CAPÍTULO XXVI
Si la felicidad consiste en un acto de la voluntad
Como la substancia intelectual alcanza con su operación a Dios, no sólo entendiéndole, sino también deseándole y amándole y deleitándose en Él, mediante un acto de la voluntad, podría parecer a alguien que el último fin y la felicidad última del hombre no consisten en conocer a Dios, sino más bien en amarle o en posesionarse de El mediante algún otro acto de la voluntad.
[Objeciones.] Sobre todo, porque el objeto de la voluntad es el bien, que implica razón de fin; mientras que lo verdadero, que es objeto del entendimiento, sólo tiene razón de fin cuando es bueno. Por eso no parece que el hombre haya de alcanzar su último fin por un acto del entendimiento, sino más bien por un acto de la voluntad.
Además, la perfección última de la operación es la delectación, “que perfecciona a la operación como la hermosura a la juventud”, según dice Aristóteles en el X de los “Éticos”. Si, pues, la operación perfecta es el fin último, mejor parece que el último fin consista en una operación de la voluntad y no en la del entendimiento.
La delectación se nos presenta Como algo que se desea de por sí y no en orden a otra cosa; pues es necio preguntar a uno por qué quiere deleitarse. Tal es la condición del último fin que se busque de por sí. Luego, al parecer, el último fin consiste más bien en una operación de la voluntad que en la operación del entendimiento.
Todos los seres coinciden principalmente en apetecer l último fin, por ser cosa natural. Es así que muchos buscan más la delectación que el conocimiento. Por lo tanto, parece que la delectación es más fin que el conocimiento.
Parece que la voluntad es una potencia superior al entendimiento, porque ella mueve al entendimiento a realizar su acto; pues el entendimiento, cuando uno quiere, considera en acto lo que posee de modo habitual. Luego la acción de la voluntad parece ser más noble que la entendimiento. Según esto, el fin último, que es la bienaventuranza, parece consistir más bien en un acto de la voluntad que en el acto del entendimiento.
[Respuestas.] Pero se demuestra claramente que esto es imposible.
Siendo la bienaventuranza el bien propio de la naturaleza intelectual, es preciso que le convenga en conformidad con lo que es propio de la misma. Y lo propio de la naturaleza intelectual no es el apetito, pues éste se halla en todos los seres, aunque de diversa manera. Sin embargo, dicha diversidad nace de los diversos modos como se encuentran los seres con respecto al conocimiento. Pues los que carecen yen absoluto de conocimiento sólo tienen apetito natural. Los que tienen conocimiento sensitivo tienen apetito sensitivo también que comprende el irascible y el concupiscible. Por el contrario, los que tienen conocimiento intelectivo tienen un apetito proporcionado a él, o sea, la voluntad. Luego la voluntad considerada como apetito, no es lo característico de la naturaleza intelectual; lo es en cuanto que depende del entendimiento. Mas el entendimiento, en sí considerado, es lo propio de la naturaleza intelectual. Por lo tanto, la bienaventuranza o felicidad consiste principal y substancialmente más bien en el acto del entendimiento que en el de la voluntad.
En todas las potencias que son movidas por sus objetos, éstos son naturalmente anteriores a los actos de dichas potencias, como el motor es anterior al moverse de su propio móvil. Es así que la voluntad es una potencia como éstas, pues lo apetecible mueve al apetito. Según esto, el objeto de la voluntad precede naturalmente al acto de la misma. En consecuencia, su primer objeto precederá a todos sus actos. Luego el acto de la voluntad no puede ser lo preferentemente querido. Y esto es precisamente el último fin, que es la bienaventuranza. No es, pues, posible que la bienaventuranza o felicidad sea el acto mismo de la voluntad.
En todas las potencias que pueden volverse sobre sus propios actos, se requiere previamente que el acto de la potencia tienda hacia otro objeto y después vuelva sobre sí mismo. Porque, si el entendimiento entiende que se entiende es preciso afirmar que antes entienda otra cosa y, como consecuencia, se entienda a sí mismo; pues el entender tal, que entiende el entendimiento, es objeto de alguna cosa; y por esto es menester, o que se proceda indefinidamente, o que, si se llega al entendimiento primero, éste no sea el entender tal, sino una cosa inteligible. De la misma manera es preciso que lo preferentemente querido no sea el mismo querer, sino algún otro bien. Sin embargo, lo preferentemente querido de la naturaleza intelectual es la bienaventuranza misma o la felicidad, pues por ella queremos cuanto queremos. Es imposible, pues, que la felicidad consista esencialmente en un acto de la voluntad.
