CAPÍTULO XXXIV: Del error de Teodoro de Mopsuestia y de Nestorio acerca de la unión del Verbo con el hombre

CAPÍTULO XXXIV

Del error de Teodoro de Mopsuestia y de Nestorio acerca de la unión del Verbo con el hombre

Lo dicho manifiesta que ni faltó a Cristo la naturaleza divina, como creyeron Ebión, Cerinto y Fotino; ni tampoco un verdadero cuerpo humano, según el error de Manés y de Valentín; ni tampoco el alma humana, según afirmaron Arrio y Apolinar. Pues bien, conviniendo en Cristo estas tres substancias, a saber: la divinidad, el alma humana y su verdadero cuerpo humano, queda por averiguar qué se ha de pensar acerca de su unión, según las enseñanzas de la Escritura.

Teodoro de Mopsuestia y su seguidor Nestorio formularon una doctrina acerca de dicha unión. Dijeron, en efecto, que el alma humana y el verdadero cuerpo humano convinieron en Cristo por una unión natural, para constituir un hombre de la misma especie y naturaleza que los demás hombres, y que en tal hombre habitó Dios como en su templo, es decir, por la gracia, lo mismo que en los demás hombres santos. E invocaron a su favor estos testimonios: cuando Cristo dijo a los judíos: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré”, a lo que añade el evangelista, como comentando: “Pero Él hablaba del templo de su cuerpo”; y lo que dice el Apóstol: “Plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud”. De ahí nació, además, cierta unión afectiva entre aquel hombre y Dios, en cuanto que aquel hombre se adhirió con su buena voluntad a Dios y Él lo aceptó, según aquello: “El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado”. Para que se entienda que tal es la unión de aquel hombre con Dios cual es la unión de que habla el Apóstol: “El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él”. Y así como por esta unión los nombres que convienen propiamente a Dios se aplican traslaticiamente a los hombres llamándoles “dioses”, “hijos de Dios”, “señores”, “santos” y “cristos”, según se ve por los diversos lugares de la Escritura, así también los nombres divinos convienen a aquel hombre en razón de la inhabitación de Dios, de suerte que es llamado Dios e Hijo de Dios, y Señor, y Santo, y Cristo. Sin embargo, como en aquel hombre hubo mayor plenitud de gracia que en los demás hombres santos, fue templo de Dios con preferencia a los demás y estuvo más estrechamente unido a Dios por el afecto, y participó por privilegio singular de los nombres divinos. Y en razón de esta excelencia de gracia fue constituido en la participación de la divina dignidad y honor, de suerte que sea “co-adorado” con Dios. Y así, según lo dicho, es preciso que una sea la persona del Verbo de Dios y otra la persona de aquel hombre que es co‑adorado con Dios. Y si se habla de una sola persona de ambos, esto obedecerá a la mencionada unión de afectos; y así se dice de aquel hombre y del Verbo de Dios una persona, como se dice del varón y de la mujer que “ya no son dos, sino una sola carne”. -Y como tal unión no hace que lo que se dice de uno pueda decirse del otro -pues no todo lo que conviene al varón es cierto de la mujer, o viceversa-, de ahí que piensen que en la unión del Verbo con aquel hombre, lo que es propio del hombre, perteneciente a la naturaleza humana, no pueda decirse convenientemente del Verbo de Dios o de Dios; según esto, a aquel hombre le conviene haber nacido de virgen, haber padecido, haber muerto, haber sido sepultado, etc. Todo lo cual –afirman- no debe decirse de Dios o del Verbo de Dios. Mas, como hay ciertos nombres que, aunque convengan principalmente a Dios, se comunican también de algún modo a los hombres, como Cristo, Señor, Santo y también Hijo de Dios, nada impide, según ellos, que dichas cosas se prediquen de tales nombres. Y así se dice convenientemente, según ellos, que Cristo, o el Señor de la gloria, el Santo de los santos, o el Hijo de Dios, nació de virgen, padeció, murió y fue sepultado. Y, en consecuencia, dicen que la bienaventurada Virgen no debe ser llamada Madre de Dios o del Verbo de Dios, sino Madre de Cristo.

