CAPÍTULO LXXXIII
El alma humana comienza a existir con el cuerpo
Mas porque vemos que son las mismas las cosas que comienzan y acaban, puede alguien pensar que, como el alma humana no deja de existir, no tuvo comienzo, sino que ha existido siempre. Lo que realmente parece se puede probar por las razones siguientes:
1. Lo que, en efecto, nunca teja de existir, tiene poder para existir siempre. Y de lo que tiene capacidad para existir siempre, nunca será verdad decir que “no existe”, porque su duración es tan amplia como su capacidad de existir. Mas lo que comienza a existir es cierto decir que alguna vez “no existe”. Luego lo que nunca dejará de ser ninguna vez comenzará a existir.
2. La verdad de los inteligibles, del mismo modo que no puede corromperse, así también, en cuanto está de su parte, es eterna, es necesaria; ahora bien, todo lo que s necesario es eterno, porque es necesario que exista aquello cuya no existencia repugna. Pero mediante la incorruptibilidad de la verdad inteligible se declara ser el alma incorruptible, por lo que se refiere a su existencia. Por igual razón, pues, de la eternidad de lo incorruptible se puede probar la eternidad del alma.
3. No es perfecto aquello que carece de muchas de sus partes principales. Por otra parte, es evidente que son las substancias intelectuales las partes más importantes del universo, en cuyo género, como se probó antes, están las almas humanas (c. 68). Por lo tanto, si cada día empiezan a existir tantas almas cuantos son los hombres que nacen, es evidente que cada día se añaden al universo muchas partes principales, faltándole todavía muchas. Luego hay que concluir que es imperfecto el universo. Y esto es imposible.
4. Algunos argumentan también con la autoridad de la Sagrada Escritura. Se dice, en efecto, en el Génesis, “que Dios completó su obra en el séptimo día y descansó de todo lo que hiciera”. Pero esto no sería verdad si Dios hiciese cada día nuevas almas. En consecuencia, no reciben la existencia actualmente nuevas almas humanas, sino que existen ya desde el principio del mundo.
Por estas y otras razones semejantes, algunos, dando por supuesta la eternidad del mundo, afirmaron que el alma humana, así como es incorruptible, del mismo modo existió desde el principio del mundo. De aquí que quienes, como los platónicos, enseñaron que las almas humanas son en su multitud inmortales, afirmaron que éstas existieron desde siempre y que ora se unen a los cuerpos, ora se separan de ellos, guardándose en esta alternativa un determinado período de años.
Sin embargo, los que dicen que las almas humanas son inmortales conforme a una cierta unidad procedente de cierta unidad común a todos los hambres que permanece después de la muerte, afirmaron que esta unidad permanente existió desde siempre y que es, o solamente el entendimiento agente, como afirmó Alejandro, o que, además del agente, es también el entendimiento posible, como enserió Averroes. Esto mismo parecen significar también las palabras de Aristóteles; en efecto, hablando él mismo del entendimiento, dice que es no solamente incorruptible, sino también “perpetuo”.
No obstante esto, algunos de los que profesan la fe católica, influenciados por las doctrinas platónicas, conservaron una posición media. Porque si, según la fe católica, nada hay que sea eterno fuera de Dios, no defendieron ellos la eternidad de las almas humanas, pero dijeron que ellas o fueron creadas con el mundo visible o antes que el mismo; pero, a pesar de ello, son de nuevo ligadas a los cuerpos. Entre los cristianos, Orígenes es el primero en defender esta opinión; y el mismo camino siguieron después muchos; y todavía síguese defendiendo actualmente entre los herejes: de éstos, los maniqueos afirman, con Platón, que las almas son eternas y que se pasan de un cuerpo al otro.