La verdad de la naturaleza de un ser está en proporción con lo que constituye su propia substancia, porque el hombre verdadero se diferencia del pintado precisamente por su constitución substancial. Pero la bienaventuranza verdadera no se diferencia de la falsa según el acto de la voluntad; porque la voluntad se halla de idéntica manera deseando, amando o deleitándose en lo que se le propone como sumo bien, tanto si es verdadero como si es falso; pues el averiguar si lo que se le propone como bien sumo lo es en realidad o no lo es, depende del entendimiento. Según esto, la bienaventuranza o felicidad consiste esencialmente más bien en el acto del entendimiento que en el de la voluntad.
Si un acto cualquiera de la voluntad fuera la felicidad misma, tal acto sería o desear, o amar o deleitarse. Mas es imposible que el desear sea el último fin. Pues el deseo se da cuando la voluntad tiende hacia lo que no tiene todavía, y esto se opone a la razón de último fin. Tampoco el amar puede ser el último fin. Porque el bien se ama no sólo cuando se tiene, sino también cuando no se tiene, ya que el amor es la causa de que se busque con deseo lo que no se tiene; y si el amor de lo que ya se tiene es más perfecto esto es efecto de la posesión del bien amado. Luego una cosa es tener el bien que es fin y otra el amar; lo cual, antes de tener, es imperfecto y después es perfecto. -Igualmente, tampoco la delectación es el último fin. Pues la misma posesión del bien es la causa de la delectación; porque nos deleitarnos, o cuando sentimos el bien que ahora tenemos, o cuando nos acordarnos de haberlo tenido antes, o cuando esperamos tenerlo en el futuro. La delectación no es, pues, el último fin. Por lo tanto, ningún acto de la voluntad puede ser substancialmente la verdadera felicidad.
Si la delectación fuera el último fin, habría que apetecerla de por sí. Pero esto es falso. Porque importa saber qué delectación se apetezca atendiendo a aquello de donde procede; pues la delectación resultante de las operaciones buenas y que se han de apetecer, es buena y debe apetecerse; pero la que resulta de las malas es mala y se ha de huir. Tenemos, pues, que tanto su bondad como el deber de apetecerla dicen referencia a otra cosa. Luego ella no puede ser el último fin, que es la felicidad.
El recto orden de las cosas está en consonancia con el orden de la naturaleza, pues las cosas naturales se ordenan a su fin sin errar. Ahora bien, en las cosas naturales la delectación es por la operación, y no viceversa. Pues vemos que la naturaleza puso la delectación en aquellas operaciones de los animales que están ordenadas claramente a fines necesarios; por ejemplo, en el comer, que se ordena a la conservación del individuo, y en el uso de lo venéreo, que se ordena a la conservación de la especie; porque, si en ello no hubiera delectación, se abstendrían los animales de dichas cosas necesarias. Es, pues, imposible que la delectación sea el último fin.
Parece que la delectación no es otra cosa que el descanso de la voluntad en algún bien conveniente, como el deseo es la inclinación de la voluntad hacia un bien a conseguir. Y así como el hombre se inclina por la voluntad hacia el fin y en él descansa, así también los cuerpos naturales se inclinan naturalmente hacia sus propios fines y descansan una vez los consiguen. Y sería ridículo decir que el fin del movimiento de un cuerpo pesado no es el estar en su propio lugar, sino el cese de la inclinación con que tendía a él. Pues, si lo primero que intentara la naturaleza fuera el cese de la inclinación, no la daría; porque precisamente se la da para que tienda a su propio lugar, y, una vez lo consigue, como si fuera el fin, síguese el cese de la inclinación. Así, pues, el cese no es el fin, sino algo concomitante. Como tampoco lo es la delectación, sino algo concomitante. Con mayor razón ningún acto de la voluntad es la felicidad.
Si el fin de una cosa es algo exterior, se llamará fin último a la operación con que primero lo consiga; por ejemplo, la posesión de la riqueza, y no el amor o deseo de la misma, es el fin para aquellos que la toman como tal. Sin embargo, el fin último de la substancia intelectual es Dios. Por lo tanto aquella operación del hombre con que primero pueda llegar a Él será para el hombre su bienaventuranza o felicidad. Y tal operación es el entender, porque no podemos querer lo que no entendemos. Luego la felicidad última del hombre consiste substancialmente e conocer a Dios por el encendimiento y no por un acto de la voluntad.
