembro del otro (1 Cor 12,5). Por donde, entre las cosas a creer que transmitieron los Apóstoles está ésta: que hay una comunión de bienes en la Iglesia. Y esto es lo que (se profesa) cuando se dice: la comunión de los santos.

Entre los miembros de la Iglesia el principal es Cristo, porque es su Cabeza: A él le dio –el Padre– como Cabeza sobre toda la Iglesia, que es su Cuerpo (Ef 1,22-23). El bien, pues, de Cristo se comunica a todos los cristianos, como la virtud de la cabeza a todos los miembros (del cuerpo). Y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia, en los que obra la virtud de la pasión de Cristo, que actúa para conferir la gracia en remisión de los pecados.

Estos sacramentos de la Iglesia son siete.

El primero es el bautismo, que es una cierta regeneración espiritual. Así como no puede darse una vida corporal si el hombre no nace corporalmente, así tampoco la vida espiritual o de la gracia puede darse a no ser que el hombre renazca espiritualmente. Pues esta generación se verifica por el bautismo: Si uno no renace por el agua y el Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5).

Y es de saber que, como el hombre no nace más que una vez, así sólo se bautiza una vez: por donde los Santos (Padres) añadieron (en el Credo): Confieso que hay un solo bautismo.

Tal es la virtud del bautismo que purifica de todos los pecados tanto en cuanto a la culpa como en cuanto a la pena. De ahí que a los bautizados no se les imponga ninguna penitencia por más pecadores que fuesen (antes); y si muriesen enseguida después del bautismo, volarían inmediatamente a la vida eterna. De ahí también que, aunque por oficio sólo bauticen los sacerdotes, sin embargo en caso de necesidad es lícito que bautice cualquiera, guardada sin embargo la forma del bautismo, que es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Mas este sacramento recibe su virtud de la pasión de Cristo: Todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte hemos sido bautizados (Rom 6,5). De ahí que, como Cristo estuvo tres días en el sepulcro, se haga una inmersión triple en el agua.

El segundo sacramento es la confirmación. Pues así como aquellos que nacen corporalmente necesitan fuerzas para obrar, así los renacidos espiritualmente necesitan la fortaleza del Espíritu Santo. Por donde los Apóstoles, para ser fuertes, después de la ascensión recibieron el Espíritu Santo: Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la virtud de lo alto (Lc 24,49).

Este fortalecimiento se confiere en el sacramento de la confirmación. Y por eso aquellos que están al cuidado de los niños, deben ser muy solícitos en que se confirmen, porque en la confirmación se confiere una gracia grande. Y si muriese, el confirmado tiene mayor gloria que el no confirmado, porque tuvo aquí más gracia.

El tercer sacramento es la eucaristía. Así como en la vida corporal, después que el hombre ha nacido y se ha fortalecido, necesita el alimento para conservarse y sustentarse; así también en la vida espiritual: después de ser robustecido, necesita el alimento espiritual, que es el cuerpo de Cristo: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,54). Y por eso, según la disciplina dela Iglesia, todo cristiano debe recibir el cuerpo de Cristo una vez al año, digna y limpiamente, pues, como se dice en la 1 Cor 11,29: Quien lo recibe y come indignamente, a saber, con conciencia de pecado mortal, del que no se ha confesado, o no propone abstenerse, come y bebe su propia condenación.

El cuarto sacramento es la penitencia. Acontece, pues, en la vida corporal a veces que uno enferma y, si no tiene una medicina, muere. Así también en la vida espiritual enferma uno por el pecado; por donde es necesaria la medicina para recobrar la salud. Y tal es la gracia que se confiere en el sacramento de la penitencia: Él perdona todas tus maldades; él sana todas tus enfermedades (Sal 102,3).

Mas en la penitencia debe haber tres cosas: la contrición, que es dolor del pecado con propósito de no cometerlo más; la confesión de los pecados íntegramente; y la satisfacción, que es por las buenas obras.