Pero, pensando atentamente, se ve que dicha opinión niega la verdad de la encarnación. Pues, según lo dicho, el Verbo de Dios estuvo unido a aquel hombre solamente en cuanto a la inhabitación por la gracia, de la que resulta la unión de voluntades. Pero inhabitar el Verbo de Dios en el hombre no es encarnarse el Verbo de Dios; pues el Verbo de Dios y Dios mismo habitó en todos los santos desde la constitución del mundo, según el dicho del Apóstol: “Vosotros sois templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré en ellos”; y, sin embargo, tal inhabitación no puede llamarse encarnación; de lo contrario, Dios se hubiera encarnado frecuentemente desde el principio del mundo. Ni es tampoco suficiente para que haya encarnación que el Verbo de Dios, o Dios, habite en un hombre con gracia más abundante, “porque lo más y lo menos no diversifican la especie de unión”. Por tanto, como quiera que la religión cristiana se fundamenta en la fe de la encarnación, es evidente que tal opinión destruye su propio fundamento.

Incluso el mismo modo de hablar de las Escrituras evidencia la falsedad de dicha opinión. En efecto, la Escritura acostumbra a significar la inhabitación del Verbo de Dios en los hombres santos por estos modos: “Habló el Señor a Moisés”, “Dijo el Señor a Moisés”, “Llegó la palabra del Señor a Jeremías” (o a cualquiera de los profetas), “Fue la palabra de Yavé por mano de Ageo, profeta”. Pero nunca leemos: El Verbo de Dios “se hizo” Moisés, o Jeremías, o alguno de los otros. Y, sin embargo, el Evangelio designa de este modo singular la unión del Verbo de Dios con la carne de Cristo, diciendo: “El Verbo se hizo carne”, según expusimos antes. Es evidente, pues, según las enseñanzas de las Escrituras, que el Verbo de Dios no estuvo en el hombre Cristo solamente a modo de inhabitación.

Además, todo lo que se convierte en algo es aquello en que se convierte, como lo que se hace hombre es hombre y lo que se hace blanco es blanco. Ahora bien, el Verbo de Dios se hizo hombre, según vimos. Luego es hombre. Pero es imposible que, de dos que difieran en persona, hipóstasis o supuesto, el uno se predique del otro; pues cuando se dice: “El hombre es animal”, el mismo que es animal es hombre: y cuando se dice: “El hombre es blanco”, se quiere significar que el mismo hombre es blanco, aunque la blancura misma no sea esencial a la humanidad. Y así, en modo alguno puede decirse que Sócrates sea Platón, o cualquier otro singular de la misma o de distinta especie. Por tanto, si el Verbo se hizo carne, esto es, hombre, como atestigua el evangelista, es imposible que haya dos personas, o dos hipóstasis, o dos supuestos para el Verbo de Dios y aquel hombre.

Además, los pronombres demostrativos se refieren a la persona, o hipóstasis, o supuesto; pues nadie dirá: “Yo corro”, si es otro el que corre, a no ser quizá en sentido figurado, por ejemplo, cuando otro corre en su lugar. Ahora bien, aquel hombre llamado Jesús dice de sí mismo: “Antes de que Abrahán naciese, era yo”; y “Yo y el Padre somos una sola cosa”; incluso otras muchas afirmaciones que evidentemente pertenecen a la divinidad del Verbo de Dios. Es, por tanto, manifiesto que la persona e hipóstasis de aquel hombre que habla es la misma persona del Hijo de Dios.

Consta también por lo dicho que ni el cuerpo de Cristo bajó del cielo, según el error de Valentín (c. 30), ni tampoco su alma, según el error de Orígenes (c. 33). Resulta, pues, que pertenece al Verbo de Dios el haber descendido no por un movimiento local, sino en razón de su unión a la naturaleza inferior, según dijimos (c. 30). Pero aquel hombre, hablando de su persona, dice que había descendido del cielo: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”. Es preciso, pues, que la persona e hipóstasis de aquel hombre sea la persona del Verbo de Dios.

También es manifiesto que el ascender al cielo pertenece a Cristo hombre, el cual, “viéndole los apóstoles, se elevó”; y descender del cielo conviene al Verbo de Dios. Es así que el Apóstol dice “El mismo que bajó es el que subió”. Luego la persona e hipóstasis de aquel hombre es la misma persona e hipóstasis del Verbo de Dios.

