CAPÍTULOS XCV Y XCVI
La inmutabilidad de la providencia divina no excluye la utilidad de la oración
También es preciso tener en cuenta que, así como la inmutabilidad de la divina providencia no impone necesidad a las cosas previstas, así tampoco excluye la utilidad de la oración. Porque la oración no se dirige a Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su providencia, que es cosa imposible, sino porque uno quiere alcanzar de Dios lo que desea.
Porque es conveniente que Dios asienta a los buenos deseos de ala criatura racional, no como si nuestros deseos cambiaran al Dios inmutable, sino porque de su bondad se sigue que realice convenientemente lo deseado. Pues como todas las cosas deseen naturalmente el bien, según se probó (c. 3), y a la excelsa bondad de Dios corresponda el distribuir ordenadamente para todos el ser y el bienestar, es lógico que, según su bondad, cumpla los deseos piadosos que se le exponen mediante la oración.
El que mueve debe llevar hasta e fin a lo movido, puesto que por una misma naturaleza es alguien movido hacia el fin, lo alcanza y en él descansa. Mas todo deseo es un cierto movimiento hacia el bien, el cual no puede hallarse en las cosas sino por Dios, que es bueno por su esencia y es fuente de bondad; porque quien mueve todo, muévelo hacia algo semejante a sí. Por tanto, pertenece a Dios, conforme a su bondad, el reducir al efecto conveniente los convenientes deseos que se exponen mediante la oración.
Cuanto más próximas están las cosas al que mueve, tanto más eficazmente reciben su influencia; pues lo que está más cerca del fuego, más recibe su calor. Es así que las substancias intelectuales están más cerca de Dios que las substancias naturales inanimadas. Luego más eficaz será la impresión de la moción divina en las substancias intelectuales que en las otras substancias naturales. Pero los cuerpos naturales en tanto participan de la moción divina en cuanto reciben de Dios el apetito natural del bien y su complemento, que alcanzan cuando logran sus propios fines. Según esto, más conseguirán las substancias intelectuales el cumplimiento de sus deseos, que exponen mediante la oración.
Es esencial a la amistad que el amante quiera cumplir el deseo del amado, en cuanto quiere su bien y perfección. Por eso se dice que “los amigos tienen un mismo querer”. Pero ya se demostró antes (l. 1, capítulo 75) que Dios ama a su criatura; y tanto más ama a cada una cuanto más participa ella de su bondad, que es lo que primera y principalmente ama Dios (ib., c. 74). Luego Dios quiere cumplir el deseo de la criatura racional, que, entre todas, es la que más participa de su bondad. Mas la voluntad divina da a las cosas su perfección, porque es la causa de todas las cosas, como consta por lo dicho (l. 2, c. 23 ss.). Por tanto, es propio de la bondad divina el cumplir los deseos que la criatura racional le propone mediante la oración.
El bien de la criatura es una derivación de la bondad divina según cierta semejanza. Pero entre los hombres se tiene en gran estima a quienes no se niegan a acceder a las peticiones justas, por lo cual son llamados liberales, clementes, misericordiosos y piadosos los que así proceden. Luego mayormente pertenecerá a la bondad, divina el escuchar los ruegos justos.
Por esto se dice en el salmo: “Hace la voluntad de los que le temen, y escucha sus oraciones, y los salvará”. Y en San Mateo dice el Señor: “Todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y al que llama se le abrirá”.
[CAPÍTULO XCVL]. -Esto no impide, sin embargo, que algunas veces no admita Dios las peticiones de los que oran.
Pues se ha demostrado (cf. c. 95) que Dios cumple los deseos de la criatura racional por la exclusiva razón de que ésta desea el bien. Y a veces sucede que lo que se pide no es un bien verdadero, sino aparente, y en realidad un mal. Por tanto, Dios no puede escuchar semejante oración. De ahí que Santiago diga: “Pedís y no recibís, porque pedís mal”.
También es conveniente, puesto que Dios mueve a desear, que cumpla los deseos, como se manifestó (cf. “El que mueve debe llevar…”). Pero el móvil no es conducido hasta el fin del movimiento si éste no continúa. Así, pues, si el movimiento del deseo no se prolonga por la oración insistente, no hay inconveniente en que la oración no alcance su debido efecto. Por esto dice el Señor en San Lucas: “Es preciso orar siempre y no desfallecer”. Y el Apóstol: “Orad sin interrupción”.
