CAPÍTULO XXI
Efectos atribuidos al Espíritu Santo en la Sagrada Escritura en orden al hombre referentes a cuanto nos da Dios liberalmente
En orden a los efectos que realiza propiamente en la humanidad, hay que considerar también que, debido a que de algún modo nos asemejamos a la perfección divina, se dice que Dios nos otorga tal perfección; como Dios nos da la sabiduría en cuanto que de algún modo nos asemejamos a la divina sabiduría. Por consiguiente, como el Espíritu Santo procede como amor del amor con que Dios se ama a sí mismo, según se demostró (c. 19), por razón de que amando a Dios nos asemejamos a este amor, se dice que Dios nos ida el Espíritu Santo. De aquí que el Apóstol diga: “El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado”.
No obstante, se ha de saber que cuanto hay de Dios en nosotros se reduce a Dios, como a su causa eficiente y ejemplar. Como a causa eficiente, en verdad, en cuanto que por la virtud operativa divina es realizado algo en nosotros. Y como a causa ejemplar, en cuanto que lo que hay en nosotros de Dios imita de alguna manera a Dios. Por lo tanto, siendo la virtud del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo la misma, como idéntica es su esencia, necesariamente todo lo que Dios realiza en nosotros ha de proceder simultáneamente, como de su causa eficiente, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con todo, “la Palabra de sabiduría” que Dios nos ha difundido, y por la que conocemos a Dios, representa propiamente al Hijo. Y del mismo modo, el amor, por el que amamos a Dios, representa propiamente al Espíritu Santo. Y así la caridad que hay en nosotros, por más que sea un efecto del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con todo, por una razón especial, se dice que está en nosotros por el Espíritu Santo.
Mas, porque los efectos divinos, que no sólo empiezan a existir por la operación divina, sino también permanecen por ella en el ser, como consta por lo dicho anteriormente (l. 3. c. 65); y nada puede obrar en donde no está, pues es necesario que el que obra y lo obrado estén juntos en acto, como el motor y lo movido; necesariamente, dondequiera que hay algún efecto de Dios, allí ha de estar el mismo Dios causándolo. De aquí que, existiendo en nosotros por el Espíritu Santo la caridad, por la que amamos a Dios, necesariamente tendrá que estar en nosotros el Espíritu Santo, mientras permanece en nosotros la caridad. Por lo cual dice el Apóstol: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” Luego, como por el Espíritu Santo nos constituimos en amadores de Dios, y como todo amado, en cuanto tal, está en el amante, es necesario que por el Espíritu Santo habiten también en nosotros el Padre y el Hijo. De aquí que el Señor diga: “Vendremos a él (es decir, al que ama a Dios) y en él haremos morada”. Y en la primera de San Juan se dice: “Y nosotros conocemos que permanece en nosotros por el Espíritu que nos ha dado”.
Es evidente, además, que Dios ama, sobre todo, a quienes por el Espíritu Santo constituyó en sus amadores; porque, si no amara, no otorgaría tan gran bien; de aquí que en nombre del Señor se diga en los Proverbios: “Amo a los que me aman”. No como si nosotros hayamos amado antes a Dios, sino que “Él nos amó primero a nosotros”, como se dice en la primera de San Juan. Ahora bien, toda cosa amada está en el amante. Luego es necesario que por el Espíritu Santo no sólo esté Dios en nosotros, sino también nosotros en Dios. De aquí que San Juan diga: “El que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él”; y también: “Conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos dio su Espíritu”.
Por otra parte, es propio de la amistad que uno revele sus secretos al amigo. Porque, como la amistad une los afectos y de dos corazones hace como uno solo, no parece que descubre fuera de su corazón lo que revela al amigo; de aquí que el Señor diga a los discípulos: “Ya no os llamaré siervos, sino amigos míos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer”. Por lo tanto, como somos constituidos amigos de Dios por el Espíritu Santo, convenientemente se dice que los misterios divinos son revelados a los hombres por el Espíritu Santo. Por eso dice el Apóstol: “Escrito está: ni el ojo vio, ni gel oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman. Mas a nosotros nos lo ha revelado Dios por su Espíritu”.
Y como el lenguaje del hombre se forma de lo que éste conoce, también convenientemente habla el hombre los misterios divinos por el Espíritu Santo, según aquello: “En el Espíritu habla cosas misteriosas”; y: “No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros”. Y de los profetas se dice que, “movidos del Espíritu Santo, hablaron los hombres de Dios”. De aquí que también se diga del Espíritu Santo en el símbolo de la fe: “El cual nos ha hablado por los profetas”.
Y no sólo es propio de la amistad que uno, por la unidad de afecto, revele sus secretos al amigo, sino que la misma unidad exige que uno haga participante al amigo de filo que tiene; porque, “como el hombre tiene al amigo por otro yo”, menester es que le ayude como a sí mismo, haciéndole partícipe de sus bienes; por esto se establece como propio de la amistad “el querer y el hacer bien al amigo”, según aquello: “El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?” Y esto tiene, sobre todo, lugar en Dios, cuyo querer es eficaz para obrar. Y por eso se dice convenientemente que todos los dones de Dios nos son dados por el Espíritu Santo, según aquello: “A uno le es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia según el mismo Espíritu”; y después, habiendo enumerado varias cosas: “Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere”.
Por otra parte, es evidente que así como para que llegue un cuerpo al lugar propio del fuego es menester que se asemeje al fuego, adquiriendo su ligereza, gracias a la cual se mueva con el movimiento propio del fuego, así también para que el hombre llegue a la bienaventuranza de la felicidad divina, que, según su naturaleza, es propia de Dios, es indudablemente necesario, en primer término, que mediante la perfección espiritual se asemeje a Dios, y en segundo lugar, que obre según ella; y así, finalmente, alcanzará tal bienaventuranza. Ahora bien, como se ha demostrado, los dones espirituales nos son otorgados por el Espíritu Santo. Y así nos configuramos con Dios por el Espíritu Santo. Y por Él nos volvemos hábiles para el bien obrar, y por El mismo nos es preparado el camino para la bienaventuranza. Estas tres cosas nos declara el Apóstol cuando dice: “Es Dios quien nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones”. Y: “Fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido, prenda de nuestra herencia”. En efecto, “la acción de sellar” parece pertenecer a la semejanza de la configuración; y la “unción”, a la capacitación del hombre para obrar con perfección; y la “prenda”, a la esperanza que nos ordena a la herencia celestial, que es la bienaventuranza perfecta.
Y como por la benevolencia que uno tiene para con otro resulta que lo adopta como hijo, para que así le pertenezca la herencia, convenientemente se atribuye al Espíritu Santo la adopción de los hijos de Dios, según aquello: “Habléis recibido el Espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba!, ¡Padre!”
Además, por el hecho de constituirse uno amigo de otro desaparece todo agravio, puesto que el agravio es contrario a la amistad; por eso se dice en los Proverbios: “El amor encubre todas las faltas”. Luego, constituyéndonos amigos de Dios por el Espíritu Santo, es lógico que por Él nos perdone Dios los pecados; y por eso dice el Señor a los discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados”. Y, por esta razón, a los que blasfeman contra el Espíritu Santo se les niega la remisión de los pecados, pues quedan como privados de aquello por lo que el hombre consigue la remisión de los pecados.
Por este motivo dícese también que por el Espíritu Santo somos renovados y purificados o lavados, según aquello del salmo: “Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra”; y: “Renovaos en vuestro espíritu”; y: “Cuando el Señor lave la inmundicia de las hijas de Sión, limpie en Jerusalén las manchas de sangre, al viento de la justicia, al viento de la devastación”.
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