El quinto sacramento es la extremaunción. En esta vida hay muchos impedimentos por los que el hombre no puede conseguir perfectamente la purificación de los pecados. Y, puesto que nadie puede entrar en la vida eterna a no ser que esté bien purificado, fue necesario otro sacramento por el cual el hombre se purificase de los pecados, se liberara de la debilidad y se preparara para entrar en el reino celeste. Y este sacramento es el de la extremaunción. Pero el que no siempre cure corporalmente es porque acaso no conviene para la salud del alma: ¿Enferma alguien entre vosotros? Mande venir a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo y el Señor le aliviará y, si está en pecado, se le perdonará (Sant 5,14-15).

Así, pues, queda claro que por los cinco sacramentos susodichos se logra la perfección de la vida cristiana. Mas como es necesario que dichos sacramentos sean conferidos por ministros determinados, de ahí que fuera necesario el sacramento del orden, por cuyo ministerio se dispensan esos sacramentos. Ni se debe atender a su vida, si a veces se desvían al mal, sino a la virtud de Cristo, por la que los mismos sacramentos tienen su eficacia, y de los que ellos son los dispensadores. En la 1 Cor 4,1 dice el Apóstol: Que así nos considere el hombre: como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Éste es el sexto sacramento: el del orden.

El séptimo sacramento es el matrimonio, en el cual, si (los cónyuges) viven limpiamente, se salvan y pueden vivir sin pecado mortal. A veces los casados se desvían a los veniales, cuando su concupiscencia no se dirige fuera de los bienes del matrimonio, mas si se sale fuera, entonces degenera en pecado mortal.

Por estos siete sacramentos conseguimos la remisión de los pecados. Y por eso se añade inmediatamente: la remisión de los pecados.

Para esto también se concedió a los Apóstoles el remitir los pecados. Y por ello ha de creerse que los ministros de la Iglesia, a quienes se ha derivado de los Apóstoles esta potestad, y a los Apóstoles por Cristo, tienen el poder de «atar» y «desatar»; y que en la Iglesia haya la potestad plena de perdonar los pecados, pero por grados; a saber: del Papa a los otros prelados.

Es de saber también que no sólo se nos comunica la virtud de la pasión de Cristo, sino también el mérito de su vida. Y cuanto de bueno hicieron todos los santos, se comunica por la caridad a los que (ahora) viven, porque todos son uno: Yo soy partícipe de todos los que te temen (Sal 118,63). De ahí resulta que quien vive en caridad es partícipe de todo el bien que se hace en el mundo entero; si bien, sin embargo, lo es más especialmente aquel por quien se hace una obra buena. Pues uno puede satisfacer por otro, como se ve por los beneficios, a los que muchas confraternidades admiten a algunos.

Así, pues, por esta comunión obtenemos dos cosas: la una, que los méritos de Cristo se comunican a todos; y la otra, que el bien de uno se comunica al otro. Por donde los excomulgados, por el hecho de estar fuera de la Iglesia, pierden la participación de todos los bienes que se hacen, lo cual es un daño mayor que el daño de cualquier cosa temporal. Además hay otro peligro: que, como se sabe, por estos sufragios se impide al diablo que nos pueda tentar; por donde cuando uno es excluido de estos sufragios, el diablo le vence más fácilmente. De ahí el que en la Iglesia primitiva, cuando alguien era excomulgado, el diablo inmediatamente le atormentaba corporalmente.

ARTÍCULO 11

La resurrección de la carne

El Espíritu Santo no sólo santifica a la Iglesia en cuanto al alma, sino que nuestros cuerpos resucitarán por su virtud. Rom 4,24 dice: El que resucitó a Jesucristo, Nuestro Señor, de entre los muertos; y en la 1 Cor 15,21: Pues a la verdad por un hombre (vino) la muerte; y por un hombre (viene) la resurrección de los muertos. Y por eso creemos según nuestra fe en la futura resurrección de los muertos.

Acerca de la cual (se nos) ocurre considerar cuatro cosas. La primera es la utilidad, proveniente de la fe en la resurrección; la segunda, la cualidad de los resucitados, en lo que afecta a todos en general; la tercera, en cuanto a los buenos; la cuarta, en cuanto a los malos en especial.

A) Acerca de la primera es de saber que la fe y esperanza de la resurrección nos es útil para cuatro objetivos.

