CAPÍTULO XCVII
Cuál sea la causa de la disposición de la divina providencia
Por todo lo dicho puede verse con claridad que todo cuanto ha sido dispuesto por la divina providencia obedece a alguna causa.
Nos consta ya que Dios ordena por su providencia todas las cosas a la bondad divina como a su fin (capítulo 64), y no con objeto de acrecentar de este modo su bondad con las cosas creadas, sino para que ella quede impresa, en cuanto cabe, en las cosas (c. 18 ss.). Y como toda substancia creada está falta necesariamente de la perfección de la divina bondad, para que la semejanza de ésta se comunicara más perfectamente, fue preciso establecer la diversidad de cosas, de modo que lo que una no pudiera representar a la perfección lo representaran varias con su diversidad y de modo más perfecto; pues vemos que, cuando el hombre no puede expresar con una sola palabra una idea, multiplica diversamente las palabras para manifestar con ellas su concepto mental. Y puede verse también la eminencia de la perfección divina en esto: que la bondad perfecta, que en Dios es única y total, en las criaturas sólo puede ser diversa y parcial. Pero las cosas son diversas porque tienen diversas formas, de las cuales reciben la especie. Luego la diversidad de formas que hay en las cosas se toma del fin.
Mas la razón del orden existente en las cosas se toma de la diversidad de formas. Pues como la forma sea lo que da el ser a una cosa, y cada cosa, según el ser que tiene, se asemeje a Dios -que es su mismo Ser simplicísimo-, es necesario que la forma sea en realidad la semejanza divina participada en das cosas. Por eso Aristóteles, hablando de la forma, dice bien en el I de los “Físicos” que “es algo divino y deseable”. Sin embargo, la semejanza referida a una cosa simple no puede diversificarse sino en cuanto que es más próxima o más remota. Y cuanto más cerca está una cosa de la semejanza divina, más perfecta es. Luego en las formas no puede haber otra diferencia que el existir una de ellas más perfectamente que la otra. Por esto, en el VIII de la “Metafísica”, compara Aristóteles las definiciones -con las que expresamos las naturalezas y formas de las cosas- a los números, en los cuales varía la especie por adición y substracción de la unidad, dando a entender con ello que la diversidad de formas requiere diverso grado de perfección. Y esto puede verlo claramente quien considere la naturaleza de las cosas. Porque, observando diligentemente, encontrará que la diversidad de ellas se cumple gradualmente. Por ejemplo, sobre los cuerpos inanimados encontrará las plantas; sobre éstas, los animales irracionales; sobre éstos, las substancias intelectuales; y en cada una descubrirá la diversidad según que unas son más perfectas que otras, de modo que lo supremo del género inferior aparece próximo al género superior, y viceversa, cual es la semejanza entre los animales inmóviles y las plantas. Por eso dice Dionisio, en el capítulo VII “De los nombres divinos”, que “la sabiduría divina junta los extremos de los primeros con los comienzos de los segundos”. Por tanto, es evidente que la diversidad de las cosas exige que no todo sea igual y que en los seres haya orden y grados.
La diferencia de operaciones nace de la diversidad de formas, según las cuales se diversifican específicamente las cosas. Pues como cada cual obre en cuanto que está en acto -porque lo que está en potencia, en cuanto tal, carece de acción-, y como el ser está en acto por la forma, es preciso que la operación de una cosa responda a su forma. Luego es necesario que, si existen diversas formas, haya también diversas operaciones.
Además, como cada cosa alcanza su propio fin mediante su propia acción, es necesario que los fines propios sean diversos en las cosas, aunque el último sea común para todas.
A la diversidad de formas corresponde también la diversa disposición de la materia. Porque, como las formas se diversifican por su grado mayor o menor de perfección, hay entre ellas algunas cuya perfección consiste en que son por sí subsistentes y perfectas y no precisan del apoyo de la materia. Sin embargo, otras no pueden subsistir perfectamente por sí y requieren el fundamento de la materia; de modo que lo que subsiste ni es forma solamente ni sólo materia, la cual no es por sí ente en acto, sino un compuesto de ambos.
Si no hubiera proporción entre la materia y la forma, no podrían juntarse para constituir un solo ser. Pero, si están proporcionadas, es necesario que a diversas formas correspondan diversas materias. De ahí deriva el que algunas formas requieran una materia simple y otras una materia compuesta. Además, según la diversidad de formas, será precisa la diversa composición de partes, en consonancia con la especie de la forma y con su operación.
Mas de la diversa disposición a la materia síguese la diversidad de agentes y pacientes. Porque, como cada cual obra por razón de la forma y sufre y es movido por razón de la materia, es preciso que los seres más perfectos y menos materiales obren en quienes son más materiales y cuyas formas son más imperfectas.
Además, de la diversidad de formas, materias y agentes nace la diversidad de propiedades y accidentes. Porque, siendo la substancia causa del accidente, como lo perfecto de lo imperfecto, se requiere que de los diversos principios substanciales nazcan los diversos accidentes propios. Por otra parte, como de los diversos agentes proceden las diversas influencias en los pacientes, según sea la diversidad de agentes así será la diversidad de accidentes que ellos imprimen.
