CAPÍTULO XCI: De qué modo se reduzcan las cosas humanas a las causas superiores

CAPÍTULO XCI

De qué modo se reduzcan las cosas humanas a las causas superiores

De todo lo anteriormente expuesto podemos inferir cómo se reducen las cosas humanas a las causas superiores, y que no se hacen fortuitamente.

Porque las elecciones y voliciones humanas son inmediatamente dispuestas por Dios (c. 85 ss.). Por el contrario, el conocimiento humano, o sea, el intelectual, es gobernado por Dios mediante los ángeles (capítulo 79). Sin embargo, cuanto atañe al cuerpo, sean cosas interiores o exteriores, destinadas al uso, es distribuido por Dios mediante los ángeles y los cuerpos celestes (cc. 78, 82).

Y la razón general de esto es única, a saber: es preciso que lo multiforme, mudable y capaz de fallar, sea reducido como a su principio a lo que es uniforme, inmóvil e incapaz de fallar. Ahora bien, todo cuanto hay en nosotros es vario, cambiable y defectible.

Porque es evidente que nuestras elecciones son múltiples, pues vemos que diversos individuos, entre la diversidad, eligen cosas diversas. Y son, además, mudables, bien por la inconstancia del ánimo, que no está asentado en el último fin, o bien por la variación de cuantas cosas nos rodean. Y son también defectibles, como lo atestiguan los pecados de los hombres. -Sin embargo, la voluntad divina es uniforme, pues, queriendo una cosa, quiere todas las demás; y es inmutable e indeficiente, según demostramos en el libro primero (capítulos 13, 15). Luego es necesario que todos los movimientos de voliciones y elecciones se reduzcan a la voluntad divina. Y no a otra causa, porque sólo Dios es causa de nuestras voliciones y elecciones.

Igualmente, también nuestra inteligencia es múltiple, porque recibimos la verdad inteligible como congregando muchas cosas sensibles. Y es también mudable, porque, discurriendo de una cosa a otra, llega de lo conocido a lo desconocido. Y, además, defectible, por la mezcla de la fantasía y los sentidos, como lo demuestran los errores de los hombres. -Por el contrario, el conocimiento de los ángeles es uniforme, porque de la única fuente de verdad, que es Dios, reciben el conocimiento de la misma (c. 80). Y es también invariable, porque sin discurrir de los efectos a las causas, o viceversa, ven con una simple intuición la verdad pura de las cosas (l. 2, c. 96 ss.). Y, además, indefectible, porque ven en sí mismas las naturalezas o esencias de las cosas, sobre las cuales no puede errar el entendimiento -como tampoco yerra el sentido respecto de los sensibles propios-. Nosotros, sin embargo, conjeturamos las esencias de las cosas a través de sus accidentes y efectos. Luego es necesario que nuestro conocimiento intelectual esté regulado por el angélico.

Por otra parte, acerca de los cuerpos humanos y de las cosas exteriores al servicio del hombre, es evidente que también se da en ellos multiplicidad de mezcla y de contrariedad; y que no siempre se mueven de igual modo, porque sus movimientos no pueden ser continuos; y que son defectibles por alteración y corrupción. -Mas los cuerpos celestes son uniformes, porque son simples y exentos de toda contrariedad. Y sus movimientos son uniformes, continuos e invariables. Y no hay en ellos alteración ni corrupción. Es, pues, necesario que nuestros cuerpos y cuanto está a nuestro servicio esté regulado por el movimiento de los cuerpos celestes.

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