CAPÍTULO LXXIV
Del sacramento del orden
Todo lo dicho (cc. 56, 59, 60, 61, 72, 73) demuestra que en todos los sacramentos de los cuales ya se trató se confiere la gracia espiritual oculta bajo las cosas visibles. Pero, como toda acción debe ser proporcionada al agente, es preciso, pues, que administren dichos sacramentos hombres visibles que gocen de poder espiritual. No pertenece, pues, a los ángeles la administración de los sacramentos, sino a los hombres, revestidos de carne visible. Por eso dice el Apóstol: “Pues todo pontífice tomado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios”.
Hay también otro fundamento de esta razón. Pues la institución y la virtud de los sacramentos tienen su origen en Cristo, de quien dice el Apóstol: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavatorio del agua con la palabra de vida”. También consta que Cristo dio el sacramento de su cuerpo y sangre en la cena y lo instituyó para que se frecuentara, y ambos son los principales sacramentos. Pero, como Cristo había de desaparecer corporalmente de la Iglesia, fue necesario que instituyera a otros como ministros suyos, quienes administraran los sacramentos a los fieles, como dice el Apóstol: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”. Por eso confió a los discípulos la consagración de su cuerpo y sangre, diciendo: “Haced esto en memoria mía”. Y dióles el poder de perdonar los pecados, según aquello de San Juan: “A quien perdonareis los pecados, le serán perdonados”; y les impuso también el deber de enseñar y bautizar, diciendo: “Id, pues; enseñad a todas las gentes y bautizadlas”. Mas el ministro, comparado con el señor, es como el instrumento comparado con el agente principal; así, pues, como el instrumento es movido por el agente para obrar, así también el ministro es movido por mandato del señor para ejecutar algo. Pero es preciso que el instrumento esté proporcionado al agente. En consecuencia, también es preciso que los ministros de Cristo guarden proporción con Él. Mas Cristo, como Señor, realizó nuestra salvación con autoridad y virtud propias, en cuanto fue Dios y hombre; pues, en cuanto hombre, padeció por nuestra redención, y, en cuanto Dios, hizo saludable su pasión para nosotros. Luego es preciso también que los ministros de Cristo sean hombres y participen algo de su divinidad mediante alguna potestad espiritual, porque el instrumento participa también algo de la virtud del agente principal. Y de esta potestad dice el Apóstol que “el Señor le dio potestad para edificar y no para destruir”.
Pero no se ha de decir que esta potestad se ha dado a los discípulos de Cristo de manera que no pueda transferirse a otros, puesto que se les dio para “la edificación de la Iglesia”, según el dicho del Apóstol. Luego es preciso que esta potestad se perpetúe tanto cuanto es necesario para la edificación de la Iglesia. Y esto comprende necesariamente desde la muerte de los discípulos de Cristo hasta el fin del mundo. Así, pues, dióse a los discípulos de Cristo la potestad espiritual para que por ellos pasara a los otros. Por eso el Señor, al hablar a los discípulos, se refería a los demás fieles, como consta por aquello que se dice en San Marcos: “Lo que a vosotros digo, a todos lo digo”. Y, en San Mateo, dijo el Señor a los discípulos: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo”.
Y porque este poder espiritual pasa de Cristo a los ministros de la Iglesia, y los efectos espirituales derivados de Cristo a nosotros son ejecutados bajo ciertos signos sensibles, como consta por lo dicho (cf. c. 56), convino también que esta potestad espiritual se entregara a los hombres bajo ciertos signos sensibles. Y estos tales son algunas fórmulas verbales y determinados actos, como la imposición de las manos, la unción, la entrega del libro o del cáliz, o cosas parecidas, que pertenecen a la ejecución del poder espiritual. Mas, cuando se entrega algo espiritual bajo un signo corporal, esto se llama sacramento. Luego es claro que en la entrega de la potestad se celebra un cierto sacramento, que se llama el “sacramento del orden”.
Además, es propio de la liberalidad divina que a quien se concede la potestad de hacer algo se le confieran también aquellas cosas sin las cuales no puede ejercerse convenientemente tal operación. Pero la administración de los sacramentos, que es la finalidad del poder espiritual, no se hace convenientemente si uno no es ayudado para esto por la gracia divina. Luego también se confiere la gracia en éste como en los demás sacramentos.
Y como la potestad del orden es para la administración de los sacramentos, y, entre éstos, el más noble y como culminación de todos es el sacramento de la eucaristía, como consta por lo dicho (c. 61) es preciso que la potestad del orden se considere como relacionada con este sacramento, porque “cada cosa se denomina por el fin”.
Y parece pertenecer al mismo poder el dar alguna perfección y preparar la materia para su recepción, tal como el fuego tiene poder no sólo para comunicar su forma a otro, sino también para disponer la materia para la recepción de la forma. Pues como quiera que en la potestad del orden se tenga por fin el consagrar y entregar a los fieles el sacramento del cuerpo de Cristo, es preciso que esa misma potestad incluya también el hacerlos aptos y dispuestos para recibir este sacramento. Ahora bien, esta aptitud y disposición del fiel para la recepción de este sacramento consiste en que esté limpio de pecado, pues no hay otro modo de unirse espiritualmente a Cristo, a quien se une sacramentalmente recibiendo este sacramento. Es preciso, pues, que la potestad del orden se extienda hasta la remisión de los pecados, mediante la dispensación de aquellos sacramentos que se ordenan a la remisión del pecado, como son el bautismo y la penitencia, según consta por lo dicho (cc. 59, 62). Por eso el Señor, como se dijo, dio a sus discípulos, a quienes confió la consagración de su cuerpo, el poder de perdonar los pecados. Poder que se expresa por “las llaves”, de las cuales dijo el Señor a San Pedro: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos”. Y el cielo se cierra y se abre para cada uno según que esté sujeto al pecado o limpio de pecado; por eso el usar de estas llaves se dice “atar” y “desatar”, esto es, pecados Sobre estas llaves ya se habló antes (c. 62).
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