CAPÍTULO LXXV: La providencia divina alcanza a los contingentes singulares

CAPÍTULO LXXV

La providencia divina alcanza a los contingentes singulares

Todo cuanto hemos expuesto demuestra que la divina providencia alcanza a cada una de las cosas generales y corruptibles.

Parece que no hubiera providencia para estas cosas por la razón de que son contingentes y, además, porque en ellas ocurre muchas veces lo casual y fortuito, que es precisamente lo único por lo que se diferencian de las cosas incorruptibles y de las universales las corruptibles, sobre las cuales sí que hay providencia. Mas a la providencia no se oponen las cosas contingentes ni la casualidad y la fortuna, como tampoco lo voluntario, según se demostró (c. 72 ss.). Nada impide, pues, que haya providencia para éstas, como la hay para las cosas incorruptibles y universales.

Si Dios no tiene providencia de estas cosas singulares, será porque no las conoce, o porque no puede, o porque no quiere tener cuidado de las mismas. Sin embargo, no puede afirmarse que Dios no conozca lo singular, pues anteriormente (l. 1, c. 65) demostramos que tiene conocimiento de ello. Tampoco puede decirse que Dios no pueda tener cuidado de lo singular, pues su potencia es infinita, según se probó ya (l. 2, c. 22). Y que tales singulares no son capaces de providencia, viendo, como vemos en realidad, que son gobernados con habilidad racional entre los hombres; y por instinto natural, como aparece en las abejas y en otros muchos irracionales, los cuales se gobiernan por cierto instinto natural. Además, tampoco puede afirmarse que Dios no quiere gobernarlos, cuando precisamente su voluntad comprende todo bien (l. 1, c. 75 ss.); y el bien de los gobernados consiste principalmente en su ordenación por el gobierno. En consecuencia, no puede decirse que Dios no tenga cuidado de lo singular.

Todas las causas segundas, en cuanto existen como causas, alcanzan la semejanza divina, como consta por lo dicho (c. 21). Y vemos que, comúnmente, las causas productoras de algo tienen cuidado de lo que producen; por ejemplo, los animales cuidan naturalmente de sus crías. Luego Dios tiene cuidado de aquello de lo cual es causa. Y, como incluso lo es de las cosas particulares, resulta que se cuida de ellas.

Se demostró ya (ib., c. 23 ss.) que Dios obra en las cosas creadas no por necesidad natural, sino racional y voluntariamente. Ahora bien, lo que es producido racional y voluntariamente está sujeto al cuidado del providente, el cual consiste en distribuir algunas cosas racionalmente. Según esto, las cosas producidas por Dios están sujetas a su divina previdencia. Por otra parte, hemos demostrado (c. 67) que Dios obra en todas las causas segundas y que todos sus efectos se reducen a Dios como a su causa, y por esto es preciso que lo realizado por las cosas singulares se considere también como obra suya. En consecuencia, las cosas singulares, junto con sus propios movimientos y operaciones, están sujetas a la divina providencia.

Necia seria la providencia de quien no se preocupa de aquello sin lo cual no podrían existir las cosas que cuida. Pero no hay duda de que, si dejaran de existir las cosas particulares, sus propios universales no podrían permanecer. Si Dios, pues; sólo tiene cuidado de lo universal, abandonando por completo lo singular, su providencia sería necia e imperfecta.

Y si alguien dijere que Dios cuida de las cosas singulares en cuanto a su conservación en el ser exclusivamente y no en cuanto a lo demás, en modo alguno puede sostenerse tal afirmación. Porque todo lo otro que se da en ellas está ordenado a su conservación o corrupción. Por lo tanto, si Dios cuida de la conservación de las cosas singulares, tendrá también cuidado de cuantas contingencias les sobrevengan.

También puede decir alguno que, teniendo el cuidado de lo universal, es suficiente para conservar lo particular. Pues se ha provisto a cada especie de todo cuanto precisa cualquier individuo de la misma para conservarse en el ser; por ejemplo, los animales han sido dotados de órganos para tomar y digerir la comida y de cuernos para protegerse. Y estas cosas dejan de serles útiles sólo en contadas ocasiones, porque lo natural siempre o casi siempre produce sus efectos. De este modo, aunque falle algún individuo, los demás no pueden fallar.

