CAPÍTULO XXVII: Sobre la encarnación del Verbo, según la tradición de la Sagrada Escritura

CAPÍTULO XXVII

Sobre la encarnación del Verbo, según la tradición de la Sagrada Escritura

Hemos dicho anteriormente (cc. 4, 8), hablando de la generación divina, que al Hijo de Dios, el Señor Jesucristo, le convenían unas cosas según la naturaleza divina y otras según la humana, en la cual se quiso encarnar el Hijo eterno de Dios asumiéndola en el tiempo. Ahora, pues, nos queda por tratar del misterio mismo de la encarnación (cf. c. 1), el cual es, entre todas las obras divinas, el que más excede la capacidad de nuestra razón, pues no puede imaginarse hecho más admirable que este de que el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hiciese hombre verdadero. Y, siendo lo más admirable, se seguirá que todos los demás milagros estarán relacionados con la verdad de este hecho admirabilísimo, porque “lo supremo de cualquier género es causa de lo contenido en él”.

Y confesamos esta admirable encarnación de Dios por enseñárnosla la autoridad divina. Porque dice San Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y el apóstol San Pablo, hablando del Hijo de Dios, dice: “Quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre”.

También muestran suficientemente esto las palabras del mismo Señor Jesucristo, que a veces habla de sí humilde y llanamente; por ejemplo: “El Padre es mayor que yo”; y “Triste está mi alma hasta la muerte”, y son cosas estas que le convienen según la humanidad asumida; por el contrario, otras veces dice de sí cosas sublimes y divinas: “Yo y el Padre somos una sola cosa”; y “Todo cuanto tiene el Padre es mío”, que le competen ciertamente según la naturaleza divina.

Demuestran también esto los hechos que leemos del mismo Señor. Pues que temió, se entristeció, tuvo hambre, murió, pertenece a la naturaleza humana: pero que curó enfermos por su propio poder, resucitó muertos, ejerció un dominio eficaz sobre los elementos del mundo, expulsó a los demonios, perdonó los pecados, resucitó de entre los muertos I cuando quiso y, finalmente, que subió a los cielos, demuestran en El un poder divino.

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