CAPÍTULO LXXXVIII: Sólo Dios puede ser causa directa de nuestras elecciones y voliciones, y no las substancias separadas creadas

CAPÍTULO LXXXVIII

Sólo Dios puede ser causa directa de nuestras elecciones y voliciones, y no las substancias separadas creadas

No se ha de creer que las almas celestes -dado que existan- o cualesquiera otras substancias intelectuales separadas puedan dirigir nuestra voluntad o ser causa de nuestra elección.

Las acciones de todos los seres creados están dentro del orden de la divina providencia; por eso no pueden obrar al margen de sus leyes. Y es ley de la providencia que cada uno se mueve inmediatamente por su causa próxima. Luego la causa superior creada no puede mover ni hacer nada al margen de tal orden. Es así que el motivo próximo de la voluntad es el bien entendido -que es su objeto- y que por él se mueve como la vista por el color. Por consiguiente, ninguna substancia creada puede mover a la voluntad sino mediante el bien entendido. Y esto es según que le manifiesta que algo es bueno para obrar; lo que equivale a “persuadir”. Luego ninguna substancia creada puede obrar en la voluntad o ser causa de nuestra elección si no es como quien persuade.

Una cosa es por naturaleza movida y afectada pasivamente por aquel agente cuya forma puede reducirla en acto, pues todo agente obra por su forma. Es así que la voluntad es reducida al acto por lo apetecible, que aquieta el movimiento de su deseo; y sólo en el bien divino se aquieta el deseo de la voluntad como en su último fin, según consta por lo dicho (cc. 37, 50). Como agente, pues, sólo Dios puede mover la voluntad.

Así como en la cosa inanimada se encuentra la inclinación natural al propio fin -la cual se llama apetito natural-, del mismo modo en la substancia intelectual se halla la voluntad, que llamamos apetito intelectual. Pero las inclinaciones naturales sólo las da quien creó la naturaleza. Según esto, el inclinar la voluntad en un sentido será exclusivo de quien es causa de la naturaleza intelectual. Y esto es privativo de Dios, como consta por lo anterior (l. 2, c. 87). Por consiguiente, sólo Él puede inclinar nuestra voluntad.

Lo violento, como se dice en el III de la “Ética”, es aquello “cuyo principio es extrínseco, sin aportación de quien lo sufre”. Luego, si la voluntad se mueve por un principio extrínseco, habrá un movimiento violento -y digo moverse por un principio extrínseco que la mueva “a modo de agente” y no “a modo de fin”. -Pero lo violento se opone a lo voluntario. Por tanto, no es posible que la voluntad se mueva por un principio extrínseco, amado de agente; al contrario, todo movimiento de la voluntad debe procede/ del interior. Ahora bien, ninguna substancia creada se une al alma intelectual en lo interno, sino sólo Dios, que es la causa única del ser y quien la mantiene en el mismo. Luego sólo Dios puede ser causa del movimiento voluntario.

Lo violento se opone al movimiento natural y voluntario, porque estos dos han de partir de un principio intrínseco. Mas el que obra desde fuera sólo mueve naturalmente cuando causa en el móvil un principio intrínseco de movimiento. Por ejemplo, el que engendra, al dar la forma de gravedad al cuerpo grave engendrado, muévelo naturalmente hacia abajo Es así que nada extrínseco puede mover sin violencia al cuerpo natural, a no ser accidentalmente, como quien quita el obstáculo -que más bien es servirse del movimiento o de la acción que causarlos-. En consecuencia, sólo podrá causar el movimiento de la voluntad aquel agente que, sin violencia, produce el principio intrínseco de tal movimiento, que es la potencia de la voluntad. Y tal agente es Dios, creador único del alma, según se ha demostrado en el libro segundo (c. 87). Por tanto, únicamente Dios puede mover sin violencia y como agente nuestra voluntad.

Por esto se dice en los Proverbios: “El corazón del rey a mano del Señor, y lo inclinará hacia donde quiera”. Y en otro lugar: “Dios es quien obra en nosotros el querer y su término, según su beneplácito”.

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