Pero fácilmente se puede demostrar que tales sentencias no están apoyadas en la verdad. Que el entendimiento posible y el agente no es uno para todos, ya antes lo hemos demostrado (cc. 59, 76). En consecuencia, sólo resta refutar estas posiciones que afirman haber muchas almas humanas, y, sin embargo, dicen que éstas existieron antes que el cuerpo: o eternamente o desde el principio del mundo. Lo que parece inconveniente por las siguientes razones:
Quedó arriba demostrado (c. 68) que el alma se une al cuerpo como forma y acto del mismo. Por otro lado, el acto, aunque sea naturalmente anterior a la potencia, sin embargo, en un mismo sujeto es posterior en el tiempo, pues lo que se mueve pasa de la potencia al acto. En consecuencia, en el ser vivo primero fue la semilla, que es la potencia, que el alma, que es el acto de la vida.
Es natural a cada forma unirse a la propia materia; de otra manera, lo constituido de forma y materia sería algo fuera de naturaleza. Pues antes se atribuye a cada uno lo que le es conveniente según la naturaleza que lo que está fuera del orden de la misma; en efecto, lo que conviene a uno fuera de su orden natural le adviene de modo accidental; pero lo que le viene de su naturaleza lo tiene esencialmente; mas lo que es accidental siempre es posterior a lo esencial. Por consiguiente, lo primero que conviene al alma es estar unida al cuerpo y no separada de él. Luego no fue creada antes que el cuerpo al que se une.
Toda parte separada de su todo es imperfecta. Pero el alma, porque es forma, como ya probamos (c. 68), es parte de la especie humana. Por consiguiente, existiendo en sí misma sin el cuerpo, es imperfecta. Ahora bien, lo perfecto es anterior a lo imperfecto en el orden de las cosas naturales. Luego no conviene al orden natural que el alma haya sido creada antes sin el cuerpo que unida al mismo.
Si las almas son creadas sin los cuerpos, hay que investigar cómo se unen a ellos. O se han unido violentamente o según su naturaleza. Si fue violentamente, como quiera que todo lo violento es contra la naturaleza, se sigue también que la unión del alma con el cuerpo está fuera del orden natural. Y así que el hombre, compuesto de los dos, es también algo innatural. Lo que es evidentemente falso. Además de esto, las substancias intelectuales son de un orden superior al de los cuerpos celestes. Sin embargo, en los cuerpos celestes no se encuentra nada violento o contrario; con mucha mayor razón no se encontrará en las substancias intelectuales.
Pero si las almas se unen naturalmente a los cuerpos, es porque ellas en su creación apetecieron ser unidas a ellos. Ahora bien, el apetito natural realiza inmediatamente su acto, a no ser que se lo impida algún obstáculo, como se observa en el movimiento de los graves y de los leves; sabemos, además, que la naturaleza obra siempre del mismo modo. Por lo tanto, las almas se hubiesen unido inmediatamente a los cuerpos desde que fueron creadas, a no ser que algún impedimento se hubiese antepuesto. Ahora bien, produce violencia todo lo que impide la ejecución del apetito natural.
En consecuencia, fue violento para las almas estar durante algún tiempo separadas de los cuerpos. Lo que no es conveniente, ya porque en estas substancias no puede darse nada violento, como vimos; ya porque lo que es violento y contra la naturaleza, por existir accidentalmente, no puede ser anterior a lo que es conforme a la naturaleza ni tampoco a lo que deriva de toda la especie.
Como cada uno desea naturalmente su misma perfección, es propio de la materia tender a la forma, y no lo contrario. Ahora bien, el alma se ordena al cuerpo como la forma se ordena a la materia, como demostramos antes (c. 68). Por lo tanto, la unión del alma con el cuerpo es, no por apetencia procedente del alma, sino por tendencia propia del cuerpo.
Si alguien afirma que una y otra cosa es natural en el alma, esto es, unirse al cuerpo o separarse de él, según los diferentes tiempos, esto parece ser imposible. Porque lo que cambia naturalmente en el sujeto es lo accidental, como, por ejemplo, la juventud y la vejez. Si, por consiguiente, unirse al cuerpo y separarse de él puede variar naturalmente lo que se refiere al alma, será accidental para el alma unirse con el cuerpo. De donde se seguiría que el hombre formado de esta unión no sería esencialmente un ser, sino más bien accidentalmente.
