CAPÍTULO VIII
Solución a las autoridades que invocaba Arrio en su favor
Mas como la verdad no puede ser contraria a la verdad, es evidente que aquellos testimonios de las verdaderas Escrituras que los arrianos alegaron para confirmar su error no favorecen a su opinión (cf. c. 6), puesto que, demostrándose (c. precedente) por la Escritura divina que la esencia y naturaleza divina del Padre y del Hijo son una misma numéricamente, por lo cual ambos se llaman verdadero Dios, es necesario que el Padre y el Hijo no sean dos dioses, sino un solo Dios. Pues si hubiese varios dioses, entonces la esencia de la divinidad tendría que estar repartida entre ambos, tal como entre dos hombres se distingue la humanidad numéricamente, sobre todo siendo una misma cosa la naturaleza divina y Dios, según se demostró antes (l. 1, c. 21); siguiéndose necesariamente de esto que, existiendo una misma naturaleza en el Padre y en el Hijo, el Padre y el Hijo sean un solo Dios. Por tanto, aun cuando confesamos que el Padre es Dios y que el Hijo es Dios, no nos apartamos de la doctrina que establecimos sobre el Dios único en el libro 1 (c. 42) con argumentos de razón y de autoridad. Así, pues, existiendo un solo Dios verdadero, confesarnos, no obstante, que la divinidad se predica del Padre y del Hijo.
Luego, cuando el Señor, hablando con el Padre, dice: “Para que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero”, no hay que entenderlo de modo que sólo el Padre fuese verdadero Dios y el Hijo no lo fuera, como se prueba claramente con el testimonio de la Escritura; sino que aquella deidad que es única y verdadera conviene al Padre, pero sin excluir de ella al Hijo. Por eso no dijo expresamente el Señor: “Para que conozcan al solo Dios verdadero”, como si sólo Él fuese Dios, sino esto: “Para que te conozcan a ti”; y añadió: “Sólo Dios verdadero”, para demostrar que el Padre, del cual Él se proclama Hijo, es Dios, en quien se encuentra aquella deidad que es única y verdadera. Y como es preciso que un hijo verdadero sea de la misma naturaleza que el padre, síguese que más convendrá al Hijo tener dicha divinidad única y verdadera que ser excluido de ella. Por lo cual, también Juan, al final de su primera canónica, como glosando estas palabras del Señor, atribuye al verdadero Hijo las dos cosas que aquí dice el Señor del Padre, esto es, que es verdadero Dios y que en Él está la vida eterna, diciendo: “Para que conozcamos al que es verdadero Dios y estemos en su verdadero Hijo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna”. Mas si el Hijo hubiese declarado que únicamente el Padre es verdadero Dios, no por eso hay que excluir al Hijo de la verdadera divinidad, porque como el Padre y el Hilo son un solo Dios, según se demostró (c. prec.), todo cuanto se dice del Padre en razón de su divinidad es igual que si se dijese del Hijo, y viceversa. Pues, aunque dijese el Señor: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo”, no se ha de entender que el Padre o el Hijo no se conocen a sí mismos.
Y por esto es evidente también que la verdadera divinidad del Hijo no queda excluida en estas palabras de Apóstol: “A quien hará aparecer a su tiempo el bienaventurado y solo Monarca, Rey de reyes y Señor de los señores”. Porque en estas palabras no se nombra al Padre, sino a lo que es común al Padre y al Hijo. Pues en el Apocalipsis se expresa claramente que el Hijo es Rey de reyes y Señor de los que dominan, cuando se dice: “Vestía un manto empapado de sangre y tenía por nombre Verbo de Dios”; y se añade después: “Y tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes y Señor de los que dominan”. Y por lo que sigue: “El único inmortal”, no se excluye al Hijo, porque también concede la inmortalidad a los que creen en Él; por eso se dice: “Todo el que cree en mí no morirá para siempre”. Y lo que sigue: “A quien ningún hombre vio ni puede ver”, ciertamente conviene al Hijo, porque ha dicho el Señor: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre”. Y esto no impide que apareciese visiblemente, porque se apareció según la carne. Sin embargo, según la deidad, es invisible como el Padre. Por donde dice el Apóstol en la misma epístola: “Sin duda que es grande el misterio de la piedad que se ha manifestado en la carne”. Ni ello obliga a que entendamos estas cosas como dichas sólo del Padre, porque se dicen como si conviniese que uno fuera el que manifiesta y otro el manifestado. Puesto que el Hijo también se manifestó de por sí, pues dice Él: “Quien me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él”. Por eso también le decimos: “Muéstranos tu rostro y seremos salvos”.
