CAPÍTULO XCI: En Dios hay amor

CAPÍTULO XCI

En Dios hay amor

Del mismo modo es necesario que en Dios haya amor en atención al acto de su voluntad. En efecto:

Propiamente es necesario, para que exista el amor, que el amante quiera el bien de lo amado. Pero Dios quiere, según se ve por lo dicho (cc. 74, 75), su bien y el de los otros seres. Según esto, Dios se ama a sí mismo y a los demás seres.

Para que el amor sea verdadero es necesario que se quiera el bien de un ser en cuanto es de él; pues cuando se quiere el bien de un ser porque redunda en bien de otro, se le ama accidentalmente. Por ejemplo, el que quiere conservar el vino para beberlo o a un hombre para su utilidad o deleite, de suyo se ama a sí mismo y accidentalmente al vino o al hombre. Pero Dios quiere el bien de cada ser en sí mismo, aunque también ordene uno a la utilidad de otro. Dios, pues, se ama verdaderamente a sí mismo y a los otros seres.

Como todo ser quiere o apetece naturalmente a su manera el propio bien, si la razón del amor es que el amante quiera o desee el bien del amado, consiguientemente, el sujeto que ama ha de estar, con relación a lo amado, como una cosa con la que de alguna manera es uno. Y aquí se ve que la razón propia del amor consiste en que el afecto de uno tiende a otro como un objeto con quien de algún modo es uno. Por esto dice Dionisio que “el amor es una virtud unitiva”. Cuanto aquello por lo que el amante es uno con el amado es mayor, tanto más intenso es el amor. Queremos más, por ejemplo, a los que nos une el origen o un trato habitual, o algo semejante, que a los que nos une solamente la sociedad de la naturaleza humana.

Además, cuanto más íntimo es al que ama el fundamento del amor, tanto más firme es. Por esto a veces el amor que proviene de alguna pasión es más vehemente que el que tiene por causa el origen natural o un hábito, pero también desaparece más fácilmente. Ahora bien, el fundamento de que todas las cosas estén unidas a Dios, que es su bondad, a quien todos imitan, es lo más íntimo a Dios, por ser su misma bondad. Por lo tanto, en Dios existe el amor que es no sólo verdadero, sino perfectísimo y firmísimo.

El amor no importa nada que repugne a Dios por parte del objeto, que es el bien. Tampoco por parte de su disposición en orden al objeto, porque el amor no disminuye con la posesión de la cosa, sino que, por el contrario, aumenta, ya que un bien aun es más afín cuando se posee. Por esto, en las cosas artificiales, el movimiento hacia el fin se intensifica por la proximidad del fin (aunque a veces sucede lo contrario, pero es accidentalmente; es decir, cuando en el objeto amado experimentamos algo que se opone al amor, entonces se ama menos cuando se le posee). El amor, por lo tanto, no repugna a la perfección divina según la razón de su especie. Existe, pues, en Dios.

Es propio del amor el mover a la unión, como dice Dionisio. Como quiera que el afecto del que ama está de alguna manera unido al objeto amado por cierta semejanza o conveniencia que existe entre ellos, el apetito tiende a verificar la unión, en el sentido de que quiere completar la unión comenzada en el afecto. Por esto, los amigos se complacen en encontrarse, en conversar y en vivir juntos. Ahora bien, Dios mueve a los demás seres a la unión, pues dándoles el ser y las otras perfecciones, los une a sí mismo en cuanto esto es + posible. Dios, pues, ámase a sí mismo y a los demás seres.

El principio de todo afecto es el amor, pues el gozo y el deseo tienen por término un bien amado, y la causa del temor y de la tristeza no es más que el mal opuesto al bien amado, y todas las otras afecciones proceden de éstas. Pero en Dios, como hemos demostrado (c. 90), existe el gozo y la delectación. Luego también el amor,

Puede parecer a alguno que Dios no ama más a una cosa que a otra; pues si la intensidad o disminución pertenecen propiamente a la naturaleza variable, no pueden convenir a Dios, que es completamente inmutable.

Además, nada de lo que se atribuye a Dios por modo de operación se le atribuye como susceptible de más y menos, pues ni conoce a un ser más que otro ni se complace en esto más que en lo otro.