Y con lo que llevamos dicho se ve ya la solución a lo que se objetó en contra. Porque no es necesario que la felicidad consista substancialmente en un acto de la voluntad por el hecho de que, implicando la razón de sumo bien, es objeto de la voluntad como adelantaba la primera objeción Antes bien, por ser precisamente e primer objeto, resulta que no puede ser acto de la voluntad, según consta por lo dicho.
Ni tampoco es menester que todo lo que perfecciona a un ser sea su propio fin, como proponía la segunda objeción. Pues una cosa puede ser perfección de otra de dos maneras: primera, como perfección de lo que ya tiene su propia especie; segunda, como perfección para que la alcance. Por ejemplo, cuando la casa ya tiene su propia especie, la perfección será aquello a que se ordena la especie de casa, es decir, la habitación; pues no se haría la casa si no fuera para habitaría; por eso, en la definición de casa se ha de insertar esto, si ha de ser definición perfecta. Ahora bien, la perfección referente a la especie de casa es tanto lo que está ordenado para constituir la especie (como son los principios substanciales) como lo que se ordena a la conservación de la misma, o sea, los apoyos que se hacen para sostener la casa, incluso aquello que sirve para que el uso de la casa sea más conveniente, como es la hermosura de la misma. Luego lo que es perfección del ser, cuando éste tiene ya la especie, es su propio fin: como la habitación es el fin de la casa. Del mismo modo, la propia operación de cualquier ser, que es como su uso, es su propio fin. -Pero lo que son perfecciones del ser en orden a la especie no son su fin; más bien, el ser es el fin de las mismas, pues la materia y la forma son para la constitución de la especie. Porque, aunque la forma sea el fin de la generación, no es, sin embargo, el fin de lo que ya está engendrado y tiene ya su especie; antes bien, la forma se busca con objeto de completar la especie. Igualmente, todo lo que conserva al ser en su especie, como la salud y la fuerza nutritiva, aunque perfeccione al animal, no es su fin; más bien al contrario. Además, todo lo que dispone al ser para las operaciones propias de su especie y para conseguir el fin debido, no es su fin sino más bien al revés; por ejemplo, la belleza del hombre, la robustez del cuerpo, etc., de las cuales dice el Filósofo, en el I de los “Éticos”, que “sirven orgánicamente para la felicidad”. -Ahora bien, la delectación es una perfección de la operación, pero no en el sentido de quo la operación se ordene específicamente a ella, puesto que se ordena a otros fines, tal como el comer se ordena específicamente a la conservación del individuo; sino que es una perfección parecida a la que se ordena a la especie del ser; porque mediante la delectación insistimos con más atención y esmero en la operación con que nos deleitamos. Por eso dice el Filósofo en el X de los “Éticos” que “la delectación perfecciona a la operación como la hermosura a la juventud”; hermosura que es para el joven, y no el joven para ella.
Además, que los hombres quieran la delectación por sí misma y no con otra finalidad, no es señal suficiente de que ella sea el último fin, como deducía la tercera objeción. Pues la delectación, aunque no es el último fin, es no obstante, algo concomitante, puesto que, al alcanzarlo, aparece la delectación.
[A la 4.] Y muchos no buscan más la delectación que hay en el conocer que el conocer tal. Sino que son muchos los que buscan las delectaciones sensibles más que el conocimiento intelectivo y su consiguiente delectación; porque las cosas exteriores son más conocidas para la mayoría ya que el conocimiento humano comienza por los sentidos.
Y lo que propone la quinta objeción, que la voluntad es superior al entendimiento, pues es como su motor, es falso manifiestamente. Pues el entendimiento, primeramente y de por sí, mueve a la voluntad; porque ésta, en cuanto tal, se mueve por su objeto, que es el bien aprehendido. La voluntad, no obstante, mueve al entendimiento de un modo como accidental, o sea, en cuanto que el entender mismo se aprehende como bien, y así es deseado por la voluntad; resultando de ello que el entendimiento entienda actualmente. Mas el entendimiento precede incluso en esto a la voluntad, pues nunca desearía entender la voluntad si antes no aprehendiera el mismo entender como un bien. -A su vez, la voluntad mueve a manera de agente al entendimiento para que obre actualmente, y el entendimiento mueve a la voluntad a modo de fin, porque el bien entendido es el fin de la voluntad; y como el agente en orden a mover es posterior al fin, pues el agente sólo mueve por el fin, resulta en consecuencia que el entendimiento es en absoluto superior a la voluntad; sin embargo, accidentalmente y en un sentido restringido, la voluntad es más que el entendimiento.
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