Y cómo haya que entender estas palabras del Señor: “El Padre es mayor que yo”, nos lo enseña el Apóstol. Como el “más” y el “menos” están relacionados, hay que entenderlo como dicho del Hijo en cuanto que se empequeñeció. El Apóstol demuestra que Él se empequeñeció al tomar forma de siervo, permaneciendo, sin embargo, igual al Padre según la forma divina, pues dice: “Quien existiendo en la forma de Dios no reputó como una usurpación el mantenerse igual al Padre, antes se anonadó tornando la forma de siervo”. Ni es de admirar si por esto el Padre se dice mayor que Él, al llamarle también el Apóstol menor que los ángeles: “Pero sí vemos –dice- al que Dios hizo poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte”. -Y esto demuestra también que por esta misma razón se dice que el Hijo está “sometido al Padre”, esto es, en cuanto a la naturaleza humana, como puede verse por el contexto; pues el Apóstol había dicho antes: “Por un hombre vino la muerte… y por un hombre vino la resurrección de los muertos”. Y después añadía: “Cada uno resucitará a su tiempo: primero Cristo, luego los de Cristo”; y luego: “Después será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino”. Y, demostrado en qué consiste tal reino, a saber, en el dominio universal, añade con razón: “Cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a El todo se lo sometió”. Luego el mismo contexto de la cita demuestra que esto debe entenderse de Cristo en cuanto hombre, porque, siéndolo, murió y resucitó. Porque, según la divinidad, “al hacer todo lo que hace el Padre”, como se demostró (c. 7), también Él sometió a sí todas las cosas. Por esto dice el Apóstol: “Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas”.
Y porque en las Escrituras se diga que el Padre da al Hijo, siguiéndose que Él “recibe”, no se puede declarar que hay en El alguna indigencia, antes bien, exígelo la razón de Hijo, porque no podía llamarse Hijo si no fuera engendrado por el Padre; ahora bien, todo engendrado recibe la naturaleza del generante. Luego, al decir que el Padre da al Hijo, no hay que entender más que la generación del Hijo, según la cual el Padre dio al Hijo su naturaleza. -Y puede entenderse así, considerando lo que se da. Porque dice el Señor: “Lo que mi Padre me dio es mayor que todo”. Pero lo que es mayor que todo es la divina naturaleza, en la cual el Hijo es igual al Padre, como lo demuestran las mismas palabras del Señor. Pues antes dijo: “Sus ovejas nadie podrá arrebatarlas de su mano”. Y para probarlo aduce las palabras citadas, esto es: “Lo que el Padre le dio es mayor que todo”, porque “nadie podrá arrebatarlo -como dice a continuación- de la mano de mi Padre”. Siguiéndose de esto que tampoco de la mano del Hijo. Mas no se seguiría, si no fuese igual al Padre, por lo que recibió de Él. De donde para explicarlo más claramente añadió: “Yo y el Padre somos uno”. E igualmente dice el Apóstol: “Y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos”. El nombre más sublime de todo, que venera toda criatura, no es otro que el nombre de la divinidad. Luego por esta donación se entiende la misma generación por la que el Padre dio al Hijo verdadera divinidad. Esto mismo se demuestra también al decir que “todas las cosas le fueron entregadas por el Padre”. Y no le serían entregadas todas las cosas si toda la plenitud de la divinidad que está en el Padre no estuviese en el Hijo.
Así, pues, por haber afirmado que el Padre le ha dado, se proclama, contra Sabelio, verdadero Hijo (cf. c. 5). Y por la grandeza de lo que se da, se declara igual al Padre, para que Arrio quede confundido. Luego está claro que tal donación no indica indigencia en el Hijo. Porque no existió el Hijo antes de que se le diese tal donación, al ser su generación la misma donación. Ni la plenitud de lo dado permite que aquel a quien consta que se le dio pueda estar necesitado.
