La crisis actual de la teología, y reflejamente de la Iglesia postconciliar, es de naturaleza metafísica: es el oscurecimiento, si no el rechazo explícito, de la presencia del absoluto en el horizonte de la conciencia del hombre contemporáneo: una crisis que se ha transferido a los teólogos por una “colisión de simpatía”, como diría Kierkegaard. Sin la referencia al absoluto no puede resistir ningún valor; privado de la referencia metafísica, el sujeto mismo no alcanza a constituirse en un centro operativo responsable, y es trastornado por el juego irracional de las pasiones y de las fuerzas de la historia.
Sin un Dios trascendente, creador del mundo y del hombre, no existe ningún yo como núcleo inquebrantable de libertad. Sin el Hombre-Dios, redentor y santificador, inmanente en la historia como verdadero hombre y trascendente en la eternidad como verdadero Dios, según la fórmula calcedonense, no existe ninguna esperanza de salvación. Sin metafísica no existe, pues, teología, no existe un sentido y consistencia de la teología, ya que sin el fundamento absoluto el trabajo teológico se deshace en la precariedad del modo de proceder de las llamadas “ciencias humanas”, en la insignificancia de la impresión, del sentimiento, del juego semántico, del énfasis vacío. Sin el absoluto de la metafísica falta al hombre el fundamento de la pietas, el ánimo se endurece en el orgullo de lo transeúnte y la voluntad se corrompe con la sugestión de los instintos: la revolución como contestación permanente o el suicidio.
El poeta ateo Heinrich Heine, enfermo en París del mal que le llevará a la muerte, anota con melancolía infinita en la apostilla a su Romancero: “Pero ¿existo yo todavía realmente? Mi cuerpo se ha encorvado tanto que lo único que me queda es la voz y mi cama, que me recuerda el resonante sepulcro del mago Merlín, situado en el valle de Brozeliand, en Bretaña, al pie de altas encinas cuyas copas se cimbrean hacia el cielo como altas llamas. ¡Ay de mí!, colega Merlín, te envidio estos altos árboles y su fresco susurro, ya que ninguna hoja verde susurra en mi lecho que es un sepulcro aquí en París, donde continuamente no siento más que el estrépito de carros, martillos, chirridos y cencerradas de piano”[1]. Es la angustia de la falta de significado, el tedio del vacío en la muerte de las últimas gotas del tiempo.
La situación espiritual del hombre, a distancia de un siglo, no ha cambiado, ciertamente; más bien se debe decir que el rompimiento interior, del que Heine ha hecho una dramática descripción, está alcanzando -y precisamente gracias a los progresos de la técnica y a las diabluras del homo faber– a estratos sociales cada vez más amplios. ¿Cuál es entonces la misión de la Iglesia, cuál la tarea de la teología?
La impresión sobre la situación actual -hablo como simple hombre de la calle- es que el absolutismo siempre es algo que puede ser conjurado con rezos tanto en las quejas de desconsuelo como en los cantos triunfales de victoria: siempre es un exceso de abstracción que prescinde del juego sutil de las posibilidades en las que se devana el enigma de la vida. Hasta hace algunos meses, la gestión de la guía en el sagrado campo de la teología había sido arrebatada al Magisterio por algunos aventureros, insatisfechos con los aperturismos constructivos del Concilio: sus aperturismos iconoclastas habían penetrado incluso en las altas esferas de la responsabilidad (conferencias episcopales, centros ecuménicos, universidades y seminarios, editoriales y prensa católica…). Se tenía la impresión de que todo estuviese perdido ya para la ortodoxia tradicional. Pesimismo. Exageración evidente.
Con la publicación ahora de la Declaración sobre la doctrina de la infalibilidad del magisterio de la Iglesia, de 6 de julio de 1973, el equívoco de esa teología de ruptura con la tradición y de revoltijo con la antropología atea y con la moral permisiva se ha acabado: los teólogos vuelven ahora a sus puestos, el episcopado se alinea unánime con el obispo y el magisterio de Roma, las resistencias desaparecen, el barullo en la Iglesia ha terminado. Optimismo. Exageración también ésta.
