CAPÍTULO XVI
El fin de todas las cosas es el bien
Si todo agente obra por un bien, según hemos probado (c. 3), resulta, además, que el fin de cualquier ente es el bien. Y si todo ente se ordena al fin por su propia acción, es menester que o la misma acción o el fin de la misma sea también el fin del agente. El cual es su propio bien.
El fin de una cosa es aquello en que termina su apetito. Y el apetito de una cosa cualquiera termina en el bien, pues los filósofos definen el bien de esta manera: “Lo que todas las cosas apetecen”. Así, pues, el fin de una cosa cualquiera será algún bien.
Aquello a lo cual tiende una cosa, cuando se encuentra fuera de ella, y en lo que descansa, cuando lo posee, es su propio fin. Ahora bien, cada cual, si carece de la propia perfección, tiende hacia ella en cuanto le es posible, y cuando la alcanza, en ella descansa. Según esto, el fin de cada cosa es su propia perfección. Pero la perfección de todo ser es su propio bien. Luego todo ser se ordena al bien como a su propio fin.
De la misma manera están ordenados al fin los seres que lo conocen como los que no lo conocen; aunque los que lo conocen se mueven por sí mismos hacia el bien, mientras que los que no lo conocen tienden hacia él como dirigidos por otro, según se ve en el ejemplo del saetero y la saeta. Mas los que conocen el fin se ordenan siempre al bien, tomado como fin; porque la voluntad, que es el apetito del fin preconocido, sólo tiende a lo que tiene razón de bien, el cual es su propio objeto. Así, pues, incluso las cosas que no conocen el fin se ordenan al bien como a su fin. Por lo tanto, el fin de todas las cosas es el bien.
Si encuentras un error, por favor selecciona el texto y pulsa Shift + Enter o haz click aquí para informarnos.