Ni se opone a lo dicho el que se lea en las Escrituras que el Padre diese poder en el transcurso del tiempo a su Hijo, según el dicho del Señor a sus discípulos después de la resurrección: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”; y el Apóstol dice: “Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, porque fue obediente hasta la muerte”, como si no hubiera tenido este nombre desde la eternidad. Porque es un modo acostumbrado en la Escritura decir que algunas cosas existen o han sido hechas cuando se conocen. Ahora bien, que el Hijo recibiese desde la eternidad un poder universal y un nombre divino, se dio a conocer al mundo después de la resurrección, por la predicación de los apóstoles. Demuéstranlo también las palabras del Señor, pues dice: “Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese”. Por lo tanto, pide que la gloria que como Dios recibió del Padre desde la eternidad se manifieste en El hecho ya hombre.
Y por esto se ve cómo el Hijo no siendo ignorante, es enseñado. Porque se demostró en el libro 1 (c. 25) que en Dios es lo mismo el entender y el ser. Por eso la comunicación de la naturaleza divina es también una comunicación de la inteligencia. Ahora bien, la comunicación de la inteligencia puede llamarse “demostración”, o “locución”, o “enseñanza”. Luego, por el hecho de que el Hijo recibiese del Padre en su nacimiento la naturaleza divina, se dice que el Hijo aprendió del Padre o que el Padre “le mostró”, y otras cosas parecidas que se leen en las Escrituras; y no quieren decir que el Hijo fuese antes ignorante o nesciente y que el Padre le enseñó después. Porque el Apóstol declara que Cristo es llamado “poder y sabiduría de Dios”, y no es posible que la sabiduría sea ignorante ni que el poder se debilite.
Así también la frase “no puede el Hijo hacer nada por sí mismo”, no demuestra que haya en Él debilidad alguna para obrar, sino que como para Dios el obrar no es otra cosa que el ser, y su acción no es otra cosa que su esencia, como ya se probó (l. 1, c. 45), así se dice que el Hijo no puede obrar por sí solo, sino que obra por el Padre; como no puede existir por sí solo, sino sólo por el Padre; pues, si existe por sí solo, ya no sería Hijo. Luego, no pudiendo dejar de ser Hijo, tampoco podrá obrar por sí solo. Pero, como el Hijo recibe la misma naturaleza que el Padre y, en consecuencia, el mismo poder, aunque no exista por sí solo ni por sí solo obre, sin embargo existe “de por sí” y “de por sí” obra; porque así como existe por su propia naturaleza, que recibió del Padre, también obra por la propia naturaleza recibida del Padre. Por eso, después que el Señor dijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo”, con el fin de manifestar que, aunque el Hijo no obra por sí solo, sin embargo obra de por sí, añadió: “Lo que éste -a saber, el Padre- hace, lo hace igualmente el Hijo”.
Por lo dicho también se ve cómo “el Padre manda al Hijo”, y “el Hijo obedece al Padre”, o “ruega al Padre”, o “es enviado por el Padre”, ya que todo esto conviene al Hijo en cuanto está sujeto al Padre; lo culi no tiene lugar sino según la humanidad asumida, como se demostró. Por lo tanto, el Padre manda al Hijo en tanto le está sujeto según la naturaleza humana. Y esto manifiesta también las palabras del Señor. Puesto que cuando el Señor dice “Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago”, se demuestra cuál es este mandato por lo que sigue: “Levantaos, vámonos de aquí”; pues dijo esto acercándose a la Pasión; ahora bien, el mandato de padecer es evidente que no compete al Hijo sino en cuanto a su naturaleza humana. Igualmente, cuando dice: “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor”, es evidente que estos preceptos pertenecen al Hijo en cuanto es amado por el Padre, como hombre, así como Él amaba a los discípulos como hombres. Y que los mandatos del Padre al Hijo hay que tomarlos según la naturaleza humana asumida por el Hijo, lo demuestra el Apóstol, diciendo que el Hijo fue obediente al Padre en lo que pertenece a la naturaleza humana; pues dice: “Fue hecho obediente hasta la muerte”. También demuestra el Apóstol que el rogar conviene al Hijo según la naturaleza humana. Porque dice que, “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle, fue escuchado por su reverencial temor”. Y también que, en cierto modo, se dice que fue enviado por el Padre, lo demuestra el Apóstol cuando dice: “Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer”. Por lo tanto, es llamado enviado porque fue hecho de mujer; cosa que ciertamente le conviene por haber asumido la carne. Luego está claro que con todo esto sólo se puede demostrar que el Hijo está sometido al Padre según la naturaleza humana. Pero hay que advertir que también se dice que el Hijo es enviado por el Padre invisiblemente en cuanto Dios, sin perjuicio de la igualdad que tiene con el Padre, como después se demostrará (c. 23), al tratar de la misión del Espíritu Santo.
