CAPÍTULO XLI
Cómo se ha de entender la encarnación del Hijo de Dios
Luego, en vistas a la solución de estas dificultades, hay que partir de algo más lejano. Pues, como quiera que Eutiques opinó que la unión de Dios y del hombre se realizó en la naturaleza (c. 35), y Nestorio dijo que ni en la naturaleza ni en la persona (c. 34), y la fe católica defienda que fue hecha en la persona y no en la naturaleza (c. 39), parece necesario conocer anticipadamente qué sea “unirse en la naturaleza” y qué “unirse en la persona”.
Aunque el nombre de “naturaleza” se exprese de muchas maneras pues la generación de los vivientes, el principio de la generación y del movimiento, la materia y la forma se llaman naturaleza; incluso alguna vez se llama naturaleza a la esencia de una cosa, que contiene cuanto pertenece a la integridad de la especie; y así decimos que la naturaleza humana es común a todos los hombres, y de igual manera podemos expresarnos en los demás casosB; según esto, se unen en la naturaleza las cosas que constituyen íntegramente la especie de algún ser; por ejemplo, el alma y el cuerpo humano se unen para constituir la especie de animal, y, en general, todas cuantas cosas son partes de la especie.
Ahora bien, es imposible que a una especie íntegramente constituida se le añada algo extraño según la unión de naturaleza, como no sea destruyendo la especie. Pues como las especies son como los números, en los cuales cualquier unidad que se añada o se quite varía la especie, si se añade algo a la especie ya constituida, es necesario que se cambie en otra especie; por ejemplo, con sólo añadir a una substancia animada el término “sensible”, tendremos otra especie; pues el animal y la planta son especies diversas. Sin embargo, acontece que lo que no pertenece a la integridad de la especie se encuentra en algún individuo comprendido en dicha especie; por ejemplo, el color blanco o el vestido en Sócrates o Platón, o también un sexto dedo, etc. Luego nada impide que en un individuo se unan algunas cosas que no pertenecen a la integridad de la especie: tal como la naturaleza humana, la blancura y la música se unen en Sócrates; y cosas semejantes, que se consideran como “una unidad por razón del sujeto”. Y porque el individuo se denomina “hipóstasis” en el género de substancia y en las substancias racionales se llama también “persona”, se puede decir convenientemente que todas estas cosas se unen “según la hipóstasis” o también “según la persona”. Y esto demuestra que no hay inconveniente para que algunas cosas, no unidas según la naturaleza, se unan, sin embargo, según la hipóstasis o la persona.
Oyendo, pues, los herejes que en Cristo se hizo la unión de Dios y el hombre, abandonando el camino de la verdad, marcharon por otros derroteros al exponerlo. Unos juzgaron que esta unión era como la de aquellas cosas que se unen en una sola naturaleza, como Arrio y Apolinar, quienes afirmaron que el Verbo servía de alma o de inteligencia al cuerpo de Cristo (c. 32ss.), y como Eutiques, quien sostuvo la existencia de dos naturalezas antes de la encarnación, o sea, la de Dios y la del hombre, y después de la encarnación una sola.
Pero sus afirmaciones son absolutamente imposibles. Pues es claro que la naturaleza del Verbo es íntegramente perfectísima desde la eternidad y que en modo alguno puede corromperse o cambiarse. Luego es imposible que le sobrevenga en unidad de naturaleza algo extrínseco, tal como la naturaleza humana o una parte de la misma.
Mas otros, comprendiendo que era imposible opinar así, marcharon por un camino contrario. Pues las cosas que sobrevienen a quien tiene ya una naturaleza determinada y no pertenecen a la integridad de dicha naturaleza, o son accidentes, según parece, como la blancura y la música, o se relacionan accidentalmente con el sujeto, como el anillo, el vestido, la vivienda y cosas semejantes. Y vieron que, como la naturaleza humana sobreviene al Verbo de Dios y no es parte integrante de su naturaleza, era necesario, como creyeron, que dicha naturaleza estuviera accidentalmente unida al Verbo. Y, en verdad es claro que no puede estar en el Verbo como accidente, ya porque Dios no recibe accidente alguno, como antes (l. 1, c. 23) se probó; ya porque la naturaleza humana, que pertenece al género de substancia, no puede ser accidente de nadie. Por consiguiente, parecía resultar que la naturaleza humana sobreviniera al Verbo, no como accidente, sino como relacionada accidentalmente con Él. Por eso afirmó Nestorio que la naturaleza humana era con respecto al Verbo colmo un templo; y así la unión del Verbo a la naturaleza humana habría de entenderse según la inhabitación solamente. Y como el templo tiene su individuación separadamente de aquel que lo habita, y da individuación que conviene a la naturaleza humana es la personalidad, resultaba que el Verbo y la naturaleza humana tienen personalidad distinta, siendo el Verbo y aquel hombre dos personas.
Otros, queriendo evitar este inconveniente, dispusieron la naturaleza humana de tal suerte que la personalidad no le pudiera convenir propiamente, y así dijeron que el alma y el cuerpo, que son las partes integrantes de la naturaleza humana, fueron de tal manera asumidos por el Verbo, que el alma no se unió al cuerpo para formar una substancia, por no verse obligados a confesar que la substancia así constituida incluía la persona. Y sostuvieron que la unión del Verbo con el alma y el cuerpo era semejante a la de aquellas cosas que se relacionan accidentalmente, por ejemplo, la unión del hombre vestido con su indumento, imitando de algún modo a Nestorio.