También se ha demostrado (c. 95) que Dios cumple el deseo de la criatura racional cuando ésta se acerca a Él. Mas uno se acerca a Dios por la contemplación, la afección devota y la intención humilde. Según esto, la oración que se dirige a Dios sin estas condiciones no es escuchada por Él. Por eso se dice en el salmo: “Se fijó en la oración de los humildes”. Y en Santiago: “Y pida can fe, sin vacilar en nada”.
Se demostró también que Dios escucha por razón de amistad los deseos de los piadosos (c. 95). Luego quien se aparta de la amistad con Dios no es digno de ser escuchado en su oración. De ahí que se diga en los Proverbios: “La oración de quien desvía el oído para no escuchar la ley es execrable”. Y en Isaías: “Aunque multipliquéis vuestras oraciones, no os escucharé, pues vuestras manos están llenas de sangre”.
En esto se funda el que algunas veces no sea escuchado el amigo de Dios cuando ruega por aquellos que no tienen amistad con Él, según dice Jeremías: “Por eso tú no quieras rogar por este pueblo, ni hagas en su nombre oraciones y alabanzas, ni te interpongas; porque no te escucharé”.
Pero a veces sucede que alguien niega por amistad a su amigo lo que éste le pide, pues sabe que le es nocivo, o que lo contrario le librará mejor, como cuando el médico no accede a la petición del enfermo, porque sabe que no le facilitará la consecución de la salud corporal. Así, pues, habiéndose demostrado ya que Dios cumple, por el amor que tiene a la criatura racional, los desees que ésta le propone mediante la oración, no hay que admirarse porque alguna vez no cumpla la petición de aquellos que principalmente ama: porque obra así para cumplir lo que más conviene a la salvación de quien pide. Por eso, cuando Pablo le pidió por tres veces que le librase del aguijón de la carne, no se lo quitó, pues sabia que le convenía para conservar la humildad, según consta en la segunda a los de Corinto. A propósito dice el Señor a algunos en San Mateo: “No sabéis lo que pedís”. Y en la carta a los Romanos se dice: “Pues no sabemos lo que nos conviene pedir”. Y, en conformidad con esto, dice San Agustín: “Bueno es el Señor, que muchas veces no nos da lo que queremos, para concedernos lo que más queremos”.
Todo lo dicho manifiesta que las oraciones y piadosos deseos son la causa de algunas cosas que hace Dios. Pues ya se expuso que la divina providencia no excluye a las otras causas (c. 77); al contrario, ordénalas para imponer a las cosas el orden por El establecido, y así las causas segundas no se oponen a la providencia, sino que más bien ejecutan sus efectos. Por tanto, las oraciones son eficaces ante el Señor y no derogan el orden inmutable de la divina providencia. Porque el que se conceda una cosa a quien la pide está incluido en el orden de la providencia divina. Luego decir que no debemos orar para conseguir algo de Dios, porque el orden de su providencia es inmutable, equivaldría a decir que no debemos andar para llegar a un lugar o que no debemos comer para nutrirnos, lo cual es absurdo.
Y con lo que llevamos dicho se excluye un doble error acerca de la oración. Dijeron algunos que el fruto de la oración es nulo. Y lo afirmaban quienes negaron totalmente la divina providencia, como los epicúreos, y también quienes substraían las cosas a la providencia divina, como algunos peripatéticos, e incluso quienes opinan que todo cuanto está sometido a la providencia sucede necesariamente, como los estoicos (cf. c. 73, final). Resulta, pues, de todo esto que el fruto de la oración es nulo y, por consiguiente, que todo culto a la divinidad es vano. Error que consta palpablemente en el libro de Malaquías: “Dijisteis vano es quien sirve a Dios. Y )qué provecho hemos sacado por guardar sus preceptos y andar tristes ante el Señor de los ejércitos?”
Otros, por el contrario, decían que mediante las oraciones se puede cambiar la disposición divina, como los egipcios, que afirmaban que el destino se cambiaba con oraciones y con ciertas imágenes, con sahumerios o hechizos.
Y a esto parecen referirse a primera vista ciertas afirmaciones de la Escritura. Pues se dice en Isaías que éste, por orden del Señor, dijo al rey Ezequías: “Esto dice el Señor: Arregla tu casa, porque te morirás y no vivirás”; y que después de la oración de Ezequías habló el Señor a Isaías y le dijo: “Ve y di a Ezequías: Escuché tu oración. He aquí que añadiré quince años a tu vida”. BAdemás, en Jeremías dice el Señor, en persona: “De repente hablaré contra la gente y contra el reino, para arrancarlo de raíz, destruirlo y dispersarlo. Mas, si la gente hiciere penitencia del mal que dije contra ella, también yo me arrepentiré del mal que pensé hacerle”. Y en Joel: “Convertíos al Señor Dios vuestro, porque es benigno y misericordioso. )Quién sabe si Dios no cambiará y perdonará?”
