CAPÍTULO XXX
Del error de Valentín acerca de la encarnación
Algo muy parecido pensó también Valentín acerca del misterio de la encarnación. Pues dijo que Cristo no tuvo cuerpo terreno, sino uno que bajó del cielo, y que nada recibió de la Virgen Madre, sino que pasó por ella como por un acueducto. Y parece ser que algunas palabras de la Sagrada Escritura le dieron ocasión para errar. Pues se lee: “Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo”… “El que viene de arriba está sobre todos”. Y dice el Señor: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”; y “El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo, celestial”. Todo lo cual quiere entenderlo de modo que se crea que Cristo bajó del cielo también en cuanto al cuerpo.
Mas tanto esta opinión de Valentín, como la ya citada de los maniqueos proceden de un falso principio, a saber: de que todo lo terreno había sido creado por el diablo. Y como “para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo” -como se dice en la primera de San Juan-, no convenía que tomara cuerpo de una criatura del diablo; siendo así que San Pablo dice también: “¿Qué comunidad hay entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial?
Y como las cosas que proceden de la misma raíz producen frutos iguales, esta opinión cayó en el mismo error que la anterior. Porque cada especie tiene sus principios esenciales, a saber, materia y forma, por los cuales queda constituida la razón de especie en las cosas compuestas de materia y forma. Pero así como la carne humana y los huesos, y cosas semejantes, son materia propia del hombre, así también el fuego, el aire, el agua, la tierra y demás semejantes que percibimos por los sentidos son materia de la carne, de los huesos y de las demás partes. Si, pues, el cuerpo de Cristo no fue terreno, no hubo en Él verdadera carne ni verdaderos huesos, sino sólo en apariencia; y así tampoco fue verdadero hombre, sino más bien aparente; y, sin embargo -según anotamos-, dice El mismo: “El espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”.
El cuerpo celeste es, por su naturaleza, incorruptible e inalterable y no puede ser llevado fuera de su lugar. Ahora bien, no convino que el Hijo de Dios rebajara en algo la dignidad de la naturaleza asumida, sino más bien que la exaltara. Por tanto, no trajo al mundo inferior un cuerpo celestial o incorruptible, sino que amas bien hizo incorruptible y celestial al cuerpo asumido, terreno y pasible.
Además, dice el Apóstol, hablando del Hijo de Dios: “Nacido de la descendencia de David según la carne”. Si, pues, el cuerpo de David fue terreno, también lo fue el cuerpo de Cristo.
Dice también el mismo Apóstol que “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”; y San Mateo dice que “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo”. Mas no se diría que había sido hecho o nacido de ella si solamente hubiese pasado por ella como por un canal, sin tomar de ella nada. Luego de ella asumió el cuerpo.
Tampoco podría llamarse a María Madre de Jesús -y así la llama el evangelista- si de ella nada hubiera tomado.
Además, dice el Apóstol: “Quien santifica -es decir, Cristo-, como los santificados -o sea, los fieles de Cristo-, de uno solo vienen. Por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo: Anunciaré tu nombre a mis hermanos”. Y más abajo: “Pues como los hijos participan en la carne y en la sangre, de igual manera Él participó de las mismas”. Pero si Cristo tuvo sólo un cuerpo celeste, es manifiesto, por tenerlo nosotros terreno, que no venimos de uno mismo y, en consecuencia, que no podemos ser llamados hermanos suyos. Y tampoco participaría de la carne y de la sangre, pues es sabido que la carne y la sangre se componen de elementos inferiores y no son de naturaleza celeste. Es, pues, evidente que dicha opinión va contra la enseñanza apostólica.
Y las razones en que se apoyan son claramente vanas. Porque Cristo no descendió del cielo según el cuerpo o el alma, sino según que era Dios. Lo cual puede colegirse de las mismas palabras del Señor. Porque después de decir: “Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo”, añade: “El Hijo del hombre, que está en el cielo”. Con lo cual dio a entender que de tal manera había bajado del cielo, que no dejaba de permanecer en él. Ahora bien, es propio de la divinidad el estar de tal manera en la tierra que llene también los cielos, según aquello: “Yo lleno los cielos y la tierra”. Luego no compete al Hijo de Dios, en cuanto Dios, bajar del cielo según el movimiento local, ya que lo que se mueve localmente llega a un lugar dejando de estar en otro. Se dice, por tanto, que el Hijo de Dios descendió en cuanto que unió a sí la substancia terrena; como dice también el Apóstol que se anonadó, en cuanto que tomó la forma de siervo, sin perder por ello la naturaleza de Dios.
Y, por cuanto hemos dicho, se ve que es falso lo que ellos tienen como raíz de su opinión. Pues probamos en el libro segundo (cc. 41, 15) que las cosas corporales no fueran hechas por el diablo, sino por Dios.
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