Demasiado profundas han sido las confusiones sembradas por los progresistas, demasiada la libertad en secuestrar las certezas de la fe, las fórmulas dogmáticas, el ejercicio del magisterio: demasiado vasta es el área del espíritu que han dado a las llamas con la reinterpretación del cristianismo en clave mundana de impugnación sociopolítica y de hedonismo… La Iglesia produce hoy la impresión de esos campos donde se ha cosechado el grano y después se ha incendiado: negruzcas extensiones que exhalan un fuerte olor a quemado… Pero mientras en los campos la operación del fuego puede ser benéfica y fertilizante para las siembras del otoño, en la Iglesia las heridas y las hemorragias del espíritu dejan siempre tras de sí una marca de angustia, un cansancio del alma y una confusión de fondo, una melancolía sutil que insidian la confianza y atenúan la esperanza. Para sobreponerse es necesaria una sacudida fulgurante del espíritu, por lo menos doble respecto de las destrucciones: sobre todo es necesaria una acción de recuperación en todas las esferas de la doctrina y de la disciplina como la que salvó en otras ocasiones a la Iglesia en los conflictos con el pensamiento moderno[2].
Un escritor y pensador católico -el jesuita A. Delp, asesinado por los nazis en la última guerra-, en una admirable conferencia en 1943 sobre “La confianza en la Iglesia”, realizó un análisis realista de la situación, plenamente válido hoy, y que sería llevado adelante en Alemania con penetración por Romano Guardini: ese análisis está en las antípodas de la teología progresista[3]. Pone el quicio precisamente en la fidelidad a la Iglesia.
La confianza de la que intentamos hablar, empieza diciendo Delp, no es esa que simplemente se debe a Dios, ni siquiera esa que se concede al Cristo histórico y glorificado… Es la confianza concreta que se debe a la Iglesia, en la que esas precedentes confianzas están contenidas y clarificadas, es la confianza a esa realidad metafísica y física a la vez que llamamos Iglesia. Y debe ser una confianza real y sobrenatural, como la describe Santo Tomás, en la que confluyen las virtudes teologales de la fides y de la spes, y las virtudes morales de la fortituto y de la magnanimitas[4]. La confianza es descrita existencialmente como una “conducta” (Haltung), una “actitud” (Verfassung), “…en virtud de las cuales el hombre está lleno de la certeza de su propio valor, o sea, mediante el saber del valor de una realidad que es importante, para la vida del hombre y que está a su disposición”[5].
Pero la Iglesia, observa con justeza Delp, no es sólo una institución objetiva que tiene como fin una instrucción, anuncio, magisterio…, sino también una realidad interior del hombre, es decir, su pertenencia subjetiva interior, y es ésta la que hoy está en crisis, una crisis, por tanto, de confianza en la realidad de la Iglesia. Las causas principales de esta crisis son para Delp las siguientes, que me limito a enunciar en orden:
a) Experiencia del tiempo como un tiempo desolado, en el que la persona está privada de valor y dignidad: estamos, por tanto, en las antípodas de la “madurez del mundo” (Mündigkeit der Welt) de Bonhoeffer y de la teología gnóstica contemporánea.
b) El sujeto se convierte en sujeto incapaz de captar el cristianismo, y esto como efecto del humanismo moderno, que a partir del nominalismo ha demolido el orden sobrenatural en su estructura orgánica, eliminando los valores universales del espíritu, tanto en la vida como en la existencia y en la acción (Leben, Existenz, Tat).
De esta situación fundamental deriva, según Delp, un triple resultado, respecto a la religión, al cristianismo y a la Iglesia, los tres fundamentalmente negativos.
El principio: la vida humana está fundamentalmente inspirada en el naturalismo, que estimula los bajos instintos del hombre y le hace hostil a la religión.
La conducta: el espacio vital y los fines de la vida están limitados a tareas terrestres, y toda inspiración a la trascendencia es considerada como un impedimento, toda religión como una huida de los fines de la vida.
