CAPÍTULO XCV
De la inmutabilidad de la voluntad en todas las almas después de la separación del cuerpo en general
Y que del fin se siga en todas las almas separadas la inmovilidad de la voluntad se puede demostrar así:
“Pues el fin -como se ha dicho en el capítulo 92- es respecto al apetito lo que los primeros principios de demostración respecto a lo especulativo”. Mas estos principios se conocen naturalmente, y el error que aconteciere acerca de ellos provendría de la corrupción de la naturaleza. Por eso el hombre no podría cambiar de una verdadera acepción de los principios a una falsa, o al contrario, no mediando un cambio de la naturaleza; pues quien yerra acerca de los principios no puede retractarse por otros más ciertos, así como se retracta el hombre del error que versa sobre las conclusiones. E, igualmente, nadie podría tampoco apartarse de la verdadera acepción de los principios por algunos más evidentes. Tal es, pues, su situación respecto al fin. Porque cada cual tiene naturalmente el deseo del último fin.
Y ésta es, en general, la tendencia de la naturaleza racional, el apetecer la bienaventuranza; pero que desee esto o aquello bajo la razón de felicidad y de último fin, obedece a una disposición especial de la naturaleza. Por eso dice el Filósofo que “como cada cual es, al le parece también el fin”. Si, pues, la disposición por la que alguien desea una cosa como último fin no puede ser abandonada por él, su voluntad tampoco podrá cambiar en cuanto al deseo de tal fin.
Sin embargo, nosotros podemos abandonar tales disposiciones mientras el alma está unida al cuerpo. , Pues a veces acontece que apetecemos algo como último fin, porque nos disponemos así por alguna pasión, que pasa enseguida; por eso también el deseo del fin se aleja con facilidad, como se ve en los contingentes. Pero a veces nos disponemos por algún hábito para desear algún fin bueno o malo, y esta disposición no se pierde con facilidad; y por eso tal deseo del fin resta más fuerte, como se ve en los moderados; sin embargo, la disposición habitual puede quitarse en esta vida.
Según esto, está claro que, permaneciendo la disposición por la cual se desea algo como último fin, no puede cambiarse el deseo de tal fin, porque el último fin se desea sobre todo; por eso nadie puede apartarse del deseo del último fin por algo más deseable. Mas el alma se encuentra en estado mudable mientras está unida al cuerpo, pero no después que se separa de él. Pues la disposición del alma se mueve accidentalmente por algún movimiento del cuerpo; porque, como el cuerpo está al servicio de las propias operaciones del alma, se le dio naturalmente tal cuerpo para que, existiendo ella en él, se perfeccione como movida a la perfección. Por lo tanto, cuando el alma esté separada del cuerpo, no se encontrará en estado de tender al fin, sino de descansar en el fin conseguido. Luego su voluntad será inmóvil en cuanto al deseo del último fin.
Toda la bondad o malicia de la voluntad depende del Último fin; porque cualquier bien que alguien quiere en orden a buen fin, bien lo quiere, y cualquier mal en orden al mal, mal lo quiere. Por consiguiente, la voluntad del alma separada no es mudable del bien al mal, aunque sea mudable de lo querido a otra cosa, conservando, sin embargo, el orden al mismo último fin.
Por esto se ve que tal inmovilidad de la voluntad no está contra el libre albedrío, cuyo acto es el elegir, ya que la elección es de lo que conduce al fin y no del último fin. Así, pues, como ahora no va contra el libre albedrío que deseemos con voluntad inmutable la bienaventuranza y huyamos de la miseria, en general, así tampoco será contrario al libre albedrío que la voluntad se dirija inmutablemente hacia algo determinado como último fin; porque así como ahora se halla en nosotros inmutablemente la naturaleza común, por la que apetecemos la bienaventuranza en general, así entonces permanecerá inmutablemente aquella disposición especial por la que se desea esto o aquello como último fin.
Mas las substancias separadas, o sea, los ángeles, según la naturaleza en que fueron creadas, están más cerca de la última perfección que las almas, porque no necesitan adquirir la ciencia por los sentidos ni llegar razonando desde los principios a las conclusiones, como las almas, sino que mediante las especies impresas pueden llegar inmediatamente a la contemplación de la verdad. Y, por lo tanto, inmediatamente que se unieron a un fin adecuado o inadecuado, permanecieron en él inmutablemente.
Sin embargo, no se ha de creer que las almas, después que vuelven a reasumir sus cuerpos en la resurrección, pierdan la inmutabilidad de la voluntad, sino que perseveran en ella; parque, según se ha dicho (c. 85), en la resurrección se dispondrán los cuerpos según la exigencia del alma, y no viceversa.
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