Del mismo modo es evidente también que, porque el Hijo sea “glorificado por el Padre” o es “resucitado” o “levantado”, no se puede demostrar que el Hijo sea menor que el Padre sino según la naturaleza humana. Pues el Hijo no necesita de glorificación, como si la recibiese de nuevo, habiendo declarado El que la tuvo “antes que el mundo existiese”; sin embargo, convenía que su gloria, que estaba latente bajo la flaqueza de la carne, se manifestase por la glorificación de la carne y por la realización de los milagros, para seguridad de los pueblos creyentes. Y a propósito de esta ocultación se dice: “En verdad oculto está, su rostro. Por eso no le estimamos”. Igualmente, Cristo fue resucitado en cuanto que padeció y murió, esto es, según la carne. Porque se dice: “Puesto que Cristo padeció en la carne, armaos también del mismo pensamiento”. También fue conveniente que fuera exaltado en cuanto que fue humillado. Pues también dice el Apóstol: “Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, por lo cual Dios le exaltó”.
Así, pues, porque el Padre glorifique al Hijo, le resucite y le exalte, el Hijo no aparece menor que el Padre sino en cuanto a la naturaleza humana. Porque, según la naturaleza divina, en la cual es igual al Padre, la misma operación tienen el Padre y el Hijo. Por eso, el mismo Hijo se eleva con su propio poder, según aquello del Salmo: “Ensálzate, Yavé, en tu fortaleza”. El mismo se resucita, porque dice de sí mismo: “Tengo poder para dar mi alma y poder para volver a tomarla”. Y no sólo se glorifica a sí mismo, sino también al Padre, porque dice: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique”. No porque el Padre esté oculto por el velo de la carne asumida, sino por la invisibilidad de su naturaleza. De este modo también el Hijo está oculto, según la naturaleza divina; porque es común al Padre y al Hijo lo que se dice: “En verdad tú eres un Dios escondido, Santo de Israel, Salvador”. Pues bien, el Hijo glorifica al Padre, no dándole gloria, sino manifestándole al mundo, pues en el mismo lugar dice: “He manifestado tu nombre a los hombres”.
Y no hay que pensar que en Dios Hijo haya alguna falta de poder, porque dice Él: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”. Por eso, lo que Él dice: “Sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me toca a mí otorgarlo; es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre”, no prueba que el Hijo no tenga poder sobre los tronos celestes que se han de distribuir, puesto que por dicha sesión se entiende una participación de la vida eterna, cuya entrega demuestra que le pertenece al decir: “Mis ovejas oyen mi voz, yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna”. También se dice que “el Padre ha entregado al Hijo todo poder de juzgar”. Ahora bien, pertenece al juicio el que algunos sean colocados por sus méritos en la gloria eterna; de donde también se dice: “Pondrá las ovejas a su diestra y los cabritos a su izquierda”. Luego pertenece al poder del Hijo el colocar a uno a la derecha o a la izquierda, bien se refieran ambas cosas a la diferente participación de la gloria o bien una a la gloria y otra al castigo. Conviene, por tanto, tomar el sentido del texto de las palabras que le anteceden. Y antes se dice que la madre de los hijos del Zebedeo se acercó a Jesús pidiéndole que uno de sus hijos se sentara a su derecha y el otro a su izquierda; y para pedir esto parecía movida por cierta confianza en el parentesco carnal que tenía con Cristo hombre. El Señor, en este caso, no dijo en su respuesta que no pertenecía a su poder dar lo que pedían, sino que no le pertenecía a Él darlo a aquellos para quienes se pedía. Por eso no dijo: “Sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me toca a mí”, sino que más bien demostró que le tocaba darlo a “aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre”. Ya que no le pertenecía el dar esto en cuanto hijo de la Virgen, sino en cuanto Hilo de Dios. Y, por lo tanto, no le pertenecía darlo a quienes eran sus allegados en cuanto que era hijo de la Virgen, esto es, según el parentesco carnal; sino a quienes le pertenecían en cuanto que era hijo de Dios, para quienes estaba preparado por el Padre en la predestinación eterna. Y que esta preparación pertenece también al poder del Hijo, lo declara el mismo Señor al decir: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar”. Ahora bien, las múltiples moradas son los diversos grados de bienaventuranza a participar, las cuales han sido desde la eternidad preparadas por Dios en la predestinación. Por eso, cuando el Señor dice: “Si no fuera así”, esto es, si faltasen para los hombres que han de ser introducidos en la bienaventuranza moradas preparadas; y añade: “Os lo diría, porque voy a preparar el lugar”, demuestra que tal preparación pertenece a su poder.
