CAPÍTULO LXXVIII: Del sacramento del matrimonio

CAPÍTULO LXXVIII

Del sacramento del matrimonio

Aunque los hombres hayan sido restablecidos a la gracia, sin embargo no lo han sido de inmediato a la inmortalidad, cuya razón dimos más arriba (c. 55). Mas lo que es corruptible no puede perpetuarse si no es mediante la generación. Luego, como convenía perpetuar el pueblo fiel hasta el fin del mundo, finé necesario valerse de la generación para realizar esto, la cual es también el medio para perpetuar la especie humana.

Pero se ha de tener en cuenta que, cuando una cosa se ordena a diversos fines, precisa tener diversos dirigentes al fin, porque el fin es proporcionado al agente. Ahora bien, la generación humana está ordenada a muchas cosas: a perpetuar la especie, algún bien político, por ejemplo, la población de determinada ciudad; también para perpetuar la Iglesia, que es una congregación de fieles. Según esto, convendrá que dicha generación sea dirigida por diversos agentes. Por lo tanto, si se ordena al bien de la naturaleza, que es la perpetuidad de la especie, es dirigida a tal fin por la inclinación natural, y así se lama deber de naturaleza. Si se ordena al bien político, entonces está sometida a la ordenación de la ley civil. Si al bien de la Iglesia, deberá sujetarse al régimen eclesiástico. Mas aquellas cosas que dispensan los ministros de la Iglesia al pueblo se llaman sacramentos. Luego el matrimonio, en cuanto es la unión del hombre y de la mujer en orden a la generación y educación de la prole para el culto divino, es un sacramento de la Iglesia; de ahí que los contrayentes reciban cierta bendición de los ministros de la Iglesia.

Y así como en los otros sacramentos las ceremonias externas representan algo espiritual, también en éste se representa la unión de Cristo con la Iglesia por la del hombre y la mujer, según el dicho del Apóstol: “Gran sacramento es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia”.

Y como los sacramentos producen lo que figuran, se ha de creer que por este sacramento se confiere a los contrayentes la gracia, que les hace pertenecer a la unión de Cristo y de la Iglesia; la cual le es muy necesaria para que, al buscar las cosas carnales y terrenas, lo hagan sin perder su unión con Cristo y con la Iglesia.

Luego, como por la unión del hombre y la mujer se designa la unión de Cristo con la Iglesia, es preciso que la figura responda al significado. Ahora bien, la unión de Cristo con la Iglesia es de uno con una y para siempre: la Iglesia es una, según aquello de los Cantares: “Es única mi paloma, mi perfecta”; y jamás se separará de Cristo, porque El mismo dice: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del tiempo”; y más: “Estaremos siempre con el Señor”, como se dice en la primera a los de Tesalónica. En consecuencia, es necesario que el matrimonio, como sacramento de la Iglesia, sea de uno con una y para siempre. Y esto pertenece a la fidelidad que hombre y mujer mutuamente se obligan.

Luego tres son los bienes del matrimonio como sacramento de la Iglesia, a saber: la prole, que ha de ser recibida y educada para el culto divino; la fidelidad, en cuanto que un solo hombre se compromete con una sola mujer, y el sacramento tal, que da a la unión conyugal la indisolubilidad, por ser sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia.

Todo lo demás que se ha de tener en cuenta acerca del matrimonio, ya lo hemos tratado antes en el libro tercero (c. 122 ss.).

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