Todo lo que sufre alguna alteración, según la variedad del tiempo, está sujeto al movimiento celeste, al que sigue toda la marcha del tiempo. Por otra parte, las substancias intelectuales e incorpóreas, entre las que se cuentan las almas separadas, exceden todo el orden de los cuerpos. Y no pueden por eso estar sujetas a los movimientos celestes. Es, pues, imposible que unas veces se unan a los cuerpos y otras se separen de ellos, o que apetezcan ahora una cosa, ahora otra, según los diferentes tiempos.
Pero si alguien dice que ni por la violencia ni naturalmente se unen las almas a los cuerpos, sino más bien por voluntad espontánea, diremos que esto no puede ser. Nadie, si no es engañado, quiere ser reducido a un estado inferior. Pero el alma separada se encuentra en un estado superior al que tiene unida al cuerpo, si tenemos en cuenta la opinión de los platónicos, que afirman que, por la unión al cuerpo, sufre el alma el olvido de todo lo que antes conoció y se le retrasa la contemplación pura de la verdad. Se comprende, por lo tanto, que no quiera unirse al cuerpo si no es engañada. Pero en el alma no puede existir motivo del engaño, pues, según la opinión de los mismos platónicos, el alma tiene toda la ciencia. Ni tampoco se puede afirmar que el juicio procedente de ciencia universal falle en la elección de lo particular por causa de las pasiones, como sucede en los incontinentes, porque tales pasiones no pueden existir sin mudanza corporal; de donde se sigue que no pueden darse en el alma separada. No queda, pues, más solución que la de afirmar que, si el alma existió antes que el cuerpo, no se une a él por su propia voluntad.
Todo efecto que procede del concurso de dos voluntades no ordenadas entre sí es efecto casual, como sucede cuando alguien intenta comprar algo y encuentra en el mercado lo que busca, independientemente de todo convenio previo. Pero la voluntad propia del que engendra, de la cual depende la generación del cuerpo, no está de acuerdo con la voluntad del alma separada que quiere unirse al mismo. Por lo tanto, como sin la voluntad de los dos la unión del cuerpo y del alma no podría hacerse, hemos de concluir, pues, que tal unión es casual. Y de este modo la generación del hombre no procede de la naturaleza, sino más bien del acaso. Lo que es evidentemente falso, porque eso es lo que acontece la mayor parte de las veces.
Si, al contrario, se afirma que no se unen ni según su naturaleza ni por propia voluntad, sino más bien por mandato divino, esto no parece estar en lo cierto si las almas fueron creadas antes que los cuerpos. Dios dispuso cada cosa según el modo conveniente a la naturaleza de la misma, por lo que se dice en el Génesis al tratar de cada una de las criaturas: “Vio Dios que era buena”; y refiriéndose al mismo tiempo a todas: “Vio Dios todo lo que hizo, y era muy bueno”. Si, pues, creó las almas separadas de los cuerpos, hay que decir también que este modo de ser era más conveniente a la naturaleza de las mismas. Pues no es propio de la ordenación de la voluntad divina reducir las cosas a un estado inferior, sino al contrario, elevarlas a uno mejor. Por lo tanto, no será por ordenación divina por lo que el alma se une al cuerpo.
No es conforme con la divina sabiduría dignificar las cosas inferiores con detrimento de las superiores. Tratándose de las cosas, son inferiores los cuerpos engendrados y corruptibles. No sería, pues, propio de la divina sabiduría que, para elevar los cuerpos humanos, les una las almas prexistentes, pues esto no puede hacerse sin rebajar las almas, como se ve claramente por cuanto hemos dicho.
Considerando Orígenes todo esto que se deduce de la doctrina de que las almas fueron creadas todas al principio, enserió que el mandato divino de unir las almas a los cuerpos fue para castigo de las mismas. Pues afirmó que ellas pecaron antes que los cuerpos, y por ello fueron encerradas como en una cárcel, unas en cuerpos más nobles, otras en cuerpos menos nobles, según la gravedad del pecado de cada una.