Tampoco se puede pensar que el Hijo ignorase la hora de su venida, “estando escondidos en El todos los tesoros de sabiduría y de ciencia”, como dice el Apóstol, y conociendo perfectamente lo más grande, es decir, al Padre. Mas el sentido es éste: porque el Hijo, constituido hombre entre los hombres, se porté como ignorante mientras no se lo reveló a los discípulos. Porque es un modo de hablar acostumbrado en las Escrituras el que se diga que Dios conoce una cosa cuando la da a conocer. Por ejemplo: “Ahora he conocido que en verdad temes a Dios”, esto es, “ahora hice conocer”. E igualmente se dice, a la inversa, que el Hijo ignora lo que no nos hace conocer.
La tristeza y el temor y otras cosas semejantes, es evidente que pertenecen a Cristo en cuanto hombre. Pero esto no puede aminorar en modo alguno la divinidad del Hijo.
Y al decir que la sabiduría “e creada”, se puede entender, en primer lugar, no de la sabiduría que es el Hijo de Dios, sino de la sabiduría que Dios insertó en las criaturas. Porque se dice: “Es el Señor quien la creó -es decir, a la sabiduría- y la derramó sobre todas sus obras”. -También se puede referir a la naturaleza creada asumida por el Hijo, de modo que el sentido sea “desde el principio y antes de los siglos me creó”; esto es, “se previó que me uniría a Gas criaturas”. -O, por eso de que la sabiduría es llamada “creada” y engendrada, se nos insinúa el modo de la generación divina, ya que en la generación lo que se engendra recibe la naturaleza del engendrante, lo cual es una perfección; sin embargo, en la generación que se da en nosotros, el engendrante se cambia, lo cual es una imperfección. Ahora bien, en la creación el creador no se inmuta, pero lo creado tampoco recibe la naturaleza del creador. Por eso, el Hijo es llamado a la vez “creado” y “engendrado”, para que por creación se entienda la inmutabilidad del Padre y por generación la unidad de naturaleza entre el Padre y el Hijo. Y así expuso un sínodo este sentido de la Escritura, como consta por San Hilario.
Y si el Hijo es llamado “primogénito de toda criatura”, no es porque el Hijo está en el orden de las criaturas, sino porque el Hijo procede del Padre y recibe del Padre, de quien proceden y reciben las criaturas. Pero el Hijo recibe del Padre la misma naturaleza; las criaturas no. Por lo cual el Hijo no sólo es llamado “primogénito”, sino también “unigénito”, debido al modo peculiar de recibir.
Por eso, lo que el Señor dice al Padre respecto de sus discípulos: “A fin de que sean uno, como nosotros somos uno”, demuestra por cierto que el Padre y el Hijo son uno, de igual modo que conviene que los discípulos sean uno, a saber, por el amor; mas este modo de unión no excluye la unidad de esencia; al contrario, la corrobora. Porque se dice: “El Padre ama a su Hijo y ha puesto en su mano todas las cosas”; por lo que se demuestra que en el Hijo está la plenitud de la divinidad, como se dijo (v. sup.).
Así, pues, es evidente que los testimonios de las Escrituras que los arrianos invocaban en su favor no son contrarios a la verdad que profesa la fe católica.
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