La imagen del hombre se convierte de este modo en ambigua: o de resignación como reconocimiento de los límites de objeto a objetos, o bien como heroica y trágica tensión de superación de los limites. Y de este modo la confianza cristiana va de cualquier manera hacia el fondo y el cristianismo pierde todo realce.
Conversión del sujeto en sujeto incapaz de confianza en general. El diagnóstico de Delp signe siendo decididamente explicito: “El hombre que hoy afronta la Iglesia no es únicamente un hombre ciego y que lucha contra los valores cristianos, sino que también con frecuencia es un hombre al que en general falta toda capacidad y posibilidad de una vida íntimamente asegurada, es decir, confiada”[6]. La primera etapa, en el plano teorético, de esta deplorable situación que es la desaparición de la confianza en la capacidad de conocer, y que a continuación se repliega en la acción, se tiene con Kant y con el idealismo. De este modo el hombre es consignado y encerrado en la experiencia inmanente del mundo, es decir, en la experiencia de la propia derrota, de la insuficiencia e inseguridad. De aquí la invencible nulidad de la existencia; de esta manera el hombre cae en una angustia cósmica que se expande en su interior y le hace incapaz de todo auténtico consuelo, ciego respecto al mensaje cristiano.
En este momento el heroico jesuita acorta los tiempos y habla sin más de la “desaparición de la autoconciencia cristiana” (Schwund des christlichen Selbstbewusstseins): nosotros no tenemos ya la fuerza de la fe de nuestros abuelos… La fuerza saludable y fortalecedora de la realidad específicamente cristiana no produce sus efectos, puesto que no la poseemos: de aquí el cómodo refugiarse en el ghetto[7] de un fácil y cómodo conservadurismo.
Delp pasa a continuación a mostrar el “triple ministerio de la Iglesia en medio de la crisis de confianza” con la siguiente declaración de principio: “No tenemos en la lucha con el protestantismo, desde el punto de vista teorético, la capacidad de salubridad, verdad y auténtica defensa de las fuerzas humanas fundamentales en el Tridentino. Nosotros no hemos llevado adelante una lucha similar, desde el punto de vista filosófico, contra Kant y sus escuelas[8]: es en esta línea donde la Iglesia, y dentro de ella el cristiano, juega sus cartas para la salvación del mundo, para impulsar al mensaje cristiano fuera de su concha histórica buscando la salvación del hombre de hoy. A esto deben tender sobre todo los responsables del magisterio, a los que por ello es necesario un poco del semblante de los antiguos caballeros. Hasta aquí Delp.
Pero ¿qué mensaje, pues, llevará adelante la Iglesia, qué horizonte sondeará la teología para la salvación del hombre moderno? El de la libertad auténtica, radical y constitutiva, del mensaje cristiano. Una exigencia de libertad cristiana radical es la agustiniano-tomista, que remite al yo de frente a Dios y a Cristo salvador. Una apelación a la libertad cristiana es la de Pascal, Kierkegaard, Newman, Dostoievsky, Guardini…, con un conocimiento de la precariedad de la existencia, de la aspiración infinita y abrasadora de arribar al golfo codiciado de la paz tras el río del tiempo: inmanencia ascendente, emergente, que eleva hacia la unión con el Padre que está en los cielos. En la filosofía moderna, por el contrario, se realiza mediante el “frenesí báquico” de la negación (Hegel): de este modo el yo funcional disuelve el yo real, la ciencia con la técnica y la política con la economía están disolviendo la persona como sujeto moral en un mundo sin sentido, que se ha convertido en un nido de víboras, un flamear -para cada uno, para la sociedad, para los estados- de tensiones y conflictos inextricables. De esta manera la inmanencia vacía de la conciencia se invierte completamente en la trascendencia vacía que es el ser corno referencia al mundo, esto es, en el ser en el mundo, propio tanto de Marx como de Heidegger y Sartre, de Marcuse y Bloch…
Esto explica quizá también la creciente irrupción de la carencia de sentido de la muerte en la conciencia moderna y su corrosiva extensión en la vida contemporánea: no de la muerte, que es la despedida de las personas queridas y el crecer de la esperanza, sino de la muerte que es el casamiento trágico con la nada, de la que la falta de significado del tiempo es la matriz y el vacío del alma el huésped invasor.