Además, a quien tiene el origen en el mundo y no existió antes que el mundo fuera no le compete “venir al mundo”. Mas el hombre Cristo tiene según la carne un origen mundano, puesto que tuvo verdadero cuerpo humano y terreno, según probamos ya (c. 29 ss.). Y en cuanto al alma, no existió antes de existir en el mundo, pues tuvo verdadera alma humana, de cuya naturaleza es propio no existir antes de unirse al cuerpo. Resulta, pues, que a aquel hombre no le compete, por su humildad, venir al mundo. Y, sin embargo, El mismo dice de sí que ha venido al mundo, al declarar: “Salí del Padre y vine al mundo”. Es evidente, pues, que lo que le conviene al Verbo de Dios se dice con verdad de aquel hombre, puesto que el evangelista San Juan muestra claramente que conviene al Verbo de Dios el haber venido al mundo, cuando dice: “Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos”. Por lo tanto, es preciso que la persona e hipóstasis de aquel hombre que así habla sea la persona e hipóstasis del Verbo de Dios.

También dice el Apóstol: “Entrando en este mundo, dice: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo”. Y sabemos que quien entra en el mundo es el Verbo de Dios. Luego es al mismo Verbo de Dios a quien se prepara un cuerpo, de suerte que sea su propio cuerpo. Mas esto no podría decirse si la hipóstasis del Verbo de Dios no fuera idéntica a la de aquel hombre. Es necesario, pues, que la hipóstasis del Verbo de Dios y la de aquel hombre sea la misma.

Todo cambio o pasión perteneciente a un cuerpo determinado puede atribuirse a aquel cuyo es el cuerpo; pues si el cuerpo de Pedro es herido, flagelado o muere, puede decirse que Pedro es herido, flagelado o que muere. Pero el cuerpo de aquel hombre fue el cuerpo del Verbo de Dios, según dijimos. En consecuencia, toda pasión producida en el cuerpo de aquel hombre puede atribuirse al Verbo de Dios. Luego puede decirse con rectitud que el Verbo de Dios, y Dios, padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, que es lo que ellos negaban.

Dice también el Apóstol: “Convenía que Aquel para quién y por quien son todas las cosas, que se proponía llevar a muchos hijos a la gloria, perfeccionase por las tribulaciones al autor de la salud de ellos”. De donde se colige que aquel para quién y por quien son todas las cosas, y que condujo los hombres a la gloria, y que es autor de la salvación humana, padeció y murió. Pero estas cuatro cosas son singularmente de Dios y a nadie más se atribuyen, pues se dice: “Todo lo ha hecho Yavé en atención a sí”; y San Juan dice del Verbo de Dios: “Todas las cosas fueron hechas por Él”; y en los Salmos: “Da Yavé la gracia y la gloria”; y en otro lugar: “De Yavé viene la salvación de los justos”. Es evidente, pues, que puede decirse con rectitud que “Dios, Verbo de Dios, nació y murió”.

Aunque algún hombre pueda llamarse señor por participar de dominio, sin embargo, ningún hombre ni criatura alguna puede llamarse “Señor de la gloria”, porque solamente Dios posee por naturaleza la gloria de la bienaventuranza futura; y los demás por don gratuito. Por eso se dice en los Salmos: “Es Yavé Sebaot, Él es el Rey de la gloria”. No obstante, el Apóstol dice que el Señor de la gloria ha sido crucificado. Luego puede decirse en verdad que “Dios ha sido crucificado”.

El Verbo de Dios se llama Hijo de Dios por naturaleza, según aparece por lo dicho (c. 11); mas el hombre, en razón de la inhabitación divina, se llama Hijo de Dios por la gracia de adopción. Así, pues, según dicha opinión, hay que considerar en el Señor Jesucristo ambos modos de filiación, pues el Verbo que inhabita es Hijo de Dios por naturaleza, y el hombre inhabitado lo es por la gracia de adopción. En consecuencia, aquel hombre no puede llamarse “propio o unigénito Hijo de Dios”, pero sí y solamente el Verbo de Dios, el cual, por propio nacimiento, fue engendrado singularmente por el Padre. Ahora bien, la Escritura atribuye la pasión y muerte al propio unigénito Hijo de Dios. Pues dice el Apóstol: “No perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros”. Y San Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna”. Y se ve que habla de la entrega a la muerte por lo que precede a estas palabras acerca del Hijo del hombre crucificado, cuando dice: “A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él, etc.” Además, el Apóstol presenta la muerte de Cristo como signo del amor de Dios hacia el mundo, diciendo: “Pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros”. Luego se puede decir con rectitud que “el Verbo de Dios, que es Dios, padeció y murió”.