1.º Primero, para desechar la tristeza que concebimos por los muertos. Pues es imposible que uno no se duela en la muerte de un ser querido suyo; mas por el hecho de que espera que ha de resucitar se modera mucho el dolor de la muerte: En cuanto a (la suerte de) los muertos, no queremos, hermanos, que (la) ignoréis, a fin de que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza (1 Tes 4,12).

2.º En segundo lugar, quita el temor de la muerte. Pues si uno no esperase otra vida mejor después de la muerte, sin duda la muerte sería muy temible y haría uno cualquier cosa mala (algún disparate) antes que incurrir en la muerte. Mas, como creemos que hay una vida mejor, a la cual llegaremos después de la muerte, es claro que nadie debe temer la muerte ni hacer ninguna cosa mala por temor a la muerte: Para que por la muerte (Cristo) destruyera a aquel que tenía el imperio de la muerte, esto es al diablo; y librase a aquellos que por temor a la muerte estaban durante toda la vida sujetos a la servidumbre (Heb 2,14-15).

3.º En tercer lugar, (nos) vuelve solícitos y aplicados a obrar bien. Pues si la vida del hombre fuese sólo ésta en que estamos, no tendrían los hombres gran preocupación por obrar bien; porque cualquier cosa que hiciesen sería pequeña, siendo así que sus deseos no se orientan (sólo) a un bien concreto según un tiempo limitado, sino con respecto a la eternidad. Mas, como creemos que por lo que hacemos aquí recibiremos bienes eternos en la resurrección, de ahí que nos afanemos por obrar bien. Si sólo esperáramos en Cristo en esta vida, seríamos los hombres más miserables (1 Cor 15,19).

4.º En cuarto lugar, retrae del mal. Pues así como la esperanza del premio incita a obrar bien, así el temor del castigo, que creemos estar reservado para los malos, retrae del mal: E irán los que hicieron el bien a la resurrección de la vida; mas quienes hicieron el mal, a la resurrección de condena (Jn 5,29).

B) Acerca de lo segundo, es de saber que, en cuanto a todos, se puede considerar una condición cuádruple.

La primera es en cuanto a la identidad de los cuerpos de los resucitados, pues el cuerpo que resucitará será el mismo cuerpo actual cuanto a la carne y cuanto a los huesos; aunque algunos hayan dicho que este cuerpo, que ahora se corrompe, no resucitará, lo cual está contra (lo que afirma) el Apóstol, (pues) dice en 1 Cor 15,53: Conviene que este (cuerpo) corruptible se revista de incorrupción; y porque la S. Escritura dice que por el poder de Dios volverá a la vida el mismo cuerpo: De nuevo me veré recubierto de mi piel y veré a Dios en mi carne (Job 19,26).

La segunda condición será en cuanto a la calidad, porque los cuerpos de los resucitados serán de otra calidad que los de ahora; puesto que tanto los cuerpos de los bienaventurados como los de los malos serán incorruptibles, pues los buenos estarán siempre en la gloria y los malos en sus penas: Conviene que este (cuerpo) corruptible se revista de incorrupción y esto mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,53). Y puesto que el cuerpo será incorruptible e inmortal, no se dará el uso de los alimentos ni del sexo: En la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido; sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo (Mt 22,30). Esto es contra los judíos y los sarracenos. No volverá más a su casa (Job 7,10).

La tercera condición es en cuanto a la integridad, pues todos, buenos y malos, resucitarán en toda su integridad, la cual pertenece a la perfección. No habrá allí ciego, cojo o defecto alguno. El Apóstol, en la 1 Cor 15,52 dice: Los muertos resucitarán incorruptos, esto es, impasibles en cuanto a las corrupciones presentes.

La cuarta es en cuanto a la edad, pues todos resucitarán en la edad perfecta; esto es: de treinta y dos o treinta y tres años. La razón es que quienes (al morir) no hubieron llegado a esto, no tienen la edad perfecta; y los ancianos ya la habían perdido. De ahí que a los jóvenes y niños se les añadirá lo que les falta; y a los ancianos por el contrario se les restituirá: Hasta que vayamos todos al encuentro (de Cristo) […] como varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo (Ef 4,23).

