CAPÍTULO XCIV: De la certidumbre de la providencia divina

CAPÍTULO XCIV

De la certidumbre de la providencia divina

De lo dicho nace cierta dificultad. Porque si todo cuanto se realiza aquí abajo, incluso lo contingente, cae bajo la divina providencia, es preciso, según parece, o que la providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente.

Porque enseña el Filósofo, en el VI de la “Metafísica” que si decimos que todo efecto tiene alguna causa propia y añadimos que, puesta la causa propia, necesariamente se sigue el efecto, resultará que todos los futuros sucederán necesariamente. Pues si cualquier efecto tiene una causa propia, habrá que reducir cualquier futuro a alguna causa presente o pretérita. Por ejemplo, si preguntamos de alguien si será muerto por ladrones, este efecto tiene una causa precedente, que es el encuentro con los ladrones; y éste, otra, a saber, que el individuo salga de casa; y éste, otra, o sea, que quiera buscar agua; y esto tiene una causa anterior, es decir, la sed, que es causada por comidas saladas actualmente o antes. Luego si, puesta la causa, se sigue necesariamente el efecto, será necesario también que, si come salado, tenga sed; y si la tiene, que vaya a buscar agua; y sí quiere buscarla, que salga de casa; y si sale, que se encuentre con los ladrones; y si le encuentran, lo maten. Por tanto, juntando lo primero con lo último, será necesario que a quien come salado lo maten los ladrones. Por eso concluye el Filósofo que no es verdad que, puesta la causa, se siga necesariamente el efecto, porque hay causas que pueden fallar. Como tampoco es verdad que todo efecto tenga causa propia, porque lo que es accidental, o sea, que le salgan los ladrones a este que busca agua, no tiene causa determinada.

Sin embargo, por esta razón se ve que todos los efectos que se reducen a alguna causa propia, presente o pretérita, puesta la cual se sigue necesariamente el efecto, suceden necesariamente. Luego o es preciso decir que no todos los efectos están sujetos a la divina providencia -y así la providencia no será universal, según antes se demostró (c. 64)-, o no es necesario que, dada la providencia, se dé un efecto, y asá la providencia no será cierta. O es necesario que todo suceda necesariamente. Pues la providencia es no sólo presente o pretérita, sino eterna, porque nada puede haber en Dios que no sea eterno.

Si la divina providencia es cierta, es preciso que esta condicional sea verdadera: “Si Dios provee esto, sucederá”. Pero el antecedente de esta condicional es necesario, porque es eterno. Luego el consiguiente es necesario, porque es preciso que el consiguiente de una condicional sea necesario cuando su antecedente lo es. Por tanto, el consiguiente es como la conclusión del antecedente. Y todo lo que se sigue de lo necesario debe ser necesario. Por tanto, si la providencia divina es cierta, resulta que todo sucede necesariamente.

Demos que Dios haya provisto una cosa, por ejemplo, que uno ha de reinar. Según esto, será posible que reine o que no. Si, en efecto, no es posible que no reine, será imposible que no reine y, en consecuencia, será necesario que reine. Si, en cambio, es posible que no reine, puesto el posible, no se sigue algo imposible; se sigue, sí, que falle la divina providencia. Luego no es imposible que la divina providencia falle. Así, pues, es preciso, si Dios ha provisto todo, que la divina providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente.

Tulio, en el libro “De la adivinación”, argumenta así: Si todo está provisto por Dios, cierto es el orden de las causas. Y si esto es verdadero, todo sucede fatalmente. Y si todo se hace fatalmente, nulo es nuestro poder y también nuestro albedrío. Síguese, pues, que el libre albedrío desaparece si la providencia divina es cierta. Y, por lo mismo, desaparecen todas las causas contingentes.

La providencia divina no excluye las causas segundas, como ya se demostró (c. 77). Y entre las causas segundas, algunas son contingentes y capaces de fallar. Luego puede fallar el efecto de la providencia. Por tanto, la providencia divina no es cierta.