Si alguien se llama hijo de tal madre, es porque ha tomado de ella el cuerpo, aunque el alma no le venga de la madre, sino del exterior. Mas el cuerpo de aquel hombre fue tomado de la Virgen Madre; y vimos también que el cuerpo de aquel hombre era el cuerpo del Hijo natural de Dios, es decir, del Verbo de Dios. Por lo tanto, se dice convenientemente que la bienaventurada Virgen es madre del Verbo de Dios, y también de Dios, aunque la divinidad no se toma de la madre, pues no es necesario que el hijo tome de la madre todo lo que pertenece a su substancia, sino solamente el cuerpo.

Además, dice el Apóstol: “Envío Dios a su Hijo, hecho de mujer”, por cuyas palabras se muestra cómo ha de entenderse la misión del Hijo de Dios, puesto que se dice enviado en cuanto que es hecho de mujer. Y esto no podría ser verdadero si el Hijo de Dios no hubiese existido antes de ser hecho de mujer, puesto que lo que es enviado a algo necesariamente existe antes de estar en aquello a que se envía. Mas aquel hombre, Hijo adoptivo, según Nestorio, no existió antes de nacer de mujer. Luego el dicho “envió Dios a su Hijo” no puede entenderse del Hijo adoptivo, sino que es preciso entenderlo del Hijo natural, esto es, de Dios, Verbo de Dios. Pero, si uno es hecho de mujer, se llama hijo de mujer. Luego Dios, Verbo de Dios, es hijo de mujer.

Mas quizá diga alguien que la expresión del Apóstol no debe entenderse como si el Hijo de Dios hubiera sido enviado para ser hecho de mujer, sino como si el Hijo de Dios, que fue hecho de mujer y bajo la ley, hubiera sido enviado para redimir “a los que estaban bajo la ley”. Y, según esto, la afirmación “Hijo suyo” no sería preciso entenderla del hijo natural, sino de aquel hombre que es hijo de adopción. Pero tal sentido se rechaza por las mismas palabras del Apóstol. Pues sólo puede eximir de la ley quien está sobre ella, que es el autor de la ley. Ahora bien, la ley fue puesta por Dios. Luego es propio de Dios el eximir de la ley. Y, no obstante, el Apóstol lo atribuye al Hijo de Dios, de quien habla. Por lo tanto, el Hijo de Dios, de quien habla, es el Hijo natural. En consecuencia, es verdad decir que el “Hijo natural de Dios, esto es, Dios, Verbo de Dios, fue hecho de mujer”.

Lo evidencia también el hecho de que en los Salmos se atribuye al mismo Dios la redención del género humano: “Tú me has rescatado, ¡oh Yavé, Dios de verdad!”

La adopción de hijos de Dios se hace por el Espíritu Santo, según el dicho: “Habéis recibido el espíritu de adopción de hijos”. Mas el Espíritu Santo no es un don del hombre, sino de Dios. Luego la adopción de hijos no es causada por el hombre, sino por Dios. Es causada, pues, por el Hijo de Dios, enviado de Dios y hecho de mujer; lo que parece claro por lo que añade el Apóstol: “Para que recibiésemos la adopción de hijos”. En consecuencia, es preciso entender la palabra del Apóstol como dicha del Hijo natural de Dios. Por tanto, Dios, Verbo de Dios, fue hecho de mujer, esto es, de la Virgen Madre.

Dice San Juan: “El Verbo se hizo carne”. Ahora bien, no puede tener carne sino de mujer. Luego el Verbo fue hecho de mujer, esto es, de la Virgen Madre. La Virgen, pues, es madre del Hijo de Dios.

Dice también él Apóstol: “Cristo procede de los patriarcas según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos”. Es así que no procede de los patriarcas sino mediante la Virgen. Luego Dios, que está sobre todas las cosas, procede de la Virgen según la carne. En consecuencia, la Virgen es madre de Dios según la carne.