Pero esta opinión no puede sostenerse. La pena es, en efecto, contraria al bien de la naturaleza, y por eso se llama mala. Si, por lo tanto, la unión del alma con el cuerpo tiene carácter de castigo, no constituye el bien natural. Lo que es imposible, por ser este bien lo que intenta la naturaleza misma, pues en él termina el acto de la generación natural. En segundo lugar, también el ser hombre no sería un bien en el orden de la naturaleza; lo que se opone, en efecto, a lo que dice el Génesis: que, después de crear al hombre, “vio Dios que era muy bueno todo lo quo había hecho”.
Del mal no puede provenir el bien si no es de un modo accidental. En consecuencia, si por causa del pecado del alma separada fue determinada la unión de la misma con el cuerpo, aunque esto sea en cierto modo un bien, lo será accidentalmente. Luego fue casual la formación del hombre. Y esto destruye la sabiduría divina, de quien se dice que estableció “todas las cosas con número, peso y medida”.
Diremos, además, que tal unión contradice la doctrina del Apóstol. Pues escribe en la Epístola a los Romanos, hablando de Esaú y de Jacob, que “antes que hubiesen nacido y antes de haber hecho algo bueno o malo, fue determinado que el mayor sería siervo del menor”. Por donde se ve que ninguna de sus dos almas pecó antes de ser dicha esta palabra, aunque fue dicha después de haber sido ellos concebidos, como enseña el Génesis.
Antes (c. 44), en donde se trata de la distinción de las cosas, se aducen muchas razones contra la sentencia de Orígenes, que también pueden valer aquí. Por lo que, omitiéndolas, pasaremos a otra cosa.
También se hace necesario decir que el alma humana o necesita de los sentidos o no los necesita. Sin embargo, experimentamos palpablemente que los necesita, porque el que está privado de alguno no tiene ciencia de aquellas cosas cuyo conocimiento viene por dicho sentido. Como, por ejemplo, el ciego de nacimiento no tiene ninguna ciencia ni entiende nada de los colores. Además de esto, si los sentidos no fuesen necesarios al alma humana para entender, no existiría en el hombre cierto orden de conocimiento sensitivo e intelectivo. De esto, por experiencia, nos consta lo contrario, ya que por los sentidos se forman en nosotros las imágenes, mediante las cuales recibimos las impresiones de las cosas, impresiones que nos llevan a comprender los principios universales de las ciencias y de las artes.
Si, pues, el alma humana necesita de los sentidos para entender, y como quiera que la naturaleza no priva a nadie de lo necesario para realizar la propia operación, como, por ejemplo, a los animales, que tienen alma sensitiva y movible, da los respectivos órganos del sentir y del mover, tampoco el alma humana habrá sido constituida sin los elementos necesarios para los sentidos. Pero éstos no obran sin los órganos corporales, como antes claramente se indicó (capítulo 57). Se concluye, por todo esto, que el alma humana no fue formada sin órganos corpóreos.
Mas si el alma humana no necesita de los sentidos para entender, y por eso se dice que fue creada sin el cuerpo, debe decirse que antes de unirse al cuerpo entendía por sí misma las verdades de todas las ciencias. Lo que también concedieron los platónicos, diciendo que las ideas, formas inteligibles separadas de las cosas, según la doctrina de Platón, son causa de la ciencia. De donde se sigue que el alma separada, si no existe ningún impedimento, recibiría el conocimiento completo de todas las ciencias. Se debe decir, por lo tanto, que al encontrarse en estado de ignorancia cuando se une al cuerpo, es porque se olvidó de su anterior ciencia. Lo que también confiesan los platónicos, diciendo que la prueba es que cualquier hombre, incluso ignorante, responde con acierto, cuando se le pregunta de un modo ordenado, sobre materias científicas; exactamente como cuando alguien, olvidado de lo que antes aprendió, lo recuerda al proponérsele ordenadamente lo mismo que antes olvidara. “De esto se seguiría que aprender no es más que recordar”. De esta posición se deduce, pues, necesariamente, que 1 la unión del alma con el cuerpo pone 1 impedimento a la inteligencia. Pero no hay ninguna naturaleza que produzca aquello por lo que se impide su misma operación; al contrario, debe producir lo que más convenga para realizarla de un modo aún más conveniente. No será, por lo tanto, natural la unión del alma con el cuerpo. Y el hombre no será un ser natural, ni tampoco su generación. Y esto es evidentemente falso.