Pero, conforme a esta razón, todo cuanto ocurre en los individuos estará sujeto a la providencia, igual que lo está su conservación en el ser; porque nada puede acontecer en los individuos de una especie determinada que de algún modo no se reduzca a los principios de la misma. Luego las cosas singulares están de igual modo sometidas a la divina providencia en cuanto a su conservación y en cuanto a todo lo demás.

Comparando las cosas con el fin, aparece el siguiente orden: los accidentes se ordenan a las substancias, para perfeccionarlas; y en las substancias, a materia se ordena a la forma, pues por ésta participa el ser la divina bondad, que ha sido a causa de todo lo creado, según se demostró (c. 17). Y esto demuestra que lo singular existe en orden a la naturaleza universal. Prueba de ello es que en aquellos seres en quienes puede conservarse la naturaleza universal mediante un solo individuo, no se dan muchos de la misma especie; por ejemplo, el sol y la luna. Siendo, pues, la providencia ordenadora de las cosas al fin, es preciso que le corresponda el cuidado de los fines y de cuanto está ordenado a los mismos. Luego no sólo los universales, sino también los singulares están sujetos a la divina providencia.

La diferencia entre el conocimiento especulativo y el práctico es ésta: el conocimiento especulativo y todo cuanto supone se realiza en lo universal, mientras que lo correspondiente al conocimiento práctico se realiza en lo particular; pues el fin del especulativo es la verdad, la cual consiste primera y esencialmente en lo inmaterial y universal; por el contrario, el fin del práctico es la operación, que versa sobre lo particular. Por eso el médico no cura al hombre genérico, sirio a este hombre, pues éste es el fin de la ciencia médica. Ahora bien, consta que la providencia corresponde al conocimiento práctico, por ser ordenadora de las cosas al fin. Por lo tanto, si la providencia se extendiera a lo universal, sin llegar a lo singular, sería imperfectísima.

El conocimiento especulativo mejor se perfecciona con lo universal que con lo particular, pues mejor se conoce lo universal que lo particular; por eso el conocimiento de los principios más universales es el más común. Sin embargo, en la ciencia especulativa, el más perfecto es aquel que conoce lo universal y tiene a la vez un conocimiento propio de cada cosa; pues quien sólo conoce lo universal únicamente conoce las cosas en potencia. Por esto el discípulo es llevado desde el conocimiento universal de los principios al particular de las conclusiones por el maestro, que conoce ambas cosas; igual como una cosa es reducida en acto por un ser en acto. Según esto, en la ciencia práctica, el más perfecto es aquel que dispone las cosas para obrar no sólo de modo universal, sino también en atención al caso concreto. Luego la divina providencia, que es perfectísima, se extiende también a lo singular.

Como Dios es causa del ente en cuanto tal, según se demostró (l. 2, e. 15), es menester que provea al ente en cuanto ente, puesto que provee a las cosas por ser causa de las mismas. Luego todo lo que de algún modo existe cae bajo su providencia. Ahora bien, son más entes los singulares que los universales, porque éstos no existen de por sí, sino únicamente en aquéllos, Por lo tanto, la providencia divina se extiende también a lo singular.

Las cosas creadas están sujetas a la divina providencia en cuanto que Dios las ha ordenado al último fin, que es su propia bondad. Así, pues, le participación de la bondad divina por las cosas creadas es efecto de la providencia de Dios. Pero los singulares contingentes participan también de la divina bondad. En consecuencia, la providencia divina se extiende también a ellos.

Por esto se dice en San Mateo: “)No se venden dos pajaritos por un as?… Sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin la voluntad de mi Padre”. Y en la Sabiduría: “Se extiende poderosa del uno al otro extremo”, es decir, desde las primeras hasta las últimas criaturas. Y en el capítulo 9 de Ezequiel se denuncia la opinión de algunos que decían: “El Señor abandonó la tierra, el Señor no ve”; lo mismo que en Job: “Se pasea por la bóveda de los cielos y no se fija en nuestras cosas”.

Y con todo esto se rechaza la opinión de quienes dijeron que la providencia divina no se extiende a lo singular. Opinión esta que algunos atribuyen a Aristóteles, aunque no se deduce de sus enseñanzas.

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