CAPÍTULO XXIV
Cómo apetecen el bien incluso los seres que carecen de conocimiento
Si el cuerpo celeste se mueve por la substancia intelectual, según hemos demostrado (c. prec.), y el movimiento del cuerpo celeste está ordenado a la generación de los seres inferiores, es necesario que las generaciones y movimientos de éstos procedan de la intención de la substancia intelectual. Porque la intención del agente principal y la del instrumento tienen un mismo término. Y como el cielo es la causa de los movimientos inferiores según su movimiento, con que lo mueve la substancia intelectual síguese que es el instrumento de la substancia intelectual. Luego las formas y movimientos de los cuerpos inferiores son causadas e intentadas por la substancia intelectual, como agente principal y por el cuerpo celeste, como instrumento suyo.
Mas es preciso que en el entendimiento del agente intelectual prexistan les especies de las cosas causadas e intentadas por él, como preexisten las formas de las cosas artificiales en el entendimiento del artífice; y, además que de ellas pasen a los efectos. Según esto, todas las formas y movimientos que existen en las cosas inferiores se derivan de las formas intelectuales que hay en el entendimiento de una substancia o de algunas. Por esto dice Boecio, en el libro “De la Trinidad”, que “las formas que hay en la materia proceden de las que existen sin materia”. Y en este sentido se verifica el dicho de Platón que las formas separadas son los principios de las que existen en la materia aunque él afirmó que eran subsistentes y que causaban inmediatamente las formas de los seres sensibles, nosotros en cambio defendemos que existen en el entendimiento y causan las formas inferiores mediante el movimiento celeste.
Mas, como todo lo que se mueve por otro, no accidental, sino propiamente, es dirigido por él al término de su propio movimiento; y el cuerpo celeste se mueve por la substancia intelectual y causa además con su movimiento todos los de los cuerpos inferiores, es necesario que el cuerpo celeste sea dirigido al término de su propio movimiento por la substancia intelectual y. en consecuencia, dirija también a los inferiores a sus propios fines.
Supuesto esto, no es difícil comprender cómo se mueven y obran por el fin los cuerpos naturales, aunque carezcan de conocimiento. Pues tienden al fin como dirigidos por una substancia inteligente, tal cual la saeta tiende al blanco dirigida por el saetero. Porque, así como la saeta logra la inclinación a un fin determinado por el impulso del saetero, así también los cuerpos naturales logran inclinarse a sus propios fines por sus motores naturales de quienes adquieren sus formas, virtudes y movimientos.
Esto demuestra también que cualquier obra de la naturaleza es efecto de una substancia intelectual, pues el efecto se atribuye principalmente al primer motor, que dirige al fin, y no a los instrumentos dirigidos por él. Por esto vemos que las operaciones de la naturaleza se encaminan ordenadamente al fin, como si fueran operaciones de un sabio.
Luego es claro que los seres carentes de conocimiento pueden obrar por un fin y apetecer el bien con apetito natural y también la divina semejanza, e incluso la propia perfección. Y no hay lugar a diferencias si afirmarnos una cosa u otra. Pues, por el hecho dc tender a su perfección tienden al bien, ya que uno en tanto es bueno en cuanto que es perfecto. Y, tendiendo a ser bueno, se tiende a la semejanza divina, pues uno se asemeja a Dios al ser bueno. Y este o aquel bien particular es apetecible en verdad en cuanto es una semejanza de la bondad divina. Luego tiende al bien porque tiende a la semejanza divina, y no viceversa. Y esto demuestra que todos los seres apetecen la divina semejanza como último fin.
El bien perteneciente a una cosa puede tomarse en muchos sentidos. En uno, en cuanto que significa su propio bien individual. Y de este modo apetece el animal su bien cuando apetece la comida por la que se conserva en el ser. En otro sentido en cuanto que significa su bien por razón de la especie. Y así apetece el animal su propio bien al apetecer la generación de la prole y su nutrición, o todo cuanto haga por la conservación y defensa de los individuos de su especie. -En tercer lugar, cuando lo es por razón del género. Y así apetece el agente unívoco su propio bien cuando causa. Por ejemplo, el cielo. -Hay un cuarto sentido por razón de la semejanza analógica entre principiados y principio. Y así Dios, que no está comprendido en ningún género, da por su bien el ser a todas las cosas.
Esto demuestra que cuando un ser tiene una virtud más perfecta y sobresale más en el grado de bondad, tiene un apetito más universal del bien y lo busca y produce en las cosas más distanciadas de él. Pues los seres imperfectos sólo tienden al bien propio del individuo; sin embargo, los perfectos tienden al bien de la especie; y los más perfectos que éstos al bien del género; y Dios, que es perfectísimo en bondad al bien de todo ser. Por eso dicen algunos y con razón, que “el bien, en cuanto tal, es difusivo”; porque cuanto mejor es una cosa, tanto más hace llegar su bondad a lo más remoto. Y como “lo que es perfectísimo en un género cualquiera es el ejemplar y la medida de todo cuanto está comprendido en él”, es preciso que Dios, que es perfectísimo en bondad y la difunde universalmente, sea, al difundirla, el ejemplar de cuantos la difunden. Pero, cuando uno difunde la bondad en otros, se convierte en causa de otros. Luego esto demuestra que quien tiende a convertirse en causa de otros tiende también a la semejanza divina, y, no obstante, tiende a su propio bien.
No hay, pues, inconveniente en afirmar que los movimientos de los cuerpos celestes y las acciones de dichos movimientos están ordenados, en cierto sentido, a los cuerpos generables y corruptibles, menos nobles que ellos. Pues no están ordenados a ellos como a un fin último; al contrario, cuando intentan la generación de éstos, pretenden su propio bien y la semejanza divina como último fin.
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