Para solucionar estas objeciones será preciso repetir algo de lo ya expuesto, y así se verá que la providencia divina no rehúye nada, y que el orden de la misma es inmutable y que no es necesario que todo lo provisto por ella tenga que acontecer necesariamente.

Primeramente, hay que tener en cuenta que, como Dios es la causa universal de todo cuanto existe y a todos da el ser, es preciso que el orden de su providencia lo comprenda todo. Pues a quienes dio el ser, es preciso que les dé la conservación y que, además, les confiera la perfección en su último fin (c. 64 ss.).

Y como en todo ser providente haya que considerar dos cosas, a saber, la premeditación del orden y la aplicación del orden premeditado a las cosas que caen bajo la providencia -perteneciendo lo primero a la facultad cognoscitiva y lo segundo a la operativa-, se dará, entre ambas cosas esta diferencia: que la providencia, al premeditar el orden, será tanto más perfecta cuanto más a lo mínimo se extienda dicho orden. Pues, si nosotros no podemos premeditar el orden de cuantas cosas particulares entran en lo que hemos de disponer, esto proviene del defecto de nuestro entendimiento, que no puede abarcar todo lo singular; y en tanto se tiene a uno por más capacitado en cuanto más cosas singulares puede premeditar; pues quien sólo proveyere sobre cosas universales, bien poca parte de prudencia hubiera. Y este principio tiene también aplicación en las artes operativas. Pero, en cuanto al imponer a las cosas el orden premeditado, tanto es más digna y más perfecta la providencia del gobernante cuanto más universal y por medio de más ministerios desarrolla su premeditación. Porque incluso la misma disposición de ministerios tiene gran parte en la provisión del orden. -Ahora bien, es preciso que la providencia divina consista en lo más alto de la perfección, porque Dios es absoluta y universalmente perfecto, como demostramos en el libro primero. Pues, para proveer mediante la reflexión sempiterna de su sabiduría, ordena todas las cosas por muy pequeñas que parezcan; y cualesquiera de las cosas que obran hácenlo como instrumentos movidos por Él (c. 67); y, sometidas a le sirven para desarrollar el orden de la providencia ideado, como si dijéramos, desde la eternidad. -Y si todo cuanto puede obrar es necesario que, al obrar, le sirva, será imposible que un agente impida la ejecución de la divina providencia obrando contrariamente. Y tampoco es posible que ella sea impedida por el defecto de algún agente o paciente, porque cuanto hay de potencia activa o pasiva en las cosas ha sido causado según la disposición divina (c. 70). Y, además, es imposible que la ejecución de la divina providencia sea impedida por cambio del providente, porque Dios es absolutamente inmutable, como ya se demostró (l. 1, c. 13). -Resulta, pues, que la divina providencia jamás puede fracasar.