El último fin de cada cual es aquello a que se intenta llegar apoyado en sus mismas operaciones. Ahora bien, por las propias operaciones ordenadas y rectas, el hombre pretende llegar a la contemplación de la verdad: las operaciones de las virtudes activas son, en cierto modo, disposiciones para las virtudes contemplativas. Por esta razón, pues, está el alma unida al cuerpo, y esto es ser hombre. Así que no por unirse al cuerpo pierde el alma la ciencia que tenía, sino más bien se une a él para adquirir la ciencia.
Si alguien, ignorando las ciencias, fuera interrogado sobre ellas, no responderá acertadamente sino en lo que se refiera a los principios universales, que nadie desconoce, pues son de todos de igual modo y naturalmente conocidos. Y después, interrogado con orden, responderá bien a lo que está cerca de los principios, teniendo en cuenta los mismos, y así seguidamente mientras la fuerza de dichos principios se pueda aplicar a aquellas cosas que son materia de las preguntas. De aquí se ve claramente que, mediante los primeros principios, se causa un nuevo conocimiento en aquel a quien se pregunta. Luego no se trata de recordar un conocimiento antes existente.
Si de esta manera fuese natural para el alma el conocimiento, ya sea de las conclusiones, ya sea de los principios, también sería común para todos el conocimiento de las conclusiones, ya que lo es el de los principios; porque lo que es natural es igual para todos. Sin embargo, no todos tienen la misma opinión en lo que se refiere a las conclusiones, como la tienen acerca de los principios. Pues se ve claramente que el conocimiento de los principios es natural para nosotros, pero no el de las conclusiones. Ahora bien, lo que no nos es natural se alcanza por lo que es natural: como pasa en las cosas exteriores, que por medio de las manos hacemos todo lo que es artificial. Luego la ciencia de las conclusiones no la tenemos si no es adquirida mediante los principios.
Como la naturaleza siempre está ordenada a una cosa determinada, importa que a cada potencia corresponda un objeto, como a la vista corresponde el color y al oído el sonido. Ahora bien, como el entendimiento es una potencia, tiene también un objeto natural, mediante el cual alcanza naturalmente y por sí mismo el conocimiento. Pero hace falta que en este objeto esté comprendido todo lo que abarca el entendimiento, como en el color se incluyen todos los colores visibles. Y tal objeto no es otro que el ser. Naturalmente, por lo tanto, nuestro entendimiento conoce el ser y del mismo modo todas las otras cosas bajo la razón de ser, y en este conocimiento se funda la noción de los primeros principios, como el de que “no se puede al mismo tiempo afirmar y negar lo mismo” y otros semejantes. Solamente estos principios son naturalmente conocidos por nuestro entendimiento, y las conclusiones se conocen mediante ellos; como, por ejemplo, la vista conoce por medio del color no sólo lo que es propiamente sensible, sino también lo que lo es de un modo accidental.
Lo que alcanzamos por el sentido no lo tuvo el alma antes de estar unida con el cuerpo. Es así que el conocimiento de los principios mismos es causado en nosotros mediante lo sensible: si, en efecto, no percibimos por el sentido algún todo, no podemos entender “que el todo sea mayor que la parte”, como ningún ciego de nacimiento sabe algo de los colores. Luego no hubo en el alma conocimiento, ni siquiera de los principios, antes de unirse con el cuerpo. No es, por consiguiente, cierta la afirmación de Platón cuando enseña que el alma existió antes de unirse con el cuerpo.
Si todas las almas han existido antes de su unión con los cuerpos, parece se debe concluir que la misma alma, según las diferentes circunstancias de los tiempos, se una a diversos cuerpos. Lo que claramente admiten quienes afirman la eternidad del mundo. Si realmente es eterna la generación de los hombres, es necesario que en todo el curso del tiempo se engendren y corrompan infinitos cuerpos humanos. Luego habrá que afirmar la prexistencia actual de infinitas almas, si cada una se une a un cuerpo, o se habrá de decir, si el número de las almas es limitado, que las mismas se unen ahora a unos cuerpos y luego a otros.