Resueltas, pues, estas cosas, por lo que ya dijimos (c. 37 ss.), es necesario afirmar que la unión del Verbo y el hombre fue tal, que ni de dos naturalezas se hizo una sola ni dicha unión del Verbo con la naturaleza humana fue como la unión de una substancia, por ejemplo, la humana, con las cosas exteriores, las cuales se relacionan accidentalmente con la misma, tal como la casa y el vestido; lo que sí se ha de afirmar es que el Verbo subsiste en la naturaleza humana como en una naturaleza que se apropió por la encarnación, de manera que aquel cuerpo sea el verdadero cuerpo del Verbo de Dios e igualmente lo sea el alma, y el Verbo de Dios sea verdadero hombre.
Y, aunque el hombre no sea capaz de explicar perfectamente esta unión, sin embargo intentaremos decir algo “para edificación de la fe”, según nuestro modo y capacidad de entender, con el fin de defender contra los infieles la doctrina católica de este misterio.
Mas, entre todas las cosas creadas, nada hay tan semejante a esta unión como la unión del alma y del cuerpo; y fuera mayor la semejanza, como dice San Agustín “Contra Feliciano”, si hubiese un solo entendimiento para todos los hombres, como afirmaron algunos, según los cuales convendría decir que el entendimiento preexistente se une nuevamente al concepto del hombre de tal Modo que de ambos resulta una sola persona, tal como afirmamos que el Verbo preexistente se une a la naturaleza humana en una sola persona. Por eso, en conformidad con la semejanza de ambas uniones, dice San Atanasio en el símbolo que “así como el alma racional y la carne es un solo hombre, igualmente Dios y el hombre son un solo Cristo”.
Pero, como el alma racional se une al cuerpo como a la materia y al instrumento, en cuanto al primer modo de unión no puede haber semejanza; pues, según esto, de la unión de Dios y del hombre resultaría una sola naturaleza, ya que la materia y la forma constituyen propiamente la naturaleza específica. Resulta, pues, que la semejanza será en atención a que el alma se une al cuerpo como al instrumento. Lo cual está, en consonancia con lo dicho por los doctores antiguos, quienes afirmaron que en Cristo la naturaleza humana es “como un órgano de la divinidad”, tal como se dice que el cuerpo es el órgano del alma.
Ahora bien, el cuerpo y sus partes son órganos del alma de distinta manera que lo son los instrumentos exteriores. Por ejemplo, esta azuela no es un instrumento propio como lo es esta mano; pues con esta azuela pueden obrar muchos; sin embargo, esta mano está destinada a la operación propia de esta alma. Por eso, la mano es un instrumento unido y propio, mas la azuela es un instrumento exterior y común. Y esto puede aplicarse a la unión de Dios y del hombre, pues todos los hombres son con respecto a Dios como ciertos instrumentos con que obra, como dice el Apóstol: “Pues Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito”. Pero los restantes hombres son con relación a Dios como instrumentos extrínsecos y separados, pues son movidos por Dios no sólo para realizar sus propias operaciones, sino también las que son comunes a toda naturaleza racional, como entender la verdad, amar lo bueno y obrar lo debido. Sin embargo, la naturaleza humana fue asumida en Cristo para que realizara instrumentalmente aquellas cosas que son operaciones propias y exclusivas de Dios, como quitar los pecados, iluminar la inteligencia con la gracia y conducir a la perfección de la vida eterna. Luego la naturaleza humana de Cristo es con relación a Dios como un instrumento propio y unido a Él, del mismo modo que la Mano al alma.
Y no va contra lo acostumbrado en las cosas naturales que una cosa sea naturalmente instrumento propio de otra que no es su propia forma. Pues vemos que la lengua, como instrumento del habla, es el órgano propio del entendimiento; y, no obstante, el entendimiento, como demuestra el Filósofo, no es acto de ninguna parte del cuerpo. Igualmente, también hay algún instrumento que, sin pertenecer a la naturaleza de la especie, conviénele, sin embargo, a tal individuo por parte de la materia; par ejemplo, un sexto dedo o cosa parecida. Así, pues, no hay dificultad en admitir que, en la unión de la naturaleza humana con el Verbo, la naturaleza humana es como instrumento del Verbo, no separado, sino unido, sin que por ello la naturaleza humana pertenezca a la del Verbo y éste sea forma, aunque sí pertenece a su persona.
Sin embargo, dichos ejemplos no se han puesto de manera tal que se haya de buscar en ellos una semejanza absoluta, pues se ha de saber que el Verbo de Dios pudo unirse a la naturaleza humana más profunda e íntimamente que el alma a cualquier instrumento propio; con mayor razón cuando se dice que está unido a toda la naturaleza humana mediante el entendimiento. Y, aun, que el Verbo de Dios penetra con su poder todas las cosas, pues las conserva y sostiene, sin embargo, puede unirse de modo más eminente e inefable con las criaturas intelectuales, las cuales pueden gozar y participar propiamente del Verbo por cierta afinidad de semejanza.
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