Seguidamente, se ha de tener en cuenta que todo agente tiende a lo bueno y a lo mejor según su posibilidad, como ya se demostró (c. 3). Mas lo bueno y lo mejor varían de significación según se refieran al todo o a las partes. Referido al todo, el bien es la integridad, que resulta del orden y composición de las partes. Luego mejor es para el todo que haya disparidad entre sus partes, sin la cual no es posible el orden y la perfección del todo, que el que todas sus partes sean iguales, alcanzando cada una el más alto grado correspondiente; y cada parte del grado inferior, en sí considerada, será mejor si estuviere en el grado de la parte superior, como se ve en el cuerpo humano. Porque el pie sería una parte más digna si tuviera la belleza y el poder del ojo; pero el cuerpo sería más imperfecto si le faltase el servicio del pie. Según esto, una es la tendencia de intención del agente particular y otra la del universal. Pues el agente particular tiende en absoluto al bien de la parte y hácela lo mejor que puede; mas el agente universal tiende al bien del todo. De ahí que habrá algún defecto que, estando al margen de la intención del agente particular, caerá, sin embargo, bajo la intención del agente universal. Por ejemplo, la generación de la hembra está al margen de la intención de la naturaleza particular, o sea, de la virtud que hay en este semen, cuya tendencia es perfeccionar cuanto más pueda el feto; pero es tendencia de la naturaleza universal, es decir, de la virtud del agente universal, en orden a la generación de los inferiores, que se engendre la hembra, sin la cual no puede realizarse la generación de muchos animales. Y, del mismo modo, la corrupción, la disminución y todo defecto responden a la intención de la naturaleza universal y no de la particular; porque toda cosa, según su posibilidad, huye lo defectuoso y tiende a lo perfecto. Por tanto, es evidente que todo agente particular tiende a realizar un efecto perfecto en su género respectivo: y, en cambio, todo agente universal tiende a hacer que tal efecto sea perfecto con tal perfección, por ejemplo, con perfección de macho éste y con la de hembra aquél. -Mas la primera distinción de partes que se manifiesta en el universo es la de contingente y necesario (c. 72). Pues los entes superiores son necesarios, incorruptibles e inmutables, y decaen de estas condiciones en la medida en que están colocados en menor grado de inferioridad, de tal modo que los entes ínfimos, en realidad, se corrompen en cuanto al ser, se mueven en cuanto a sus disposiciones e incluso producen sus efectos no necesaria, sino contingentemente. Según esto, cualquier agente que es parte del universo, tiende en lo posible a conservar su ser y su natural disposición y a realizar su efecto. En cambio, Dios, que es el gobernador universal, tiende en realidad a que este efecto se establezca necesariamente y el otro continentemente. Y en atención a esto les adapta diversas causas, a unos necesarias y a otros contingentes. Luego bajo el orden de la divina providencia cae no sólo que tal efecto exista, sino también que éste exista necesariamente y aquél contingentemente. Y, en consecuencia, algunas cosas de las que están sujetas a la providencia divina son necesarias y otras contingentes; pero no todas necesarias.

Es evidente, pues, que, aunque la divina providencia sea causa propia de este efecto futuro y también del presente y del pretérito, y más bien desde toda la eternidad, no se sigue -como deducía la primera objeción- que este efecto haya de suceder necesariamente, puesto que la divina providencia es causa propia para que dicho efecto suceda contingentemente. Y esto no se puede anular.

Por lo que se ve también que esta condicional es verdadera: “Si Dios ha provisto este futuro, sucederá” -según procedía la segunda objeción-. Pero sucederá tal como Dios proveyó que había de suceder. Proveyó que fuera contingente. Por tanto, se sigue infaliblemente que será, contingente y no necesario.

Igualmente es evidente que lo que se supone que Dios ha provisto como futuro, si es del género de lo contingente, podrá no ser, considerado en sí; pues ha sido dispuesto como contingente y con posibilidad de no ser. Mas no es posible que falle el orden de la providencia porque no suceda algo contingente. Y con esto se refuta la tercera objeción. Luego puede decirse que tal individuo no habrá de reinar si lo consideramos en sí, mas no si lo consideramos como provisto.

[A la cuarta.] Habida cuenta de lo dicho, resulta vana la objeción de Tulio, Pues como a la divina providencia están sujetos no sólo los efectos, sino también las causas y los modos de ser, según consta, no se sigue que, si todo lo hace la divina providencia, nosotros nada tengamos que hacer. Porque todo ha sido dispuesto de modo que sea hecho por nosotros libremente.

Y tampoco puede restar certeza a la divina providencia el fallo de las causas segundas, mediante las cuales son producidos los efectos de la pro videncia -como decía la quinta objeción-. Porque Dios obra en todo y según el arbitrio de su voluntad, coma se demostró (cf. c. 67 y 1. 2, c. 231 Por tanto, pertenece a su providencia el permitir que unas veces fallen las causas defectibles y otras el preservarlas de fallar.

Todos los argumentos que se pueden sacar de la certeza de la ciencia divina pala probar la necesidad de las cosas provistas por Dios, ya han sido refutados (l. 1, c. 63 ss.) al tratar de ala ciencia de Dios.

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