Georg Büchner, hermano del filósofo ateo y materealista Ludwig, en el drama La muerte de Danton, en la escena en la Conciergerie, anticipó esta lúcida experiencia de la nada que caracteriza a gran parte de la conciencia contemporánea.
Philippeau.-Entonces, ¿qué quieres?
Daton.- ¡Paz!
Philippeau.-Esa está en Dios.
Danton.- En la Nada. ¿Hay algo más tranquilo en lo que te puedas hundir que en la Nada? ¿Y si Dios es la suprema paz, no es Dios la Nada? Pero yo soy ateo. ¡Ese maldito principio!: ¡nada puede volver a la nada! Pero yo soy algo, ¡ésta es la desgracia! La creación se ha dilatado de tal forma que no hay nada de vacío y todo es una ebullición. La Nada se ha suicidado, la creación es su herida, nosotros somos sus gotas de sangre, el mundo es un sepulcro en el que ella (la Nada) se pudre. Parece una locura, y es la pura verdad.
Camilla.-El mundo es el judío errante, la Nada es la muerte; pero eso es imposible. ¡Oh, no poder morir, no poder morir, como dice una antigua canción!
Danton.- Estamos todos sepultados vivos…, amontonados unos junto a otros, unos sobre otros. En la muerte no existe esperanza alguna. La única diferencia que hay es que la vida para algunos es más sencilla y para otros más compleja, es la putrefacción más organizada. Pero yo me he acostumbrado a esta putrefacción[9] .
La auténtica inmanencia está, por el contrario, en la posesión inalienable de la libertad del yo, que opera este doble movimiento: el de la inmanencia con fundamentación en el absoluto y el de la inmanencia en el creciente conocimiento de que el yo tiene la responsabilidad de sus propias elecciones. Una inmanencia de la que el yo es principio, medio y fin, porque está colocado en el infinito. Una vida, por tanto, de crecimiento del propio ser como fuente inagotable, en el fondo de la cual se entrevé -como el Ivan Iljic de Tolstoy[10]– la aurora de la luz que se busca, la salida a la vida de la nostalgia eterna.
[1] H. Heine, Nachwort zum “Romanzero”; Werke, Insel-Verlag, III, pp. 199 s.
[2] La filosofía de la inmanencia, que tiene por cabeza a Blondel, es otra cosa; Blondel, aunque su tentativa no ha tenido éxito (y él mismo se ha dado cuenta), quería enderezar y fundamentar esa libertad radical de la que justamente siente su exigencia el hombre moderno, que ha abierto y avanza impávido por las vías secretas de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande (sobre este aspecto de la evolución del pensamiento blondeliano, séame permitido remitir a mi ensayo: L’essere e azione nello sviluppo della filosofia di M. Blondel, en el vol. Dall’essere all’esistente, cit. pp. 421 ss.).
[3] A. Delp, Vertrauen zur Kirche, en la obra Christ und Gegenwart, Francfort, s. M., 1949, 1; Zur Erde Entschlossen, pp. 217 s.
[4] S. Th., II, 129, 6.
[5] Delp, cit. p. 218.
[6] Id., p. 223.
[7] ¿Ha tomado de aquí Rahner su célebre slogan? Es obvio que el término tiene en Delp un contexto muy diverso.
[8] Delp, cit. p. 230.
[9] G. Buchner, Dantons Tod, en Werke und Briefe, InselVerlag, Wiesbaden, 1958, 66 ss.
[10] L. Tolstoy, La muerte de Ivan Iljic, en el vol. La tempestad de nieve, Turín s. f. Heidegger cita la narración tolstoyana en una nota a su análisis del fenómeno de la muerte (Sein und Zeit, cit., 51, p. 254, nota).
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Comments 1
Santo Tomás es el faro que alumbra esta época de confusión de la neomodernidad, seguir su teología y filosofia es permanecer en la ortodoxia.