Y hablando de Cristo Jesús, dice el Apóstol: “Existiendo en la forma de Dios…, se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres”. Por donde se ve claro que si, según Nestorio, dividimos a Cristo en dos, a saber, aquel hombre que es Hijo adoptivo y el Hijo natural de Dios, que es el Verbo de Dios, no puede entenderse esto como dicho de aquel hombre. En efecto, aquel hombre, si fue puro hombre, no existió antes en la forma de Dios, de suerte que se hiciera después semejante a los hombres, sino más bien, por el contrario, siendo hombre, fue hecho partícipe de la divinidad; y esto no es anonadarse, sino ser exaltado. Es preciso, pues, entenderlo del Verbo de Dios, el cual, existiendo desde la eternidad en la forma de Dios, esto es, en la naturaleza de Dios, se anonadó después a sí mismo, hecho semejante a los hombres. Mas esta anonadación no puede entenderse por sólo la inhabitación del Verbo de Dios en el hombre Cristo Jesús. Puesto que el Verbo de Dios habitó mediante la gracia en todos los santos desde el principio del mundo, y, sin embargo, no se dice que se anonadara; porque Dios comunica de tal forma su bondad a das criaturas, que nada pierde, antes bien se engrandece en cierto sentido, en cuanto que su sublimidad se hace patente por la bondad de las criaturas y tanto más cuanto mejores fueren éstas. Luego, si el Verbo de Dios habitó en el hombre Cristo más plenamente que en los demás santos, también la anonadación del Verbo compete a éste menos que a los demás. Es, por tanto, evidente que no se debe entender la unión del Verbo a la naturaleza humana solamente por la inhabitación del Verbo de Dios en aquel hombre, como decía Nestorio, sino en cuanto que el Verbo de Dios se hizo verdaderamente hombre. Pues solamente así tendrá lugar el “anonadamiento”, a saber, de modo que el Verbo de Dios se diga anonadado, no por pérdida de su propia grandeza, sino por asunción de la pequeñez humana; de igual manera que si el alma existiera antes que el cuerpo y se dijera que se hace substancia corpórea, es decir, hombre, no por mutación de su propia naturaleza, sino por asunción de la naturaleza corpórea.

Además, es evidente que el Espíritu Santo habitó en el hombre Cristo, pues se dice que “Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán”. Por lo tanto, si hay que entender la encarnación del Verbo solamente en cuanto que el Hijo de Dios habitó plenísimamente en aquel hombre, habrá que decir necesariamente que también el Espíritu Santo se encarnó. Lo cual es completamente extraño a la doctrina de la fe.

También es evidente que el Verbo de Dios habita en los santos ángeles, los cuales, al participar del Verbo, se llenan de inteligencia, pues dice el Apóstol: “No socorrió a los ángeles, sino a la descendencia de Abrahán”. Se ve, pues, que la asunción de la naturaleza humana por el Verbo no debe considerarse solamente según la inhabitación.

Además, si, según la opinión de Nestorio, se divide a Cristo en dos diferentes según la hipóstasis, esto es, el Verbo de Dios y aquel hombre, es imposible que el Verbo de Dios se llame Cristo. Lo cual se prueba, ya por el modo de hablar de la Escritura, que nunca llama Cristo a Dios o al Verbo de Dios antes de la encarnación; ya también por la misma razón del nombre. Pues se dice “Cristo” como “Ungido”. Y se entiende ungido con “óleo de exaltación”, esto es, “con el Espíritu Santo”, según explica San Pedro. Pero no puede decirse que el Verbo de Dios sea ungido por el Espíritu Santo, porque entonces el Espíritu Santo sería mayor que el Hijo, como el que santifica es mayor que el santificado. Será, pues, preciso que este nombre “Cristo” sólo pueda aplicarse a aquel hombre. Luego lo que dice el Apóstol: “Tened los mismos sentimientos que tuvo Jesús”, hay que referirlo a aquel hombre, puesto que añade: “Pues, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios”. Por lo tanto, es verdad decir que aquel hombre existe en la forma de Dios, esto es, en la naturaleza de Dios, y que es igual a Dios. Y, aunque los hombres se digan “dioses” o “hijos de Dios”, por habitar Dios en ellos, sin embargo, nunca se dice que sean “iguales a Dios”. Es evidente, pues, que Cristo hombre se llama Dios no solamente por la inhabitación.