Hay que tener en cuenta, para solucionar esto, que, si las otras operaciones del alma tienen un solo objeto, el amor parece referirse a dos. En efecto: por el hecho de entender o complacernos nos relacionamos en cierta manera con un objeto. Ahora bien, el amor quiere algo para alguien, pues amamos una cosa cuando queremos un bien para ella de la manera que hemos indicado. Por esto, las cosas que apetecemos decimos desearlas en sentido escueto y propio, no amarlas, pues más bien nos amamos a nosotros al apetecerlas. Por esta razón se habla accidental 1 e impropiamente cuando se dice que se aman. -Las otras operaciones no son susceptibles de más y menos sino según el vigor de la acción; lo que no puede convenir a Dios. Pues el vigor de la acción se mide por la virtud de quien procede, y toda acción divina procede de una sola e idéntica virtud. -En cuanto al amor, es susceptible de más y menos en dos sentidos. Primeramente, por el bien que queremos para alguno; decimos, en efecto, que amamos más a aquel para quien queremos un bien mayor. En segundo lugar, por el vigor de la acción, y en este sentido decimos que amamos más a aquel para quien queremos, aunque no un bien mayor, sí un bien igual con más ardor y eficacia. Ahora bien, nada se opone a que Dios ame más a uno que a otro en el primer sentido, es decir, en cuanto quiere para él un bien mayor. En el segundo sentido, en cambio, no puede hacerlo, por la razón indicada.

Es claro, por todo lo dicho, que ninguna de nuestras afecciones puedan existir en Dios, a excepción del gozo y del amor. -Mas en El no están con caracteres de pasión como en nosotros.

La autoridad de la Escritura atestigua que en Dios existe el gozo o delectación. Dice el Salmo: “Deleites en tu derecha para siempre”. Y en el capítulo 9 de los Proverbios dice la Sabiduría divina que, como hemos probado, es Dios: “Me deleitaba en todo tiempo gozándome ante él”. San Lucas dice: “Tal os digo que será el gozo en el cielo por un pecador que haga penitencia”. -Y el mismo Filósofo, finalmente, dice en el libro VII de los “Éticos”: “Dios goza eternamente con una delectación única y simple”.

También recuerda la Escritura el amor de Dios. Dice en el Deuteronomio: “El ama a los pueblos”. Y en Jeremías: “Te amé con amor eterno”. Y en San Juan: “El Padre os ama”. -Algunos filósofos enseñaron igualmente que el amor de Dios es el principio de los seres. Con lo cual están de acuerdo estas palabras de Dionisio, en el capítulo 4 “De los nombres divinos”: “El amor de Dios no le permitió existir infecundo”.

Mas es necesario observar que, si la divina Escritura atribuye a Dios los otros efectos, que repugnan por su misma especie a la perfección divina, no lo hace en un sentido propio, como ya se ha probado, sino metafóricamente, por la semejanza de efectos o de algún afecto precedente.

Y digo por la semejanza de efectos, porque, dirigida sabiamente, tiende a producir un efecto a que otro está inclinado por su pasión defectuosa. Así, por ejemplo, el juez inflige un castigo por justicia, y un airado hace lo mismo por ira. Se dice, pues, que Dios está airado en cuanto sabiamente quiere castigar a alguien. En este sentido dícese en el Salmo: “Pues se inflama de pronto su ira”. Se le llama misericordioso por cuanto, por su benevolencia, quita las miserias de los hombres, como nosotros hacemos lo mismo por la pasión de la misericordia. Así se dice en el Salmo: “El Señor es piadoso y benigno, paciente y misericordiosísimo”. Se le llama también algunas veces arrepentido, en cuanto, según el eterno e inmutable orden de su providencia, restablece lo que antes había destruido o destruye lo que antes hizo; lo mismo que hacen, según vemos, los movidos a penitencia. En este sentido dícese en el Génesis: “Me arrepiento de haber hecho el hombre”. Y que esto no se afirme con un sentido propio es claro por las palabras del libro 1 de los Reyes: “El esplendor de Israel no se doblegará, no se arrepentirá”,

Hemos dicho en segundo lugar que la Escritura atribuye a Dios estas pasiones por semejanza de una afección precedente. Pues el amor y el gozo, que están en Dios en su sentido propio, son los principios de todas las afecciones: el amor, a modo de motor, y el gozo, a modo de fin. Por esto, los que castigan airados se gozan en ello como en un fin conseguido. Si se afirma, pues, que Dios se entristece, es en cuanto suceden algunos casos contrarios a los que El ama y aprueba; como nosotros nos entristecemos de lo que nos sucede contra nuestro gusto. Tenemos una prueba de esto en las palabras de Isaías: “(Lo) vio el Señor y apareció el mal ante sus ojos, porque no hay juicio. Y vio que no hay varón; y quedó en apuro, porque no hay quien se ponga de por medio”.

Todo lo que precede destruye el error de algunos judíos, que atribuyen a Dios la ira, la tristeza, el arrepentimiento y todas las pasiones en sentido propio, no distinguiendo entre lo que la Sagrada Escritura dice en sentido propio y metafóricamente.

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