Pero todas estas cosas, entendidas superficialmente, dan lugar a una inconveniencia. Pues resulta, en primer lugar, que la voluntad de Dios es mudable. Además, que a Dios le sobreviene algo temporalmente. Y, por último, que algunas cosas que existen temporalmente en las criaturas son causa de algo que existe en Dios. Todo lo cual es manifiestamente imposible, según consta por lo ya dicho (l. 1, c. 13 ss.).
También son contrarias estas cosas a la autoridad de la Sagrada Escritura, que es el depósito claro e infalible de la verdad. Pues se dice en los Números: “No es Dios como el hombre, capaz de mentir; ni como el hijo del hombre, mudable. Luego dijo, )y no lo hará? Habló, )y no lo cumplirá?” Y en el primero de los Reyes se dice: “Eh Triunfador en Israel no perdonará y no se doblará al arrepentimiento, pues no es un hombre para arrepentirse”. Y en Malaquías: “Yo soy el Señor, y no cambio”.
Pensando diligentemente sobre lo dicho, descubrirá cualquiera que todo error acerca de estas cosas proviene de no considerar la diferencia existente entre el orden -universal y el particular. Pues estando todos los efectos relacionados entre sí porque convienen en una sola causa, es preciso que el orden sea tanto más común cuanto más universal sea la causa. Así, pues, el orden que proviene de la causa universal, que es Dios, ha de abarcar necesariamente todas las cosas. Por tanto, nada impide que cierto orden particular se cambie por la oración o por otra cosa, puesto que, fuera de él, hay algo que lo puede alterar. Y, en vista de esto, no hay que extrañarse de que los egipcios, atribuyendo el orden de las cosas humanas a los cuerpos celestes, sostuvieran que el destino proveniente de los astros pudiese cambiarse mediante oraciones y ritos; pues al margen de los astros, y sobre ellos, está Dios, que puede impedir el efecto que se produciría en las cosas inferiores por influencia de los cuerpos celestes. -Sin embargo, fuera del orden que comprende todas las cosas, nada puede establecerse que pueda subvertir el orden dependiente de la causa universal. Por esto los estoicos, que reducían el orden de las cosas a Dios, como a su causa universal, opinaban que dicho orden no puede cambiarse por nada. Y nuevamente se equivocaban en la consideración del orden universal, al afirmar la inutilidad de la oración, juzgando, al parecer, que las voliciones humanas y sus deseos, de los que proceden las oraciones, no estaban comprendidos en dicho orden. Porque cuando dicen que, recemos o no recemos, se sigue, con todo, el mismo efecto del orden universal en las cosas, excluyen evidentemente de dicho orden los deseos de quienes oran. Pues, si las oraciones se incluyen en el orden universal, así como por otras causas se siguen algunos efectos, también se seguirán por ellas. Y entonces el excluir el efecto de la oración equivaldrá a excluir el efecto de todas las otras causas. Por tanto, si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco restará eficacia a la oración. En consecuencia, las oraciones tienen valor, no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden.
Y no hay inconveniente en que el orden particular de alguna causa inferior se cambie por la eficacia de las oraciones, si lo permite Dios, que está sobre todas las causas, y por eso no está sujeto necesariamente al orden de una causa particular, sino que, al contrario, tiene bajo sí toda necesidad de orden de la causa inferior, como fundador del mismo. Luego cuando en el orden de las causas inferiores establecido por Dios se cambia algo por las oraciones de los fieles, dícese que Dios “se arrepiente” o que “se convierte”, no porque cambie su eterna disposición, sino porque cambia alguno de sus efectos. Por eso dice San Gregorio que “Dios no cambia su juicio, aunque cambie alguna vez la sentencia”, es decir, no la que expresa su eterna disposición, sino aquella sentencia que expresa el orden de las causas inferiores, según el cual, por ejemplo, Ezequías había de morir o tal pueblo había de ser destruido por sus pecados. Y tal cambio de sentencia se llama, en sentido traslaticio, “arrepentimiento divino”, en cuanto que Dios se asemeja al penitente, que cambia lo que hacía. Y de igual modo se dice metafóricamente “que se aíra”, porque, al castigar, hace como quien está airado.
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