C) Respecto de lo tercero es de saber que, en cuanto a los buenos, habrá una gloria especial, porque los santos tendrán los cuerpos glorificados, los cuales poseerán una condición cuádruple:

La primera es la claridad: Resplandecerán los justos como el sol en el Reino de su Padre (Mt 13,43). La segunda es la impasibilidad: Se siembra en vileza, resucitará en gloria (1 Cor 15,15.43) y Ap 21,4: Enjugará Dios toda lágrima de sus ojos; y ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor ni habrá ya dolor, pues las cosas primeras han pasado. La tercera es la agilidad: Resplandecerán los justos y se moverán como chispas en el cañaveral (Sab 3,7). La cuarta es la sutileza: Se siembra un cuerpo animal, surgirá un cuerpo espiritual (1 Cor 15,44): no que sea totalmente espíritu, sino que estará sujeto al espíritu totalmente.

D) Acerca de lo cuarto es de saber que la condición de los condenados será lo contrario a la de los bienaventurados, pues en ellos se dará el castigo eterno, en el cual hay una cuádruple condición mala. Pues sus cuerpos serán oscuros: Faces quemadas, sus rostros (Is 13,8); así mismo pasibles, aunque no se corrompan nunca, pues arderán siempre en el fuego y nunca se consumirán: Su gusano no morirá y su fuego no seextinguirá (Is 66,24). E igualmente serán pesados, pues el alma estará allí como encadenada: Para ligar a los reyes en sus grillos (Sal 149,8). Y así mismo serán en cierto modo carnales tanto el alma como el cuerpo: Se corrompieron los jumentos hasta en su estiércol (J1 1,17).

ARTÍCULO 12

La vida eterna. Amén

De una manera conveniente al fin de todos nuestros deseos se pone fin en el Símbolo a las cosas que tenemos que creer, diciendo: La vida eterna. Amén. Contra lo cual está lo que dicen aquellos que defienden que el alma perece con el cuerpo. Pues si eso fuese verdadero, el hombre sería de la misma condición que los brutos, a los que conviene aquello del Sal 48,21: El hombre, estando en (situación de) honor, no lo entendió: se comparó con los jumentos incipientes y se hizo semejante a ellos. Pues el alma humana se asemeja a Dios en la inmortalidad, mas por parte de la sensibilidad se asemeja a las bestias. Por consiguiente cuando alguien cree que el alma muere con el cuerpo, se aparta de la semejanza de Dios y se compara con las bestias. Contra ellos se dice en Sab 2,22-23: Y no esperaron el premio de la justicia, ni estimaron el honor de las almas santas: porque Dios creó al hombre inmortal, y le hizo a imagen de su semejanza.

En este artículo hay que considerar en primer lugar qué clase de vida sea la vida eterna. Acerca de lo cual es de saber:

a) Que en la vida eterna lo primero es que el hombre se une a Dios. Pues Dios mismo es el premio y fin de nuestros trabajos: Yo soy tu protector y tu gran merced (Gén 15,1). Y esta unión consiste en la visión perfecta: Ahora vemos como por un espejo de adivinar; mas entonces (veremos) cara a cara (1 Cor 13,12).

Así mismo consiste en la alabanza suma: Dice S. Agustín en el (libro) 22 De civitate Dei: Veremos, amaremos y alabaremos; e Is 51,3: Se encontrarán en ella (la Nueva Jerusalén) el gozo y la alegría, la acción de gracias y la voz de la alabanza.

b) (La vida eterna consistirá) igualmente en la saciedad perfecta de los deseos, pues allí cada uno de los bienaventurados tendrá más de lo deseado y esperado. La razón de ello es que nadie puede llenar sus deseos en esta vida, ni ninguna cosa creada sacia los deseos del hombre: sólo Dios los sacia y excede; y por eso no descansa más que en Dios, (como dice) S. Agustín en el (libro) I de las Confesiones: Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.

Y puesto que los santos en la patria (celeste) tendrán a Dios perfectamente, es evidente que se saciarán sus deseos y que la gloria aún los excederá. Y por eso dice el Señor en Mt 25,21: Entra en el gozo de tu Señor. Y S. Agustín: Todo el gozo no entrará en los que se alegran; sino que todos los que se alegran entrarán en el gozo. Y el Sal 16,15: Mesaciaré cuando aparezca tu gloria; y una vez más en el 102,5: Quien llena de bienes tu deseo.