Aunque el nombre de Dios se aplique a los hombres santos a causa de la inhabitación, no obstante, nunca se predican de alguno de los santos, en razón de dicha inhabitación, las obras que pertenecen sólo a Dios, como crear el cielo y la tierra y otras semejantes. Mas a Cristo hombre se le atribuye la creación de todo, porque leemos: “Considerad al Apóstol y Pontífice de nuestra confesión, Jesús, fiel al que le hizo, como lo fue Moisés en toda su casa”. Lo cual es preciso entenderlo de aquel hombre y no del Verbo de Dios, ya porque probamos que, según la opinión de Nestorio, no puede llamarse Cristo al Verbo de Dios, o ya porque el Verbo de Dios no fue hecho, sino engendrado. Y añade el Apóstol: “Y es tenido por digno de tanta mayor gloria que Moisés, cuanto mayor que la gloria de la casa es la de quien la fabricó”. Luego Cristo hombre fabricó la casa de Dios. Lo que demuestra luego el Apóstol, diciendo: “Pues toda casa es fabricada por alguno, pero el Hacedor de todo es Dios”. Y así prueba el Apóstol que Cristo hombre fabricó la casa de Dios, por ser Dios quien las creó todas. Según esto, se atribuye a aquel hombre la creación de toda obra propia de Dios. Luego Cristo hombre es el mismo Dios en cuanto a la hipóstasis y no solamente en razón a la inhabitación.

También es evidente que Cristo hombre, hablando de sí, se atribuye muchas cosas divinas y sobrenaturales, corno aquello de San Juan: “Yo le resucitaré en el último día”; y “Yo les doy la vida eterna”. Lo cual, ciertamente, sería soberbia suma si aquel hombre que habla no fuese Dios mismo -en cuanto a la hipóstasis-, sino que solamente habitara Dios en él. Pero en Cristo no cabe tal suposición, pues dice de sí mismo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. En consecuencia, la persona de aquel hombre es la misma que la de Dios.

Así como se lee en las Escrituras que aquel hombre fue exaltado, pues se dice: “Exaltado a la diestra de Dios”, etc., así también se lee que Dios se anonadó: “Antes se anonadó”, etc. Luego, así como en razón de la unión pueden predicarse de aquel hombre cosas sublimes, como que es Dios, que resucitó de entre los muertos, etc., así también pueden decirse de Dios cosas humildes, como que nació de la Virgen, que padeció, murió y fue sepultado.

Tanto los nombres corno los pronombres relativos indican un mismo supuesto, pues dice el Apóstol, hablando del Hijo de Dios: “En Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles”. Y después añade: “Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; es el principio, el primogénito de los muertos”. Se ve, pues, que esto que dice: “En Él fueron creadas todas las cosas”, se refiere al Verbo de Dios; y lo que dice: “El primogénito de los muertos”, compete a Cristo hombre. Por lo tanto, el Verbo de Dios y Cristo hombre son un solo supuesto y, por consiguiente, una sola persona; y lo que se diga de aquel hombre debe decirse necesariamente del Verbo de Dios, y viceversa.

Dice también el Apóstol: “Un solo señor Jesucristo, por quien son todas cosas”. Ahora bien, es evidente que Jesús, nombre de aquel hombre, conviene al Verbo de Dios. Por tanto, el Verbo de Dios y aquel hombre son un solo Señor, no dos señores ni dos hijos, como decía Nestorio. Resulta, pues, que la persona del Verbo de Dios y la de aquel hombre es una sola.

Y si alguien estudia esto con diligencia, verá que esta opinión de Nestorio, en lo que se refiere al misterio de la encarnación, difiere poco de la opinión de Fotino. Pues una y otra afirmaban que hay que llamar Dios a aquel hombre solamente por da inhabitación de la gracia. Si bien Fotino decía que aquel hombre mereció el nombre de Dios y la gloria por su pasión y buenas obras, mientras que Nestorio decía que tuvo tal nombre y la gloria desde el principio de su concepción, gracias a que Dios habitaba plenísimamente en Él. Sin embargo, difieren mucho en lo tocante a la generación eterna del Verbo, pues Nestorio la confesaba, mientras que Fotino la negaba en absoluto.

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