La misma conclusión parece imponerse si se afirma que las almas existieron antes que los cuerpos, aun en el caso de que no sea eterna la generación. Aunque se afirme que no es eterna la generación humana, no puede, sin embargo, haber duda que, según su misma naturaleza, puede durar infinitamente; de este modo, pues, cada uno está constituido de manera que, si no hay algo que accidentalmente lo impida, del mismo modo que ha sido engendrado puede también engendrar a otro. Pero esto seria imposible si, por ser limitado el número de almas existentes, no puede una misma unirse a varios cuerpos. De donde se sigue que muchos de los que afirman que las almas existen antes que los cuerpos afirman también que las almas pasan de un cuerpo a otro. Lo que es impasible. Luego las almas no existieron antes que los cuerpos.
Que es imposible que pueda una misma alma unirse con diferentes cuerpos se demuestra del modo siguiente: en efecto, las almas humanas no difieren unas de otras por lo que se refiere a la especie, sino más bien en el número; de lo contrario, los hombres no serían todos de la misma especie. Pero la diferencia que proviene del número procede de los principios materiales. Ahora bien, la diferencia entre las almas humanas debe tomarse de algo material. Mas no de tal manera que la materia se aparte de la misma alma, pues quedó demostrado anteriormente (capí 50, 51, 68) que el alma es substancia intelectual y que ninguna de estas substancias tiene materia. Luego no queda más que afirmar que, según las diferentes materias a las cuales se unen las almas, así se torna la diversidad y pluralidad de las mismas, del modo que antes se probó (cc. 80, 81). Si, por consiguiente, hay diversos cuerpos, es necesario que tengan unidas diferentes almas Luego no se une a muchos una misma.
Quedó también antes demostrado (c. 68) que el alma se une al cuerpo como forma. Mas las formas deben ser proporcionadas a las propias materias, porque se relacionan mutuamente como la potencia y el acto; un mismo acto responde, en efecto, a una misma potencia. Luego una misma alma no se une a muchos cuerpos.
La fuerza del motor debe ser proporcionada al propio móvil, pues no cualquier fuerza mueve cualquier móvil. Sin embargo, el alma, aun no siendo forma del cuerpo, no puede decirse que no sea motor del mismo; distinguimos, en efecto, el animado del inanimado por el sentido y por el movimiento. Luego es necesario que según los diversos cuerpos existan diferentes almas.
En aquellas cosas que se engendran y corrompen es imposible que por generación puedan reiterarse en cuanto al número; porque la generación es, desde luego, movimiento hacia la substancia, y en lo que se engendra y corrompe no permanece la misma substancia, como en las cosas que se mueven localmente. Ahora bien, si una misma alma se une sucesivamente a diversos cuerpos engendrados, el hombre volverla por generación a ser numéricamente el mismo. Lo que necesariamente se deduce de la doctrina de Platón, que afirmó que el hombre es “un alma revestida por el cuerpo” (c. 57). Hay todavía algunas consecuencias más; porque como la unidad de las cosas, lo mismo que su existencia, se deriva de la forma, importa que sea numéricamente uno todo lo que tiene numéricamente una misma forma. Luego no es posible que una misma alma se una a diferentes cuerpos. De aquí se deduce también que las almas no existieron antes que ellos.
Con esta verdad está también de acuerdo la doctrina católica. Dice, en efecto, el salmo: “Aquel que creó singularmente el corazón de ellos”; porque quiere decir que Dios creó separadamente cada alma, pero no todas a la vez, ni determinó una para varios cuerpos. En el mismo sentido se dice también en el libro “De los dogmas eclesiásticos”: “Afirmamos que las almas humanas ni fueron creadas en el principio con las otras naturalezas intelectuales ni tampoco creadas todas a la vez, como Orígenes se imaginó”.
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