Lo dicho evidencia que, al asignar la divina providencia a las cosas creadas los diversos accidentes, acciones y pasiones y destinos, lo hace con fundamento. Por eso la Sagrada Escritura atribuye la creación y gobierno de las cosas a la sabiduría y prudencia divinas. Pues se dice en los Proverbios: “El Señor fundó la tierra con sabiduría y estableció los cielos con prudencia. Por su sabiduría brotaron los abismos, y las nubes se hinchen de rocío”. Y en el libro de la Sabiduría se dice de la sabiduría divina que “llega eficazmente de uno a otro extremo y todo lo dispone con suavidad”. Y en otra parte del mismo libro: “Todo lo dispuso en peso, número y medida”. A fin de que por “medida” entendamos la cantidad, o sea, el modo o grado de perfección de cada cosa; por “número”, la pluralidad y diversidad de especies resultante de los diversos grados de perfección; y por “peso”, las diversas inclinaciones que provienen de la distinción de especies.
Mas en dicho orden, en cuya consideración vemos la razón de la divina providencia, dijimos que, en primer lugar, está la bondad divina como fin último y, a la vez, primer principio de la acción, y después la multitud de cosas, para cuya constitución es necesario que haya diversos grados en las formas y materias, en los agentes y pacientes y en las acciones y accidentes. Luego así como el primer fundamento de la providencia divina es en absoluto la bondad de Dios, así también el primer fundamento en las criaturas es su multitud, para cuya institución y conservación parece estar ordenado el resto de las cosas. Y por esto dice con razón Boecio al principio de su “Aritmética”: “Toldo cuanto fue creado desde el principio natural de las cosas parece haber sido formado en atención, a los números”.
Pero debe tenerse en cuenta que la razón especulativa y la práctica convienen en algo, pero en algo difieren. Efectivamente, convienen en que, así como la razón especulativa comienza por un principio y por los medios llega a la conclusión intentada, así también la razón práctica llega por algo primero y por ciertos medios a la operación o a la obra que intenta. Pero, en lo especulativo, el principio es la forma y la “esencia”; sin embargo, en lo práctico es el fin, que unas veces se identifica realmente con la forma y otras no. Además, en lo especulativo, el principio debe ser siempre necesario; pero en lo práctico no siempre lo es. Por ejemplo, al hombre le es necesario querer la felicidad como fin, mas no le es necesario querer la construcción de una casa. Igualmente, en las demostraciones, lo posterior sigue necesariamente a lo anterior; pero en lo práctico no siempre, sino sólo cuando no se puede llegar al fin si no es por determinado camino. Por ejemplo, quien quiere edificar una casa ha de buscar necesariamente madera; pero el buscar madera de abeto depende de un simple querer suyo y no de la razón de la casa que ha de edificar.
Según esto, es cosa necesaria que Dios ame su bondad; pero lo que no se sigue necesariamente es que su bondad sea representada por las criaturas, porque la bondad divina es perfecta sin esto. De ahí que la producción de las criaturas en el ser, aunque tiene su origen en la bondad divina, depende, sin embargo, de la simple voluntad de Dios. -Pero, suponiendo que Dios quiera comunicar su bondad a las criaturas en cuanto es posible y a modo de semejanza, tendremos en esto la razón de la diversidad de las criaturas. Y, sin embargo, no se sigue necesariamente que la diversidad sea según esta o aquella medida de perfección o según este o aquel número de cosas. -Suponiendo también que la bondad divina quiera establecer tal número de cosas y dar tal medida de perfección a cada una de ellas, tendremos el motivo para que una cosa tenga tal forma y tal materia. Y así sucesivamente.
Luego es evidente que la providencia gobierna las cosas según determinada razón, y, sin embargo, esta razón se funda en el supuesto de la voluntad divina.
Y con esto excluimos dos errores, a saber: el error de quienes creen que todas las cosas responden a un simple querer no razonado, que es el error de los “habladores” en la ley de los sarracenos, como dice rabí Moisés, según los cuales no hay diferencia alguna en que el fuego caliente o enfríe, sino porque Dios lo quiere así. -Y también el error de quienes dicen que el orden de causas proviene de la providencia divina a modo de necesidad (cf. c. 72 ss.; c. 94). -Pero lo dicho demuestra que ambas opiniones son falsas.
Mas en la Escritura hay algunas palabras que parecen atribuir todo a la simple voluntad divina, las cuales no se dicen con objeto de suprimir la razón de la disposición de la providencia, sino para manifestar que el primer principio de todo es la voluntad de Dios, como se dijo. Por ejemplo, aquello del salmo: “Todo cuanto quiso hízolo el Señor”. Y en Job: )Quién puede decirle: Por qué obras así?” Y en la Epístola a los Romanos: “)Quién, pues, resistirá a su voluntad?” Y San Agustín dice en el III “De la Trinidad”: “Únicamente la voluntad de Dios es la causa primera de la salud y de la enfermedad, de los premios y de los castigos, de las gracias y de las recompensas”.
Así, pues, cuando se busca el porqué de algún efecto natural, podemos dar razón por alguna causa próxima, con tal, sin embargo, de que todo lo reduzcamos a la voluntad divina como a su causa primera. Por ejemplo, si se pregunta: “)Por qué se ha calentado el leño en presencia del fuego?”, se dice: “Porque el calentar es la acción natural del fuego”; y esto: “Porque el calor es el accidente propio del fuego”; y esto: “Porque es efecto de su propia forma”. Y así sucesivamente hasta llegar a la voluntad divina. Por eso, si alguien responde a quien pregunta por qué se ha calentado el leño: “Porque Dios lo quiso”, contesta convenientemente si intenta reducir la cuestión a su causa primera; pero inconvenientemente si intenta excluir las demás causas.
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