Todo lo que es deleitable se tendrá allí superabundantemente. Si se desean deleites, allí será la suma y perfectísima delectación, porque es del sumo bien, esto es, Dios: Entonces rebosarás de delicias en el Omnipotente (Job 22,26); a tu derecha, deleites para siempre (Sal 15,11).

Igualmente si se ambicionan honores, allí será el honor sumo. Los hombres desean sobre todo ser reyes, los laicos; y en cuanto a los clérigos, obispos. Y ambas cosas se darán allí: Nos hiciste reino y sacerdotes para nuestro Dios (Ap 5,10); He aquí cómo son contados entre los hijos de Dios (Sab 5,5).

Igualmente si se apetece la ciencia, allí será perfectísima, pues conoceremos las naturalezas todas de las cosas y toda verdad, y cuanto queramos; y todo lo que queramos lo tendremos con la misma vida eterna: Me vinieron juntamente todos los bienes con ella (Sab 7,11); se les concederá a los justos sus deseos (Prov 10,24).

c) En tercer lugar (la vida eterna) consiste en la seguridad. Pues en este mundo no hay seguridad perfecta, ya que cuanto uno tiene más cosas y sobresale más, tanto más teme y necesita de más cosas. Mas en la vida eterna no hay ninguna tristeza, ningún trabajo, ningún temor: Gozarán de la abundancia, excluido todo temor (Prov 1,33).

d) En cuarto lugar consiste en la sociedad gozosa de todos los bienaventurados, compañía que será sumamente deleitable, porque cada uno poseerá todos los bienes con todos los bienaventurados. Ya que cada uno amará a los demás como a sí mismo y por eso se alegrará del bien de los otros como del suyo propio. Con lo cual ocurrirá que aumentará tanto la alegría y el gozo de uno cuanto es el gozo de todos: Habitar en ti es como la alegría de todos (Sal 86,7). Estas cosas dichas y muchas inefables tendrán los santos en la patria (celeste).

Mas los malos, que estarán en la muerte eterna, no tendrán menos de dolor y castigo que los buenos de gozo y de gloria.

Será grande su pena, en primer lugar, por la separación de Dios y de todos los buenos. Y tal es la pena de daño, la cual corresponde a la aversión (de Dios por el pecado); y esta pena es mayor que la pena del sentido: Al siervo inútil arrojadle a las tinieblas exteriores (Mt 25,30). Pues en esta vida los malos tienen tinieblas interiores, a saber, las del pecado; mas entonces tendrán también (tinieblas) exteriores.

En segundo lugar, por el remordimiento de la conciencia: Te argüiré y te emplazaré contra tu cara (Sal 49,21); gimiendo por la angustia de su espíritu (Sab 5,3). Y sin embargo esta penitencia y gemidos serán inútiles, porque no son por odio al mal, sino por el dolor de la pena (o castigo).

En tercer lugar, por la inmensidad de la pena sensible, como del fuego del infierno que atormentará al alma y al cuerpo, la cual es la más acerba de las penas, como dicen los santos. Y estarán como muriendo siempre sin morir ni haber de morir; por lo cual se dice «muerte eterna», porque así como el moribundo se halla en la mayor amargura de las penas, así también aquellos que están en el infierno: Como ovejas han sido puestos en el infierno: la muerte los devorará (Sal 48,15).

En cuarto lugar, por no tener esperanza ninguna de salvarse. Pues si se les diese esperanza de liberación de las penas, su pena se mitigaría; mas, al sustraérseles toda esperanza, la pena se hace gravísima: Su gusano no morirá y su fuego no se extinguirá (Is 66,24).

Así, pues, está clara la diferencia entre obrar bien y mal: porque las buenas obras conducen a la vida, mas las malas conducen a la muerte. Y por eso los hombres debieran traer estas cosas con frecuencia a la memoria, puesto que por ello se verían incitados al bien y se retraerían del mal. Por donde también señaladamente al final de todos (los artículos) se pone: La vida eterna, para que siempre se grabe más en la memoria. A cuya vida nos lleve N. Señor Jesucristo, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.

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